El despertador suena a las cinco de la mañana. David, con los ojos aún fruncidos por el sueño, va al cuarto de baño y se asea con un somero lavado. La ducha, para el final de la jornada, justo antes de dormir. Con la pelliza de pana abrochada hasta arriba, casi cerrándole la boca, se dirige hacia el establo. Lleva realizando esas mismas acciones rutinarias más de cuarenta años, siempre con la misma determinación y diligencia. Sin embargo, últimamente sus pasos hacia los animales son más desganados, más arrastrados, como si la hierba le agarrase de los pies. Calienta las manos con el aliento de la boca y, sentándose en una banquetita de madera, comienza a ordeñar las ovejas. Nos enseña el cubo de latón, y vemos que la leche espumosa y humeante apenas ha conseguido manchar el fondo metálico. “Y así con todas”, afirma con seriedad. Desde hace unos meses, los lobos han arruinado la población de ovejas de la comarca, más de quinientas han sido devoradas durante las noches heladas de esa provincia manchega. “No son lobos, son perros asilvestrados”, se apresura a corregirme con la mirada perdida en los montes. David nos cuenta que alguna vez aparece destrozado el cadáver de alguno de estos perros, muerto sin duda en alguna pelea nocturna contra los lobos. De este modo, el enemigo atávico de los ganaderos, protagonista indudable de todos los cuentos que David escuchaba atemorizado de pequeño, se ha convertido en un inesperado aliado, que pelea contra aquel rival advenedizo que le disputa el alimento o que le intenta usurpar el territorio.
De cuando en cuando, con la escopeta bajo el brazo, los lugareños fatigan el monte intentando acabar con alguno de esos enemigos. “Y a veces lo conseguimos, pero otras no”, afirma con una mezcla de complacencia y resignación.
“Ahora estamos jodidos”, comienza David, aunque se detiene con algo de bochorno por haber dicho esa palabra malsonante delante mía. Aún sin levantar la mirada de las manos, continúa: “Las cosas nos van mal. La crisis la padecemos como el resto de los españoles, pero ahora se suma que las ovejas producen menos leche, están estresadas. Además, García Baquero está comprando leche afgana, les sale más barata, dicen. También tenemos más gastos. Continuamente tenemos que estar reponiendo cercas de alambre que esos… (David se detiene) que esas bestias destrozan”.
Salimos a dar un paseo por el bosque. Nos señala continuamente diversos arbustos, ilustrándonos con su nombre y con alguna propiedad medicinal que atesoran. Hoy es domingo, día de caza. Esporádicamente se escuchan en la lejanía algunos disparos que reverberan por el monte hasta que se extinguen, y unos remotos ladridos de perros que provocan un estremecimiento en David. De vuelta a la casa, Adela, la mujer de David, nos está esperando con una botella de Valdepeñas y unos tacos de queso. “Éste es nuestro, lo hicimos aquí hace unos seis meses”, nos dice con orgullo mal disimulado. Evidentemente, comparar el sabor de ese queso elaborado con las propias manos de esa familia ganadera con cualquiera de los que García Baquero nos ofrece en el supermercado, sería como asemejar el Himalaya a Gredos.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años