jueves, 26 de junio de 2014

El botón

Javier había conseguido finalmente aplazar la reunión hasta el siguiente día y decidió volver a casa antes de lo habitual para prepararla allí en lugar de en la oficina, siempre más bulliciosa y propensa a distracciones. Al entrar en la casa, nada más abrir la puerta, sintió en el ambiente un aroma propicio a puchero. Ya tenía hambre, y por un momento sopesó la posibilidad de que Ángela estuviera guisando un cocido, uno de sus platos predilectos. Sin embargo, percibió que el olor provenía de la ventana abierta de su dormitorio, entrometiéndose en todas partes como una niebla invisible. Dejó el maletín del portátil encima de la mesa del comedor y se dirigió hacia su habitación. Ella se encontraba allí, sentada a los pies de la cama, con las manos sobre las rodillas, mirando la punta de sus zapatos de tacón azul, ésos que tan poco apreciaba él, le incomodaba sentirse de menor estatura que su esposa. A su lado descansaban volcadas dos maletas grandes de ruedas y una bolsa de deportes hinchada como un globo deforme. Ángela levantó la cabeza y mantuvo los ojos cerrados unos segundos. Él se acercó a la ventana y la cerró. Cesó súbitamente el sonido de la olla a presión que trepaba como una araña desde los pisos inferiores y se introducía en su habitación. Ella se levantó y se alisó con las dos manos la falda. Miró el reloj.

−No creía que al final lo fueras a hacer–dijo él empujando contra la frente las gafas con el índice.
 
Volvió a interrogar el reloj y puso en pie las dos maletas. Agarró las asas hasta que los nudillos se le empalidecieron. Javier se acercó hacia ella y se sentó en la cama, en el lugar que había ocupado Ángela hacía unos instantes. Las manos de ella se relajaron y se mordió la cara interna de los carrillos. Volvió a sentarse a un metro de donde se había situado él.
 
−Aún tengo más cosas ahí –dijo señalando con la barbilla el armario empotrado.

−Puedes venir cuando te venga bien. Puedo ayudarte, si quieres.

Ángela apoyó los codos sobre las rodillas y se sujetó la cara con las palmas de las manos. Negó con la cabeza. Le miró los zapatos y no le sorprendió ver un cordón desatado. Cerró los ojos y apretó los labios. Javier miró el botón de su camisa situado a la altura de la barriga. Se encontraba suelto, balanceándose temeroso colgado de un hilo. Lo rodeó con los dedos y comenzó a girarlo. Parecía que se iba a caer de un momento a otro, pero aún resistía.

Sonó el timbre del telefonillo de la puerta exterior, un zumbido insistente y machacón que parecía que se solidificaba en el aire del dormitorio. Ella levantó la cabeza y los ojos le resbalaron hasta el reloj. El movimiento rotatorio de los dedos de su marido captó su atención.
 
−¿Quieres que te lo cosa? –dijo estirando los brazos e incorporándose.

Javier asintió con la cabeza y ella se levantó. Se dirigió a la cómoda y abrió un cajón, de donde sacó una bobina. Se dio la vuelta y volvió a mirar la camisa. Él se había puesto en pie y estaba desabrochándola lentamente, con cuidado de no hacer caer definitivamente el botón. Dejó la bobina que había cogido inicialmente y escogió otra. Se sentaron de nuevo sobre la cama y ella comenzó a coserlo. El timbre de la calle volvió a sonar, hasta tres veces, cada llamada más exasperante y hastiada que la anterior, pero ninguno de los dos, de nuevo, hizo ademán de levantarse e ir a abrir.

lunes, 9 de junio de 2014

Boca carmesí



Carmen se agarraba con fuerza a la mano de su padre. Miró su rostro y los músculos de la mandíbula se le esculpían con fiereza sobre la piel. Una vena le recorría la sien como una serpiente jadeante. Se encontraban a unos veinte metros de la casa e incluso a esa distancia el calor era tan abrasador como lo había sido ese mediodía de verano. Las llamas terminaron por reventar las ventanas y agitaban febrilmente sus tentáculos hacia el exterior. Ella estaba jugando en el suelo de su habitación con sus muñecos cuando escuchó los gritos de su madre. Intentó recoger todos sus juguetes, pero su madre la agarró con fuerza del brazo y la arrastró hacia la puerta. Cuando estaban saliendo de la casa se le escapó de las manos Bruno, su payasito de trapo de boca carmesí. Trató de voltear para rescatarlo, pero su madre ya la había sacado fuera de la casa. Desde el corral reventaba el rebuzno rabioso de la mula, que parecía que rasgaba la noche huérfana de estrellas. Algunas gallinas habían conseguido escapar y correteaban alocadamente alrededor de las piernas de los vecinos que habían acudido a observar el incendio con ese sentimiento agridulce de las desgracias ajenas, con ese pálpito de tragedia rumiada desde hacía tiempo.

-Qué hijo de puta –masculló su padre.
 
Ella nunca lo había escuchado hablar así, ni en los peores momentos de las disputas recurrentes con don Dámaso, exacerbadas en los últimos tiempos. Esa palabra malsonante la iba repitiendo una y otra vez, cada vez a un volumen más alto, como una letanía enfervorizada, y al pronunciar las pes una miríada de gotitas de saliva le explotaban en la boca y se encendían de naranja, hasta desaparecer.

-Voy a matarlo. Coge a la niña.
 
Su madre se giró. Unas gruesas gotas se le deslizaban por las mejillas, y Carmen no supo discernir si eran de sudor o lágrimas. No dijo nada, solamente sacudía la cabeza levemente hacia arriba y hacia abajo, con la boca tan apretada que parecía un tajo en una naranja. 

Cogió el hacha de cortar la leña y se dirigió a grandes zancadas a la casa de don Dámaso, ésa que tenía un enorme cocodrilo disecado en el salón. Carmen lo había admirado hacía unas dos años, a través de una de las ventanas que se extendían hasta el suelo, espiando escondida detrás de unos rosales exuberantes. Vio también a su padre, con el sombrero de paja en la mano, girándolo como si fuera un volante, escuchando con la cabeza baja a su patrón, que le decía algo con una copa de vino de color sangre en la mano. Don Dámaso giró la cabeza hacia la ventana y la sorprendió. Carmen agachó rápidamente la cabeza y se ocultó entre las flores, pero no pudo evitar sentir el pinchazo furioso de sus ojos grises, idénticos a los de su madre que incendiaban el fuego que consumía la casa. 

Carmen se imaginó a su Bruno, retorciéndose por unas llamas que le evisceraban sus entrañas de trapo, y pensó si no se estaría arrepintiendo del momento en el que le dijo, moviendo su boquita roja, que encendiera las cerillas.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Comida basura



Teo sale por la puerta trasera del restaurante con dos pesadas bolsas llenas de basura. La luz de una farola tuerta lejana tiñe de un pobre naranja su mandil, donde unas manchas informes de grasa derivan como un archipiélago de costras inmundas. Abre el cubo y echa en su boca insaciable los restos de comida de la jornada. Teo escucha un ruido a escasos metros de donde se encuentra. Es un perro vagabundo. Él no entiende mucho de razas pero lo que sí puede constatar es que se trata de un perro gigantesco. Tiene la cabeza de un caballo. Aunque se encuentra medio escondido detrás de unas cajas de cartón, puede verle unos ojos húmedos y una piel grisácea y cubierta de peladuras. Da un ladridito pequeño, casi inaudible, lastimero, como implorando algo de esa comida que está desechando. Teo duda si darle algo, seguro que está hambriento, se le ve bastante flaco, aunque si el jefe se entera seguro que le cae una buena. Marcos abre la puerta y sale al exterior.

 -Teo, te llaman por teléfono.

 -¿Quién es?

 -Se me ha olvidado.

 Teo resopla y cierra con fuerza el cubo de basura, entrando a grandes zancadas en el interior del restaurante. Marcos se sienta en el bordillo de la puerta y saca un Camel de una cajetilla exhausta.  Interroga con rápidas palmadas varias veces cada uno de sus bolsillos, hasta que por fin extrae un pequeño mechero de color amarillo. Marcos ve que se ha caído de alguna bolsa de basura unos trozos de pollo en pepitoria que servían en el menú de noche. Se mesa su barbilla mal afeitada y da una calada profunda al cigarro. El perro adelanta la cabeza y comienza a olfatear en dirección al alimento que se ofrece lujurioso en el suelo. Macos chasquea la lengua y cierra los ojos.

 -El teléfono estaba colgado-dice Teo al salir de nuevo.

 -Llamaron hacía rato –explica Marcos-. Era mamá. Yo no sabía dónde estabas.

 -¿Pues dónde iba a estar? Aquí fuera, o en la cocina.

 Marcos se encoge de hombros y apaga el cigarrillo con la bota.

 -Ahí hay un perro, está olisqueando la comida –dice Marcos, señalando con el mentón.

 -Joder, Marcos, tienes que cerrar bien las bolsas de basura, se ha caído todo el pollo al suelo.

 -Solamente ha sido un poquito. Y ahora así se lo puede comer el perro.

 -¿Qué quieres? ¿Llenar esto de animales vagabundos? ¿Que nos la monte el señor Roberto? ¿Otra vez por algo que tú haces?

 Marcos baja la cabeza y comienza a aplastar más y más con la punta de su bota la colilla que había arrojado al suelo. Teo se pellizca la parte superior de la nariz cerrando los ojos. Se acerca al trozo de pollo en el suelo y de una patada lo aproxima a donde está el perro. El animal retrocede temeroso unos pasos, aunque poco a poco da unos pasos dubitativos y comienza a devorar la carne.

 -Mira, Marcos, se lo está comiendo –dice Teo sentándose al lado de su hermano-. Parece que le gusta.

 -Debe tener mucha hambre el pobrecito. ¿Le damos más?

 -¿Qué te he dicho antes?

 Teo saca el paquete de tabaco y se mete un cigarro en la boca. Da unos golpes en la parte trasera y saca otro, que ofrece a su hermano.

 -Tienes que tener más cuidado, Marcos. No puedes perder también este trabajo. Aquí no gano tanto para los dos, e imagínate si también me echan a mí.

 -No debió haberse ido Estrella de casa –responde Marcos mirando la colilla destrozada.

 -No debiste pegarla.

 -Y tú no debiste haber hecho eso.

 Teo se aprieta las sienes con los puños y se masajea la frente. Se levanta y se acerca al cubo de basura. Saca de su interior la bolsa en la que a simple vista parece que hay más piezas de pollo. La abre de un tirón fuerte y arroja al suelo el contenido. Se percata de que se ha cortado con alguna lata en la palma de la mano. Parece un tajo generoso. Unas gotas de sangre caen al suelo.

 El perro sale de su escondite y empieza a comer toda la comida caída en el suelo. Es un animal realmente enorme. Levanta la cabeza y se escucha su olfateo como un bufido de tren. Se acerca a las gotas de sangre y comienza a lamerlas con su lengua rosada.

 -Pero, ¿qué haces? –se extraña Marcos-. ¿Y si vienen más animales vagabundos?

 -Este perro es de fiar, creo yo, no se lo dirá a nadie –replica Teo sentándose de nuevo guiñando un ojo a su hermano.

 -Es cierto, yo también lo creo.

 Hay un reguero de gotitas cárdenas hasta la puerta donde se encuentran sentados. El perro enseña los dientes y una mezcla de saliva, comida y sangre se apelmaza en sus bigotes. Un gruñido sale de su garganta y se le desparrama por la boca abierta mientras se acerca a pasos rápidos hacia los dos hermanos.

lunes, 19 de mayo de 2014

Gatos



Al entrar en el vagón Lola localiza un asiento al lado de la ventanilla y se apresura a ocuparlo. Se encuentra muy cansada, lleva todo el día andando, latigueada por el viento frío y le duelen las rodillas. Deja el bolso a un lado y con las dos manos se las masajea con fuerza, con gestos circulares, tal y como vio una vez hacer en un programa de televisión. Ese movimiento le hace sentir más relajada y recuesta la cabeza contra la ventanilla. La nota helada, pero en este momento no le importa lo más mínimo. Afuera, observa edificios indistinguibles que emborronan la tarde, perdiéndose con rapidez.

 Delante suya, al lado de las puertas, está sentada una mujer de unos setenta años con un pañuelo azul que le abraza los cabellos. A sus pies tiene dos bolsas de supermercado que se antojan muy pesadas y un transportín de donde asoma la cabeza inmensa de un gato blanco. Lola distingue en el interior de las bolsas una lechuga, tomates, unos botes de algo que no alcanza a discernir y unas latas de sardinas. El gato, con los ojos semicerrados, se lame goloso la almohadilla de una de sus patas delanteras.

-Latas de sardinas –murmulla el gato blanco después de estirarse trabajosamente en el interior de su transportín-. Se cree que me gustan.

El gato habla arrastrando con pereza las eses, con acento extranjero. Tiene la voz ronca y ojerosa.
 
-En otros tiempos –continua después de aclararse la garganta con un breve carraspeo – me las hubiera comido con gusto. Anda que no pasé hambre en la guerra, cuando malvivía en las ruinas de un edificio hecho migas por las bombas. Devoraba todo lo que se podía agarrar.

-Y las peleas por el alimento –prosigue después de unos instantes, en los que los ojos se le han ensoñecido-. La caza de lagartijas, la muerte de las flores, las uñas que rascaban las piedras.

El tren se detiene en la estación de Coslada, y la señora, asiendo con dificultad las dos bolsas de la compra, se baja del tren.

-¿Qué haces? –grita el gato empujando la reja del transportín con su gruesa cabeza-. No me dejes aquí. Regresa.

Lola ve a la señora a través de la ventanilla avanzar con pasos agotados hacia las escaleras mecánicas, mientras escucha los lamentos del animal.

-¿Qué voy a hacer ahora? –se queja mientras se tumba en la base del transportín- ¿Qué voy a hacer? –y la voz de arena se le va apagando hasta que casi no es más que el ruido de un motor de un coche lejano.

Una voz artificial que proviene de algún altavoz invisible anuncia la llegada a Coslada. Lola se remueve en su asiento, apretando los dientes y frotándose los ojos con el puño. Siente su aliento pastoso, como de naranja agria. Al lado de la puerta, la señora mete un dedo por la rejilla y rasca con la uña la cabeza de su gato blanco, que parece dormido.

En Coslada sube un hombre con un lloroso abrigo gris y un poblado bigote canoso. Se sienta al lado de Lola y coge un periódico arrugado que había en el asiento. El gato abre los ojos y se despereza con dificultad.

-¿Miau, miau? –dice el hombre.

-Miau –responde Lola sin mirarle, encogiendo los hombros y volviendo a apoyar la cabeza en la ventanilla.

-Tengo hambre –susurra el gato después de un descomunal bostezo-. Hay que joderse.

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