Dimitri se desperezó sobre la butaca cuando el tren se detuvo y disfrazó un gruñido con el estridente chirriar de las ruedas del tren regional. Al descender del vagón, le saludó con escasa consideración un cartel sucio con la palabra Sestao, y le extrañó lo diferente que lo leía en ese momento respecto a las pequeñas letras azuladas de los boletos de la quiniela. Ésas eran las únicas veces que había visto escrito anteriormente el nombre de ese pueblo, tan lejano a Coslada. Tres días antes había recibido la llamada de Roberto informándole que le había conseguido unas partidas simultáneas en un pueblo del País Vasco. El capataz le advirtió que fuera esa la última vez que llevaba en el bolsillo el móvil cuando estuviera subido en un andamio de su obra. Por la noche, buscó en un atlas aquella localidad.
Sacó de su cartera un papelito, lo desdobló, y se acercó a la parada de taxis.
- ¿Dónde está el parque de Nafarroa?
El taxista le miró desde el asiento de su coche y diluyó la precaria sonrisa que se le había dibujado al verle acercarse.
- Lejos, lejos –afirmó ayudado por un gesto amplio con la mano izquierda.
- No importa, caminaré.
El taxista le ofreció unas vagas indicaciones y comenzó a andar en la dirección que le había dicho. Hacía un sol agradable. Le golpeaba en la cara y cerró los ojos para agarrarlo mejor con los poros de su rostro lampiño. Sin duda, el frío era lo que menos añoraba de Kiev. Se vio obligado a preguntar a otro par de personas antes de llegar al parque de Nafarroa. En el papelito doblado también había apuntado un nombre, señor Urrieta. Se sentó en el césped a descansar un rato. Notaba que la humedad de la hierba recién amanecida le cosquilleaba las nalgas. Sacó el ajedrez magnético del maletín y apartó la tapa de metacrilato. Las piezas se encontraban colocadas tal y como estaban antes de que Gary Kasparov le diera jaque mate en la final. Se frotó los ojos con el dorso de la mano derecha. No había dormido apenas nada durante el viaje. Se pasó toda la noche con los ojos cerrados, pero no consiguió apresar el sueño, repetía una y otra vez aquella partida, como muchas otras noches, únicamente desfilaba ante sus ojos ese caballo negro que le amenazó su dama. Durante los once años que se habían arrastrado desde aquella partida, aún no había conseguido ver la maniobra envolvente que había ejecutado Kasparov. No podía decir que el campeón hubiera urdido una trampa en la que Dimitri hubiera caído como un zorro en un cepo. Simplemente el caballo se había materializado en una casilla de la cuadrícula blanquinegra en la que con el auxilio del peón del alfil del rey, había perdonado la vida de su reina. Este hecho le sorprendió, pero tres jugadas después se vio abocado a una posición de evidente desventaja que le anunciaba que iba a perder la partida.
Se levantó del suelo y se sacudió el pantalón con la mano para desprender las briznas de hierba que se le habían adherido. Al comenzar a caminar sintió que tenía húmedo el culo. Llegó al centro de la plaza y vio unos bancos contiguos y unas mesas de madera carcomida con unos tableros de ajedrez y un reloj al lado de cada uno de ellos. Se acercó a un hombre vestido con un traje gris y le preguntó si él era el señor Urrieta. El desconocido le palmeó el hombro y se interesó por su viaje. Le presentó a sus ocho contrincantes, cinco hombres y tres mujeres. El brillo de los ojos de una de ellas le recordó a las cabezas de los peones negros. Sacó un paquete de tabaco del bolsillo y encendió un cigarro. Después de expulsar el humo de la tercera calada se aventuró a preguntar a Urrieta por el dinero.
- Pero ya hice la transferencia de los trescientos euros al señor López.
Dimitri afirmó con la cabeza levemente. Roberto aún no le había dado nada y había hablado únicamente de cien euros. En esos momentos lo único que esperaba era que le pagara a más tardar durante el mes siguiente.
Las partidas comenzaron. De los ocho competidores, a cuatro de ellos los fulminó en una docena de movimientos. Para algunos otros, hubo de invertir algunas jugadas más. Pasada una hora, solamente quedaba la mujer de los ojos negros. Se fijó en que no era más que una chiquilla, no estimaba que superara los veintidós años. Un lunar yacía sobre su labio superior. También se fijó en que llevaba un botón de la camisa desabrochado. Se le heló la sangre cuando asimiló la disposición de las piezas: era exactamente igual al mapa del tablero siete jugadas antes de que Kasparov le diera el mate, la misma que tenía en esos momentos su ajedrez magnético. Se preguntó si aquella chica tan joven habría estudiado esa partida y la había reproducido paso a paso, sin él darse cuenta. Tal vez hubiera abierto su camisa para que el vértigo de sus senos le confundiera. Presintió que esa iba a ser la segunda vez que perdiera desde que conquistara el título de Gran Maestro. Cerró los ojos para no ver esa posición diabólica, pero era inútil, parecía como si alguien le hubiera cincelado el tablero de ajedrez en el interior de sus párpados. Abrió los ojos y estuvo tentado de derribar las piezas de un manotazo y estrangular a aquella chica. Pero, de pronto, lo comprendió todo, vio el salto repentino del caballo negro de Kasparov, vio el avance solapado del peón del rey, vio la diagonal tenebrosa del alfil. Descubrió que sacrificando su reina estaría en una situación ventajosa y que en cinco jugadas ganaría la partida. Sonrió y dejó deslizar la última mirada desde los oscuros ojos de la joven hasta el propicio escote. Pisó la colilla casi consumida del cigarro que le abrasaba los labios. Apoyó el índice de la mano derecha sobre la cruz de su rey y lo volcó, haciéndolo pendular sobre la superficie del tablero.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años