miércoles, 28 de mayo de 2014

Comida basura



Teo sale por la puerta trasera del restaurante con dos pesadas bolsas llenas de basura. La luz de una farola tuerta lejana tiñe de un pobre naranja su mandil, donde unas manchas informes de grasa derivan como un archipiélago de costras inmundas. Abre el cubo y echa en su boca insaciable los restos de comida de la jornada. Teo escucha un ruido a escasos metros de donde se encuentra. Es un perro vagabundo. Él no entiende mucho de razas pero lo que sí puede constatar es que se trata de un perro gigantesco. Tiene la cabeza de un caballo. Aunque se encuentra medio escondido detrás de unas cajas de cartón, puede verle unos ojos húmedos y una piel grisácea y cubierta de peladuras. Da un ladridito pequeño, casi inaudible, lastimero, como implorando algo de esa comida que está desechando. Teo duda si darle algo, seguro que está hambriento, se le ve bastante flaco, aunque si el jefe se entera seguro que le cae una buena. Marcos abre la puerta y sale al exterior.

 -Teo, te llaman por teléfono.

 -¿Quién es?

 -Se me ha olvidado.

 Teo resopla y cierra con fuerza el cubo de basura, entrando a grandes zancadas en el interior del restaurante. Marcos se sienta en el bordillo de la puerta y saca un Camel de una cajetilla exhausta.  Interroga con rápidas palmadas varias veces cada uno de sus bolsillos, hasta que por fin extrae un pequeño mechero de color amarillo. Marcos ve que se ha caído de alguna bolsa de basura unos trozos de pollo en pepitoria que servían en el menú de noche. Se mesa su barbilla mal afeitada y da una calada profunda al cigarro. El perro adelanta la cabeza y comienza a olfatear en dirección al alimento que se ofrece lujurioso en el suelo. Macos chasquea la lengua y cierra los ojos.

 -El teléfono estaba colgado-dice Teo al salir de nuevo.

 -Llamaron hacía rato –explica Marcos-. Era mamá. Yo no sabía dónde estabas.

 -¿Pues dónde iba a estar? Aquí fuera, o en la cocina.

 Marcos se encoge de hombros y apaga el cigarrillo con la bota.

 -Ahí hay un perro, está olisqueando la comida –dice Marcos, señalando con el mentón.

 -Joder, Marcos, tienes que cerrar bien las bolsas de basura, se ha caído todo el pollo al suelo.

 -Solamente ha sido un poquito. Y ahora así se lo puede comer el perro.

 -¿Qué quieres? ¿Llenar esto de animales vagabundos? ¿Que nos la monte el señor Roberto? ¿Otra vez por algo que tú haces?

 Marcos baja la cabeza y comienza a aplastar más y más con la punta de su bota la colilla que había arrojado al suelo. Teo se pellizca la parte superior de la nariz cerrando los ojos. Se acerca al trozo de pollo en el suelo y de una patada lo aproxima a donde está el perro. El animal retrocede temeroso unos pasos, aunque poco a poco da unos pasos dubitativos y comienza a devorar la carne.

 -Mira, Marcos, se lo está comiendo –dice Teo sentándose al lado de su hermano-. Parece que le gusta.

 -Debe tener mucha hambre el pobrecito. ¿Le damos más?

 -¿Qué te he dicho antes?

 Teo saca el paquete de tabaco y se mete un cigarro en la boca. Da unos golpes en la parte trasera y saca otro, que ofrece a su hermano.

 -Tienes que tener más cuidado, Marcos. No puedes perder también este trabajo. Aquí no gano tanto para los dos, e imagínate si también me echan a mí.

 -No debió haberse ido Estrella de casa –responde Marcos mirando la colilla destrozada.

 -No debiste pegarla.

 -Y tú no debiste haber hecho eso.

 Teo se aprieta las sienes con los puños y se masajea la frente. Se levanta y se acerca al cubo de basura. Saca de su interior la bolsa en la que a simple vista parece que hay más piezas de pollo. La abre de un tirón fuerte y arroja al suelo el contenido. Se percata de que se ha cortado con alguna lata en la palma de la mano. Parece un tajo generoso. Unas gotas de sangre caen al suelo.

 El perro sale de su escondite y empieza a comer toda la comida caída en el suelo. Es un animal realmente enorme. Levanta la cabeza y se escucha su olfateo como un bufido de tren. Se acerca a las gotas de sangre y comienza a lamerlas con su lengua rosada.

 -Pero, ¿qué haces? –se extraña Marcos-. ¿Y si vienen más animales vagabundos?

 -Este perro es de fiar, creo yo, no se lo dirá a nadie –replica Teo sentándose de nuevo guiñando un ojo a su hermano.

 -Es cierto, yo también lo creo.

 Hay un reguero de gotitas cárdenas hasta la puerta donde se encuentran sentados. El perro enseña los dientes y una mezcla de saliva, comida y sangre se apelmaza en sus bigotes. Un gruñido sale de su garganta y se le desparrama por la boca abierta mientras se acerca a pasos rápidos hacia los dos hermanos.

lunes, 19 de mayo de 2014

Gatos



Al entrar en el vagón Lola localiza un asiento al lado de la ventanilla y se apresura a ocuparlo. Se encuentra muy cansada, lleva todo el día andando, latigueada por el viento frío y le duelen las rodillas. Deja el bolso a un lado y con las dos manos se las masajea con fuerza, con gestos circulares, tal y como vio una vez hacer en un programa de televisión. Ese movimiento le hace sentir más relajada y recuesta la cabeza contra la ventanilla. La nota helada, pero en este momento no le importa lo más mínimo. Afuera, observa edificios indistinguibles que emborronan la tarde, perdiéndose con rapidez.

 Delante suya, al lado de las puertas, está sentada una mujer de unos setenta años con un pañuelo azul que le abraza los cabellos. A sus pies tiene dos bolsas de supermercado que se antojan muy pesadas y un transportín de donde asoma la cabeza inmensa de un gato blanco. Lola distingue en el interior de las bolsas una lechuga, tomates, unos botes de algo que no alcanza a discernir y unas latas de sardinas. El gato, con los ojos semicerrados, se lame goloso la almohadilla de una de sus patas delanteras.

-Latas de sardinas –murmulla el gato blanco después de estirarse trabajosamente en el interior de su transportín-. Se cree que me gustan.

El gato habla arrastrando con pereza las eses, con acento extranjero. Tiene la voz ronca y ojerosa.
 
-En otros tiempos –continua después de aclararse la garganta con un breve carraspeo – me las hubiera comido con gusto. Anda que no pasé hambre en la guerra, cuando malvivía en las ruinas de un edificio hecho migas por las bombas. Devoraba todo lo que se podía agarrar.

-Y las peleas por el alimento –prosigue después de unos instantes, en los que los ojos se le han ensoñecido-. La caza de lagartijas, la muerte de las flores, las uñas que rascaban las piedras.

El tren se detiene en la estación de Coslada, y la señora, asiendo con dificultad las dos bolsas de la compra, se baja del tren.

-¿Qué haces? –grita el gato empujando la reja del transportín con su gruesa cabeza-. No me dejes aquí. Regresa.

Lola ve a la señora a través de la ventanilla avanzar con pasos agotados hacia las escaleras mecánicas, mientras escucha los lamentos del animal.

-¿Qué voy a hacer ahora? –se queja mientras se tumba en la base del transportín- ¿Qué voy a hacer? –y la voz de arena se le va apagando hasta que casi no es más que el ruido de un motor de un coche lejano.

Una voz artificial que proviene de algún altavoz invisible anuncia la llegada a Coslada. Lola se remueve en su asiento, apretando los dientes y frotándose los ojos con el puño. Siente su aliento pastoso, como de naranja agria. Al lado de la puerta, la señora mete un dedo por la rejilla y rasca con la uña la cabeza de su gato blanco, que parece dormido.

En Coslada sube un hombre con un lloroso abrigo gris y un poblado bigote canoso. Se sienta al lado de Lola y coge un periódico arrugado que había en el asiento. El gato abre los ojos y se despereza con dificultad.

-¿Miau, miau? –dice el hombre.

-Miau –responde Lola sin mirarle, encogiendo los hombros y volviendo a apoyar la cabeza en la ventanilla.

-Tengo hambre –susurra el gato después de un descomunal bostezo-. Hay que joderse.

martes, 6 de mayo de 2014

Silbato


Don Roberto paseaba a largas zancadas en el patio. Llevaba las manos a la espalda, sujetándose con la derecha la izquierda. Rozaba con el pulgar el reloj que le había regalado Mercedes tiempo atrás, tanto, que ya ni se acordaba. Los niños jugaban al fútbol. Habían hecho unas rudimentarias porterías tomando como postes unas mochilas y algunos abrigos. Sus chillidos agudos se entremezclaban con el piar de los pájaros que volaban a menor altura. Don Roberto miró la hora, aún quedaban unos minutos para que finalizara el recreo. Humedeció sus labios y sacó del bolsillo de su camisa el silbato y sopló tres veces y, tomando aire con una bocanada generosa, dio un nuevo pitido más largo que los anteriores, insistente, amenazador. Pablito cogió el balón y se lo colocó debajo del brazo. Avanzaba el primero hacia la fila, marcial, seguido por el resto de niños. Don Roberto se subió a los escalones y comenzó a rezar en voz alta el padrenuestro. Todos los niños le secundaron en la oración. Todos menos Pablito, que, como siempre, se limitaba a abrir la boca ampliamente y mover los labios de forma ostentosa, gesticulando con ellos como si fuera un mimo. Enrique, que se situaba justo detrás de él, no pudo aguantar y se le escapó una risotada, que, velozmente, se contagió al resto de niños, como una olla con agua hirviendo. Don Roberto abrió los ojos y enrojeció al ver aquellos niños doblándose de risa mientras él rezaba el padrenuestro. Sus mejillas parecía que se inflamaban y que iba a empezar a arder. De hecho, así fue, y unas llamas comenzaron a treparle de los mofletes abultados hasta los cabellos, que prendieron rápido, extendiéndose el fuego al resto del cuerpo. Se mantuvo en pie, hasta que no fue más que un monigote carbonizado. Pablito cogió la pelota que aprisionaba con su axila izquierda, la depositó en el suelo, dio dos pasos hacia atrás y chutó con fuerza. El balón impactó contra lo que debió ser la cabeza de don Roberto, y toda la materia ennegrecida se desmoronó sin hacer ruido. Una nubecilla de polvo oscuro se contorneaba alrededor de la montañita de ceniza, todavía humeante. El silbato cayó por la escalera, haciendo un ruido de cloqueo según iba descendiendo por los escalones.

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