jueves, 26 de abril de 2012

El corredor

Aún le faltaban dos ásperos kilómetros para llegar a la meta. A ambos lados de la acera, enjaulados por unas vallas amarillas, una multitud hirviente agitaba sus brazos y palmeaba con furia. Él únicamente podía escuchar sus gritos sordos. En realidad, solo estaba concentrado en el dorsal ciento cincuenta que se encontraba a unos cuarenta metros delante de él. La distancia entre ellos se había ido diluyendo en los últimos kilómetros. Al principio, apenas era un punto opaco. Después, ya comenzó a apreciar unos brazos y piernas musicales que se balanceaban con una cadencia de tambor. En esos momentos, bajo aquel sol ensordecedor, hasta distinguía el goteo salado que se le desprendía ciegamente de la barbilla.

Entraron casi juntos al estadio. El corredor estaba convencido de que tendría que estar escuchando ya sus pisadas codiciosas detrás de él. Sin embargo, con pesar, le aterrizó encima la certeza punzante de que no lograría alcanzarlo, la línea de meta se encontraba ya demasiado próxima. Disminuyó con una resignación templada el ritmo de su carrera, y entonces sí pudo disfrutar del ambiente del estadio, el jalear de los espectadores que le envolvía como una neblina esponjosa, el llamear de la bandera de su país, su nombre coreado por la muchedumbre ondulante.

Entonces, de repente, a escasos metros de la llegada, su oponente se tropezó y cayó al suelo. Le miró cuando pasó junto a él. El sudor se le agarraba a sus labios áridos. Ralentizó aún más el ritmo y se giró de nuevo. Vio cómo boqueaba como un pez moribundo cuando intentaba levantarse, pero volvió a caer. El corredor cerró los ojos y corrió todo lo rápido que pudo.

viernes, 20 de abril de 2012

Recemos a Charles Dickens

Ayer en el metro escuché al azar una conversación entre unos adolescentes. Uno de ellos comentaba que se había comprado un libro, "Oliver Twist". Por algo que añadió y ahora mismo no recuerdo, deduje que lo había hecho obligado por algún trabajo escolar. Afirmaba que le resultaba extraño leer un libro en papel, "ahora que estaba acostumbrado a hacerlo en el móvil".

No me considero un talibán ni nada parecido. No reniego de las nuevas tecnologías en el ámbito de la lectura. Sé que forman parte de nuestro futuro y, objetivamente, no es difícil encontrarle aspectos bastante positivos.

Lo que me preocupa es que en estos momentos, para uno de nuestros jóvenes, el hecho de coger un libro y abrirlo pueda resulta un suceso tan ajeno.

miércoles, 18 de abril de 2012

El agente Carpio

El agente Carpio se miró en el espejo después de lavarse la cara con unos fuertes manotazos, como si quisiera hacerse desprender el firmamento de pecas que le tutelaba la cara. El agua se le agarraba al vello anaranjado que le iba cubriendo el mentón desde hacía una semana aproximadamente. Se acercó más hacia el espejo y con los dedos índices hizo claudicar los párpados inferiores, y vio cómo unos riuachelillos rojos le rodeaban amenazadoramente las pupilas. Unas sombras malvas le subrayaban los ojos. Llevaba varios días durmiendo poco y mal, despertándose acosado por las pesadillas, justo desde el día en que la vio por primera vez, el día en que introdujo esposada en el coche patrulla, con una delicadeza inverosímil, a Elisa.

Desde entonces, no podía evitar sentir que la frente se le hundía en sudor cuando se sentaba frente a ella, a la mesa de interrogatorios. La voz le temblaba como una tela de araña en día de viento cuando le hacía preguntas con cadencia de autómata. Simulaba anotar las respuestas que ella le daba en su libretita de tapas azules, cuando, en realidad, lo que hacía era escribir una y otra vez el nombre de ella, con distintas grafías, con distintos tamaños. A veces se levantaba y paseaba por aquel cuarto. Caminaba por detrás de la silla de Elisa e inspiraba con fuerza, para intentar atrapar el aroma de su pelo negro. Alguna vez se encontró tentado a apoyar la mano sobre su cabeza y hacerla descender en una suave caricia por su cuello. El día en el que finalmente confesó y le dijo el nombre de la única persona que la había visto cometer el asesinato, el agente Carpio ya sabía lo que tenía que hacer.

miércoles, 11 de abril de 2012

En el bus

Miré el reloj por cuarta vez en los últimos diez minutos y resoplé. Iba a llegar, una vez más, tarde al curro. Bronca asegurada. Resignado, apoyé la cabeza contra la fría ventanilla. Total, una cagada más, qué importaba ya a estas alturas. Tamborileé los dedos sobre el respaldo del asiento de delante y rasqué con la uña un trozo pelado que dejaba asomar una nube anaranjada. Giré los ojos hacia afuera. Insultantemente, las personas que marchaban por la acera se movían con placidez, casi con gozo, pese a la lluvia cabezona que caía. Entonces, la vi. Tuve esa extraña sensación de que su mirada acababa de desprenderse de mi rostro como una melaza pegajosa. Llevaba un impermeable rojo y un bolso tipo bandolera que yo le había regalado dos años atrás. Me dio la impresión de que aceleraba el paso. El alarido de los claxons enrabietados me estaba empezando a cabrear. Me levanté y el periódico que descansaba en mi regazo se deslizó hasta el suelo. Ella se iba alejando. Adivinaba ese nostálgico movimiento rotundo del culo por debajo de su impermeable. Con poca pericia logré abrir la ventanilla y saqué la cabeza. Las gotas de lluvia me picoteaban como pájaros traviesos los dedos enganchados a la goma del borde. Me pareció que ella doblaba la esquina, aunque no podría asegurarlo. El autobús arrancó y comenzó a moverse con unos acelerones tartamudos. Con un golpe seco cerré la ventana y me senté de nuevo. Recogí el periódico del suelo y lo abrí por la página de deportes.

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