lunes, 22 de octubre de 2012

El río


Los pies desnudos de Santiaga la Niña relampagueaban sobre el suelo con furia al ritmo de aquella música. Todos contemplaban embelesados las fulgurantes apariciones de sus tobillos, el cimbreo de su cintura, la seda que cobijaba sus senos, la oscura melena que enredaba el aire. Julián Martínez y Sebastián Romero, sentados en un extremo de la taberna, bebían en silencio y la veían bailar.

Julián Martínez y Sebastián Romero eran amigos desde la niñez. Cuando Florencio Martínez, padre de Julián, fue muerto por los franceses, el joven huérfano se acogió al amparo del siempre venturoso Romero.

Mucho se hablaba sobre ellos, decían que incluso un crimen los había enlazado aún más. De Julián Martínez era admirada su inteligencia: había bautizado a todas sus ovejas y las distinguía unas de otras llamándolas por su nombre; además, había ideado un método para numerar y comprender las estrellas, de modo que mediante una complicada cábala de su invención y estudiando los pies del último recién nacido en el pueblo podía averiguar exactamente el día más propicio para la siembra. Si de Julián Martínez era envidiado su entendimiento, de Sebastián Romero era su suerte. Nunca tuvo una mala cosecha y era temible con los naipes; incluso salió indemne del pavoroso incendio que consumió la iglesia. Altos como robles, fuertes como toros, crápulas y calaveras como el mismo Satanás, así eran los dos amigos, Julián Martínez y Sebastián Romero.

En cuanto a mujeres no se les conocía ningún amorío excepto encuentros bruscos con alguna muchacha bajo los árboles o en los hediondos cuartos del prostíbulo. Sin embargo, en ese momento ninguno de los dos apartaba la vista de Santiaga la Niña.

La gitana seguía bailando, y era como si el sonido de la guitarra soplase sobre sus miembros y los moviera. El sudor hacía refulgir su piel morena y devolvía la precaria luz de la taberna. Cuando cesó el rasgueo se dirigió hacia la barra. Se acodó en ella, de espaldas al local, mientras rendía un vaso de ron. No necesitaba girarse para adivinar que una docena de ojos enturbiados por el alcohol se agolpaban en su falda, entre ellos los de Julián Martínez y Sebastián Romero.

Los dos amigos deseaban la misma mujer, aquella cíngara de terciopelo tostado cuya mirada era un mar en llamas. La amaban en silencio, nunca se habían dicho nada sobre ello, aunque entre ambos no podía existir ningún secreto. La tragedia podía haberse evitado si en ese preciso instante hubieran apurado el vil licor y se hubieran alejado de allí a desbordar aquel proceloso río al lupanar. Se miraron en silencio y sonrieron. No iban a pelear por esa mujer, por ninguna mujer. Romero pidió un par de dados. Sebastián Martínez no objetó: si bien conocía sobradamente la fortuna de su amigo, él sabía la manera de agitar y voltear el cubilete para obtener las cifras que desease.

La Niña acabó su vaso, arrebató al camarero los dados y los llevó ella misma a la mesa de los dos jugadores. Podía tener a cualquier hombre de los que se encontraban allí, a cualquiera, pero los deseaba a ellos, quería que lucharan por ella, por la gitana que nunca había tenido otro amo que su cuerpo, que había vendido el alma al diablo por una belleza inmarcesible.

Julián Martínez agarró el cubilete e introdujo dentro los cubos malditos. Mientras lo sacudía hacia arriba y abajo calculó mentalmente la fuerza y el ángulo exactos con los que debía golpear contra la mesa para conseguir dos seises. Podía sentir el palpitar de la piel de la mujer. Entonces ocurrió lo impensable: una gota de sudor serpeó por su mejilla y se deshizo sobre el cubilete justo cuando éste alcanzaba la tabla. Al mostrar los dados apareció un dos en uno de ellos y un cinco en el otro. El rostro de ella no mostró expresión alguna, ni de agrado ni de pesar; su amigo no pudo esconder una sonrisa. Aprisionó el cubilete con su fuerte diestra y realizó su tirada. Sebastián Romero, que jamás había sido vencido en el juego, que sobrevivió ileso al terrible incendio que acabó con una veintena de personas, por primera vez en su vida perdió: los dados habían escupido una pareja de doses.

A partir de ese momento todo sucedió demasiado rápido. La cordura de Sebastián Romero ardió en el fuego verde de los ojos de la gitana. Aferró la botella de aguardiente y golpeó en la garganta de Julián Martínez. La sangre del muerto injurió la falda de Santiaga la Niña. El infame asesino agarró a la mujer de la cintura y la sacó de la taberna casi en volandas.

Nadie sabe si Sebastián Romero llegó a gozar de ella antes de estrangularla. La encontraron en la orilla del río, tan hermosa como había sido en vida. Minúsculas gotas de agua llovían sobre su mirada de cristal. Nadie volvió a saber de Sebastián Romero, aunque todos aseguran que también se mató. Sin embargo, no lo hice, porque mi inefable crimen no se expía con la muerte silenciosa sino con la vida torturada, pues no hay mayor dolor que el que siento ahora ni más castigo que el que padezco.


domingo, 14 de octubre de 2012

Injusticia histórica


Los dos cristianos, arrebujados en sus túnicas, mostraban la palma de las manos cuarteadas a la hoguera cuando una fuerte ráfaga de viento desparramó toda la leña candente sobre el Palatino.

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