martes, 14 de julio de 2015

El silencio del frío


− Nos hemos perdido –dijo Tom tras quitarse la gorra de lana y pasársela por la frente y las mejillas.

Yo venía sospechando que íbamos dando vueltas desde hacía tiempo, me parecía reconocer algunos árboles y algunas piedras que íbamos encontrando por el camino. Quise autoengañarme, afirmándome que, en el fondo, todos las rocas y todas las plantas son muy parecidas entre sí. Me senté sobre una piedra plana y estiré las piernas.


− ¿Qué hacemos ahora? –pregunté, aunque ya sabía lo que iba a responderme.


− No lo sé. De momento, nos vendría bien descansar un poco.


Tom se sentó sobre unas raíces y sacó del bolsillo un mapa bastante deshecho y cuarteado que colocó sobre las piernas, alisándolo con la palma de las manos. Fingió estudiarlo con detenimiento, apoyando el índice en algunos puntos del plano y mirando a un lado y a otro, como queriendo cotejar insensatamente los relieves que aparecían en el papel con algún punto del bosque en el que nos encontrábamos.


− Me parece que estamos por aquí –me dijo mostrándome un punto en el plano que golpeteaba con el dedo.


Saqué del bolsillo un cigarro y lo encendí. Guardé el paquete en un bolsillo del plumas después de expulsar el humo y ver cómo iba inmiscuyéndose entre las ramas esqueléticas del árbol pelado que tenía encima.


− Podemos fumar un cigarro primero y continuar andando después. La casa  no debe estar ya muy lejos.


− ¿No debe estar o no está?


Tom sacó un cigarrillo y la sujetó con sus labios carnosos. Me miró adelantando levemente la cabeza. Le ofrecí fuego en silencio.


− En mi próxima novela meteré una escena como ésta. Dos amigos salen a pasear por el bosque una mañana gélida y terminan extraviándose.


Asentí con la cabeza mientras con el pie empujaba unas hormigas que comenzaban a treparme por la bota. Algunas de ellas se retorcieron pareciendo que encogían de tamaño.


− Vamos –dijo levantándose de las raíces sobre las que se encontraba sentado y sacudiéndose el culo de tierra-. Es por ahí.


Comencé a andar con rapidez y Tom me siguió a un par de pasos detrás de mí. Aceleró hasta colocarse a mi altura y sacó dos latas de cerveza de su mochila, tendiéndome una.


− Podías haberlas sacado antes, cuando estábamos sentados. No sabía que aún te quedaran.


− Hace mucho frío, en movimiento las bebemos mejor.


− No me gusta beber mientras ando.


− ¿Prefieres que nos sentemos?


Continué andando dando grandes tragos a la lata. El gas de la cerveza me trepaba por el interior de las narices, obligándome a contener algunos eructos. Cuando la terminé, la estrujé y la dejé caer al suelo.


− No debiste tirarla, se contamina el bosque.


− Tampoco debiste tirarte tú a Pili.


Seguimos caminando un buen rato. El aire helado me pellizcaba la cara sin afeitar y me consolé pensando que al menos no corría viento. Únicamente se escuchaba el quejido de las hojas secas que triturábamos con nuestras botas. En ese momento me di cuenta de lo silencioso que puede llegar a ser el frío. No existía ningún ruido más allá de nosotros mismos. Tom se detenía de cuando en cuando y sacaba el mapa. Volvía a intentar descifrarlo, entornando los ojos y bisbiseando algo imperceptible con sus labios gordos como salchichas cocidas. Su ceño se agrietaba como si una cuchilla lo estuviera rajando.


− Parece que está oscureciendo.


− No son las seis aún, nos queda tiempo de luz todavía –murmuró él.


 Los rayos de sol se dejaban caer exangües sobre la corteza reseca de los árboles. Al lado de uno de ellos, algo brillaba. Era una lata de cerveza estrujada. Me detuve y me senté en el suelo. Al otro lado del camino se veían alejarse las huellas de pisadas de dos personas. Se sentó a mi lado y sacó su paquete de tabaco. Me levanté después de coger una piedra de tamaño algo mayor que un puño. Ya ni siquiera se escuchaban nuestras pisadas.


− ¿Y cómo termina tu novela, Tom?


Con la mano echó hacia atrás su gorra de lana y levantó la vista mientras me ofrecía un cigarrillo.

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