martes, 16 de diciembre de 2008

Por la mañana

Miras el reloj y son las seis y veinte, el tren está a punto de salir. Te sientes cansado, la noche anterior estuvo poblada de confusos y delirantes sueños, que ahora no eres capaz de recordar, nada más allá de un pastoso sabor de boca. Un pitido suena insistentemente y anuncia que el tren se dispone a arrancar. Te has colocado en el asiento de la ventanilla, y apoyas la cabeza contra el cristal, te apacigua ese sentimiento de fresco que te recorre la frente y que se extiende por todo tu cuerpo como si fuera una húmeda serpiente. Aún es noche cerrada, y sufres por la ciudad que se va estirando como una goma elástica, desgajándose en barrios misérrimos cada vez más pobremente iluminados, hasta que la noche se apodera de esas fábricas somnolientas y de las chabolas desesperadas.

El vagón se halla salpicado de obreros de rasgos eslavos que cabecean unánimemente al compás del traqueteo del tren. Te giras y en el asiento de detrás ves que hay un periódico gratuito. Lo coges y lo hojeas sin mucha convicción. Las páginas crepitan entre los dedos, y lees que el madrid ganó dos a cero y que una película americana de superhéroes fue la más vista la semana pasada. Sabes que hoy en la empresa te van a dar la carta de despido. Zapatero negocia con otros partidos para formar un gobierno estable. Tienes la sensación de que las hojas del diario huelen a culo, y estimas que en el trayecto anterior alguien debió de estar sentado encima de él. Lo escupes al asiento de al lado como si fuera una flema. Vuelves la mirada hacia la ventanilla y ves una playa de arenas blancas y un mar donde el sol juguetea sobre la espuma de las olas. Un albatros sobrevuela el agua y se posa sobre una piedra. Te rascas con el meñique el ojo izquierdo, y detrás de la ventanilla ves alguna farola que solloza su luz anaranjada iluminando un bloque gris de pisos. Miras al resto de viajeros, no sabes si alguien más vio lo mismo que tú. Todos duermen, excepto un viejo de poblada barba blanca y unas arrugas que le desprenden la boca. Él te mira fijamente, y, por pudor, vuelves a apoyar la cabeza contra el cristal de la ventanilla. El sol te ciega. Un sombrero de paja descansa sobre la arena, y, a su lado, tumbada, una mujer joven de cabellos lisos y oscuros te sonríe. Su cabeza reposa sobre una mano, y con la otra te hace un gesto, y no sabes distinguir si se trata de una llamada o de una despedida.

El tren se detiene y las puertas se abren. No escuchas ningún pitido de cierre de puertas, de hecho, aún no ha alcanzado la siguiente estación. Te levantas y te acercas hacia ellas. La noche aferra sus dedos enganchando al próximo día. El apeadero se encuentra a unos doscientos metros de donde se ha detenido el tren. El viento hace bailar en un bamboleo anodino un cartel metálico. Bajas del tren, y las lágrimas que comienzan a paladear tus ojos no sabes si se deben al sol que los acaricia, al olor a sal de mar o a los negros ojos de la mujer que te coge de la mano.

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