martes, 26 de junio de 2012

A tiempo


- No pares en esa gasolinera.

Eran las primeras palabras que había pronunciado mi hermano en todo el viaje. Aceleré el vehículo, mientras por el retrovisor iba empequeñeciéndose el cartel de Repsol.

Unos cuantos kilómetros después, tuve que detener el coche sediento en el arcén. Tenía la impresión de que debía faltar bastante para la próxima gasolinera. Juan bajó del coche y encendió un cigarrillo. No tenía ni idea de que fumara. Salí yo también y me apoyé en una de las puertas. Mi hermano contemplaba los olivos que amurallaban la carretera.

- Lo vi bailar una vez con mamá, ¿sabías? En una boda, cuando estabas fuera -me dijo, mirándome por primera vez.

- No vamos a llegar a tiempo al hospital -me abstuve de añadir que debíamos haber repostado en aquella gasolinera.

Entramos de nuevo en el coche. Cogí mi teléfono y lo estuve mirando unos instantes. Lo dejé sobre la guantera y le pedí un cigarro.



martes, 19 de junio de 2012

Atónitos


Ramón se sorprendió a sí mismo cuando una fuerza extraña le obligó a dar un paso al frente y decir, con una expresión grave en su rostro, como ensayada mil veces delante del espejo, como una mísera imitación de película ínfima de sobremesa, la siguiente frase:

- He sido yo.

Paqui le miró con ojos atónitos, pero nada comparable a la sorpresa primero y a la rabia después que desbordó la mirada de César. Paqui y él habían estado jugando a lanzar escupitajos desde la terraza de la casa de Ramón. Invariablemente ganaba él, lo cual tampoco era complicado pues, pese a tener diez años y ella trece, no tenía su fuerza y, sobre todo, no tenía su práctica. Ramón se divertía cada tarde de ese verano en practicar, cuando el sol empezaba a agotarse, a escupir desde su terraza lo más lejos posible. Había desarrollado ya una técnica con la que, auxiliado por un movimiento de tronco y de cuello, conseguía lanzar salivazos más lejos que nadie en su calle.

Aquella tarde estaba jugando con Paqui. Sabía que, debido a su dominio, ella jamás podría superarlo. Por esa razón decidió enseñarle aquel secreto que tantas horas de experimentación había llegado a desarrollar. Le dijo que apoyara las manos en la barandilla. Él se colocó detrás de la niña, sujetándole con fuerza las manos. Le indicó cómo debía arquear la espalda hacia atrás y reclinar el cuello, y después, cómo hacer aquel movimiento seco como de catapulta. Lo repitieron varias veces, y en cada una de ellas, Ramón sintió como un cosquilleo en la nariz al aspirar el aroma a sudor y jara de los cabellos de Paqui.

Vieron bajar por la calle a César, montado en su bicicleta roja. Ella volvió a doblarse con gracia y lanzó un escupitajo tan lejano que jamás hubiera podido emularlo el propio Ramón. La saliva impactó groseramente contra la cabeza de César. Miró hacia arriba y vio a los niños, con dos pares de ojos abiertos como platos. Dejó caer la bicicleta y se acercó corriendo hacia la terraza de Ramón.

- ¿Quién ha sido? –preguntó tan furioso que parecía que los ojos le lagrimeaban.

Ramón miró los ojos abiertos como soles de Paqui y, dando un paso al frente, dijo:

- He sido yo.

Aún quedaba una gotita de saliva bajo el labio inferior de la niña. Paqui y César le miraron sorprendidos, pero más atónitos quedaron cuando Ramón, tal y como había visto hacer en esas películas que daban en la televisión a la hora de la siesta, agarró las manos de ella y la besó en los labios.

jueves, 14 de junio de 2012

Esterilidad


Cuando Carmen entró en su casa, escuchó un silencio extraño, un silencio artificialmente creado. Parecía como si unas pisadas y unas voces se hubieran visto súbitamente amortiguadas. No pudo evitar un grito cuando, al encender la luz, vio cómo se abalanzaban sobre ella su hermana y sus amigas Mar y Pilar.

- ¡Sorpresa! –dijeron las tres al unísono mientras se abalanzaban sobre ella, abrumándola de besos y abrazos.

Con los ojos aún destellantes fue poco a poco distinguiendo sobre la mesa del salón un vestidito azul, un cochecito con la cabeza de Pluto y muchos sonajeros y chupetes.

- La próxima vez te acompaño yo a la eco –dijo su hermana Luz.

- ¡Un niño! –exclamó Mar-. Yo creo que a Chema le encantará un niño, aunque, bueno, lo importante es que nazca bien.

- Y guapo –puntualizó Pilar-. Aunque con ese padre será fácil.

- Pero siéntate, no estés de pie, no te canses –dijo su hermana mientras le acercaba una silla.

Carmen se sentó. Sobre la mesa, aparte de los regalos, había también varias latas de cerveza, con y sin alcohol, y varios cuencos con patatas fritas y frutos secos. Carmen cogió una patata y la mordisqueó. La sal le revivió sus labios secos.

- Ésta para ti –dijo Pilar tendiéndole una lata de cerveza sin alcohol-. Y éstas para nosotras.

El teléfono sonó. Carmen ya sabía que se trataba de Chema. Desde que le había dado la noticia, hacía ya tres meses, la llamaba todos los días varias veces. Siempre citaba aquella noche en que después de ver “Los puentes de Madison” habían hecho el amor. Él estimaba que aquél debió ser el día en el que habían concebido al bebé.

- Sí, es un niño –se oyó decir-. Sí, todo bien, muy bien. Sí, eso ha dicho el médico. Hacía un poco de cosquillas y estaba helado. Ya, me imagino que tendrás muchas ganas de volver de Houston. Están aquí mi hermana, Mar y Pilar, me han preparado una fiestecilla. Te dejo, que están aquí esperando. Yo a ti también.

Carmen colgó y dejó el móvil sobre la mesa, al lado del cuenco de las almendras. Cogió una de ellas e intentó quitar la cáscara, pero no lo consiguió. Se la metió en la boca y la masticó lentamente.

- Qué suerte –dijo Pilar-. Un niño. Después de tantos años por fin lo habéis logrado.

Mar le dirigió una mirada fija y acerada.

- ¿Qué pasa? –replicó Pilar-. Eso no importa ahora. ¿Qué más da que hayan tenido que esperar ocho años. Lo importante es que llegó. Siempre habías comentado que como mucho uno, ¿no?

Carmen sonrió y asintió con la cabeza. Las bocas sonrientes de sus amigas se le asemejaron a grandes almejas. Bebió un largo trago de cerveza.

- 0,0 –dijo Pilar-. A partir de ahora, sólo eso, por lo menos durante una temporada.

Su hermana fue al dormitorio. Carmen escuchó un arrastrar de ruedas que chirriaban sobre el parquet.

- Y mira esto –dijo Luz mientras entraba con un cochecito de niños-. Por aquí han pasado ya Jorge, Marcos y Teresa, y ahora se sentará… ¿Cómo lo vais a llamar?

- No sé, aún no lo hemos pensado. A Chema siempre le gustó Mario.

- Pues Mario se sentará aquí, y, ¿quién sabe si alguien más?

Las cuatro continuaron la fiesta hasta que acabaron la cerveza. Luz, Mar y Pilar charlaban a voces y reían con estrépito. Pilar contó varias anécdotas divertidas sobre su oficina.

Cuando se marchaban, bien pasada la medianoche, Mar se acercó a Carmen.

- ¿Puedo? –dijo mientras acercaba su mano a Carmen.

Mar apoyó una mano cálida sobre el vientre de Carmen. Una sonrisa se abrió en su rostro mientras perdía la mirada-. Parece que se nota ya.

Cuando se marcharon, Carmen recogió las latas y vació los cuencos de frutos secos. Se sentó en el sofá y se apretó contra sí un cojín de cuadros rojos y negros. Pensó que tenía el tamaño adecuado para un vientre de cinco meses.

miércoles, 6 de junio de 2012

El mal de la soledad (Accésit del XX Concurso de Cuentos Villa de Mazarrón Antonio Segado del Olmo


Yin Hi despertó con la suave caricia de los rayos solares y encontró a pocos metros de donde se encontraba, como era habitual, el cuenco de arroz. Jamás había conseguido averiguar cómo aparecía allí. En ocasiones había fingido dormir para intentar sorprender a quien lo alimentaba, pero finalmente el sueño le conquistaba y al recuperar la vigilia siempre aparecía cerca de él la comida. Llegó a creer que en el arroz o en el agua se hallaba algún potente narcótico que le infundía un profundo sueño, por lo que optó por no comer ni beber con el fin de vencer a la noche y descubrir a aquél que lo sustentaba. Sin embargo, no conseguía nada, pues los párpados finalizaban abatiéndose y no lograba otra cosa que padecer los tormentos del hambre y la sequía.

Cuando terminó el arroz arrojó el cuenco contra el suelo y se hizo añicos. Practicaba esa costumbre con el fin de contrariar a su carcelero, de modo que éste reaccionase de alguna manera, que se manifestase de alguna forma, aunque fuera castigándole sin alimentarle. Yin Hi no obtenía ningún resultado: al despertar encontraba invariablemente próximos a él un cuenco con arroz, otro con agua y algunas ciruelas.

Dejó de contar el tiempo que llevaba en la prisión a los cuatro años. Desde entonces, muchas veces había visto sucederse al sol y a la luna. Incluso es posible que hubiese muerto ya el viejo emperador que le encarceló. “¡Ah, necio Yuan! No supiste sacrificar tu reinado por la felicidad de los hombres”, pensaba Yin Hi. Él aseveraba que si del Tao habían surgido el yin y el yang, si a la noche le sucede el día, si al frío el calor, si al ruido el silencio, de la misma manera al Mal le debía continuar el Bien. Predicó su sofisma al principio en su aldea, después en las circundantes; acabó en la capital Lu-yi. Miles de adeptos encontró el capricho de Yin Hi en la ciudad del emperador. La locura se apoderó de sus habitantes. El saqueo fue espantoso; los crímenes cometidos, inenarrables. El emperador Yuan hubo de levantar a sus soldados y lanzarlos contra la ciudad. La batalla transmutó a los generales en carniceros. Un reducido número de acólitos de Yin Hi sobrevivió al ataque del ejército, entre ellos el propio Yin Hi. El emperador dictó su sentencia: todos los discípulos de aquella infame moral sufrieron los rigores de la espada y su líder fue encerrado en una de las prisiones de la rosa.

Yin Hi, cansado de su paseo matutino, se sentó en el suelo y recostó la cabeza sobre el frío muro. Había oído que caminando siempre a la izquierda podía hallarse, con algo de paciencia, la salida de un dédalo; él había desechado aquella idea, había descubierto que era falsa. Antes de ingresar en cautiverio fue dormido por la acción de ciertas plantas, y al despertar ya se encontraba en aquel lugar, solo. Él sabía de dos cárceles de esas características: una cerca de Xiangyang y otra en las tierras lejanas de Samarkanda, aunque estaba convencido de que debían de existir muchas más, aún vacías. Recibían el nombre de prisiones de la rosa porque su geometría laberíntica recordaba a los pétalos de esa flor. Allí sólo había cabida para dos cautivos y un único carcelero que les mantenía. Yin Hi desconocía el modo en que el carcelero podía localizarle siempre. A veces creía que moraba en el subsuelo y escuchaba sus pisadas sobre la superficie; también suponía en otras ocasiones que aquellos muros, grises e infranqueables para él, eran diáfanos y transitables para aquél que lo alimentaba.

No podía precisar si había llegado ya su compañero de suplicio: sufría desde tiempo atrás el mal de la soledad. Yin Hi había oído hablar de él por viajeros que habían recorrido los desiertos sin compañía alguna. La mente les empieza a flaquear e imaginan que no se encuentran solos. Conversan con sus sueños y la enfermedad va creciendo en ellos de modo que cesan de discernir si se trata de ilusión o realidad; ingresan entonces en el dominio de la locura. Yin Hi ya había recibido la visita de varias fantasías. En los comienzos las reconocía muy fácilmente, pues eran seres absurdos: hombres de estatura infinita, de cabellos rojizos y ojos como el cielo e incluso mujeres. Hasta llegó a gozar de una de ellas, y el placer fue tan grande que dudó de que no fuese más que el resultado de su imaginación.

Su último compañero había sido Li-Kun. Lo encontró sentado en el suelo, con la mirada perdida. La nobleza de su aspecto le provocó tal respeto que en varios días no se atrevió a acercarse. Durante todo ese tiempo aquel hombre no movió un solo músculo y sus ojos no se apartaban de cierta rugosidad del muro. Por fin, Yin Hi venció su temor y se aproximó. Durante su primera conversación con él le relató la historia más increíble que jamás había escuchado. Dijo que su nombre era Li-Kun y que el emperador Wu le había encargado la búsqueda del secreto de la inmortalidad. Yin Hi conocía al emperador Wu, el último de los   Tchao, y sabía que su reinado había finalizado hacía más de cuatrocientos años. Junto con cinco soldados y su perro habían fatigado China para encontrar aquellas aguas que diesen la vida eterna. Los alquimistas ya habían conseguido transformar el cinabrio en oro, el metal más perfecto. Por esta razón, Li-Kun supuso que debía disolver cinabrio en el agua apropiada para conseguir su propósito. Por fin, encontraron lo que buscaban: se trataba de un riachuelo en la isla de P´ong Lai. Recogieron un cuenco de agua de ese río y vertieron sobre él polvo de cinabrio. El primero en beber fue su fiel perro, el cual cayó muerto. Li-Kun pensó que tal vez el goce de la inmortalidad no podía estar destinado a un animal y el intento le había provocado la muerte. Ninguno de sus guerreros osó probar de aquellas aguas, por lo que él mismo lo hizo. Un simple sorbo le bastó para fallecer. Los otros cinco hombres optaron por vivir unos pocos años más y se alejaron de la isla. Le despertaron los lametones de su perro. Descubrió que la vida le había sido devuelta después de transcurrir cierto tiempo en los reinos oscuros de  la muerte. Resolvió no regresar inmediatamente con su hallazgo ante el emperador, pues consideraba a Wu un gobernante poco sensato que no era merecedor del don de vivir por siempre. Li-Kun viajó hacia donde el sol se retira con la intención de conocer otros pueblos y otras culturas. Admiró edificios colosales, frutas de sabor desconocido, mujeres con la piel del color de la luna. Hubo un ajuste cósmico y a los Tchao le sucedieron los Hia. Cien años tuvieron que transcurrir para que Li-kun se decidiese a volver a su tierra, pero para entonces ya había comprendido cosas que un simple hombre no podría entender en su corta vida, y sentenciaba que los dioses debían castigar a quien osase intentar perpetuar la miseria de los humanos.

Durante una pelea fue atravesado por un puñal, pero gracias a su condición de inmortal el acero emergió de sus carnes limpio de sangre. El prodigio recorrió la ciudad de Tai K´nei y llegó a los oídos del emperador Tan. Éste hizo apresar a Li-Kun pues sospechaba que podía tener el don de la vida imperecedera. “El muy iluso también la ansiaba”, le dijo a Yin Hi. No reveló el lugar en el que se hallaban las aguas malditas, y al no poder matarlo el emperador lo encerró en aquella cárcel laberíntica. Llevaba allí más de trescientos años.

Yin Hi no creyó una sola palabra de aquella insólita narración. Pensaba que la falta de trato humano durante su encierro había abismado al pobre infeliz hacia la demencia. Poco después caviló que tal vez Li-Kun el inmortal fuese el fruto del mal de la soledad. Al principio tenía un cierto temor a ese hombre que de cuando en cuando se ensimismaba durante días con un simple grano de arroz. Afirmaba que no encontraba diferencia alguna entre un segundo y un año pues ambos duraban lo que un latido. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a sentir un sincero afecto por Li-Kun. Su profunda voz le serenaba y su conversación era agradable; además, gozaba de un excelente sentido del humor. Entre ambos confeccionaron unas rudimentarias piezas de ajedrez con las que suavizaban su penoso cautiverio. Un día Li-Kun le preguntó si conocía el llamado mal de la soledad. Explicó que durante sus viajes había conocido a hombres que la habían padecido y le habían contado cómo tras carecer durante un tiempo prolongado de abandono la fantasía les conquistaba. A Yin Hi este discurso le hizo sospechar que aquel hombre era falso, que nunca había existido. Decidió verificarlo esa misma noche. Aguardó con impaciencia y nerviosismo a que Li-Kun se durmiera. Se acercó con sigilo y le clavó un puñal en el pecho. Al sacarlo observó que la hoja se hallaba inmaculada. Li-Kun le miró sin sorpresa y le dijo que sabía que nunca le había creído. Yin Hi durmió tranquilo pues había certificado que su amigo no existía excepto dentro de su imaginación. Le alegró significar que aún discernía la realidad de lo que no lo era.

Aquel descubrimiento modificó las relaciones entre ambos. Aunque Li-Kun conservaba su jovialidad y buen humor, Yin Hi encontraba su conversación tremendamente cansina. Las partidas de ajedrez dejaron de interesarle y procuraba en lo posible hablar lo mínimo con él. Yin Hi percibió que el otro había apreciado el cambio. En ese momento decidió olvidarse de él. Antes de retirarse a descansar le dijo: “Eres inmortal porque tu vida se reduce a mi imaginación, que es infinita”. Li-Kun no objetó nada a aquella afirmación. Cuando Yin Hi despertó a la mañana siguiente se halló de nuevo solo.

Pronto se arrepintió de haber hecho desaparecer a Li-Kun. Con él había ocupado placenteramente las tediosas mañanas y las calurosas tardes. Además se sentía seguro al poder distinguir entre realidad e ilusión: sabía con certeza que aquel hombre no existía y tenía miedo de no lograrlo con la siguiente persona que apareciese.

Muchos días transcurrieron hasta que volvió a dirigir una palabra a alguien. Este hombre era bastante parecido a él pero mucho más joven. Su nombre era Lai-Tsé y relató que había sido encerrado por haber promovido el caos en el reino de Xian. Afirmaba que no había influencia alguna entre el hombre y los sucesos, es decir, que las acciones de las personas no afectaban nada en el transcurrir de los hechos. Por esta razón sus seguidores y él se entregaron al libertinaje y a la depravación, pues nada de lo que hicieran podría condicionar el futuro, y el presente no existe. Muchos días y noches invirtieron en discusiones. Yin Hi refutaba la teoría de Lai-Tsé, pues según el Libro de las Mutaciones los surcos que efectúan los agricultores con sus arados sobre la tierra modifican la línea de los astros, porque todo ello estaba ordenado por el Creador. Lai-Tsé negaba incluso la existencia del Creador pues las cosas se producen a sí mismas espontáneamente; si hubiese un Creador, éste no sería más que una cosa entre tantas, y ¿cómo un Creador podía crearse a sí mismo? Cuando finalizaban sus debates ninguno convencía al otro, pero eso no era lo que más preocupaba a Yin Hi: lo que verdaderamente le atormentaba era desconocer totalmente la naturaleza de su amigo.

También él le habló del mal de la soledad. Según Lai-Tsé, Ulises, el vencedor de Troya, la había sufrido. Tras haber sido liberado por Mercurio de las redes de Calipso, Ulises naufragó y arribó a la tierra de los feacios. En realidad, los feacios nunca existieron: la isla estaba completamente desierta y tras vivir allí largo tiempo en soledad Ulises soñó con Nausica y con su regreso a Itaca. Él jamás partió de aquella isla y murió con el convencimiento de que había vuelto con su esposa. Yin Hi recordó una frase que le dijo en cierta ocasión Li-Kun: “Estas paredes para ti configuran un laberinto; para mí el mundo entero es un laberinto”. Yin Hi le confesó que no podía tener certeza de su existencia. Lai-Tsé aseguró que él era real. Le enseñó su cuenco de arroz y le pidió que comiera de él. Yin Hi le replicó que también podía imaginar sabores. Entonces Lai-Tsé arrebató el cuenco de Yin Hi y lo vació en el suyo. “Tampoco significa nada -dijo Yin Hi-. Podría imaginar que te doy mi arroz y sin embargo me lo como yo todo. O incluso podría no haber nada en mi cuenco y soñar que sigue lleno”. Lai-Tsé guardó silencio. Al día siguiente Yin Hi se convenció de que había perdido completamente la razón cuando al despertar volvía a encontrarse solo, esta vez sin haberlo deseado.

El carcelero Che-Huang entró en el laberinto llevando en las manos un cuenco inexistente. Anduvo unos pasos y lo depositó en el suelo. Miró hacia el cielo y decidió marcharse ya pues pronto los rayos solares acariciarían con suavidad el rostro de su preso imaginario y despertaría.

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