- La puta congestión –se lamentó Juan mientras se sonaba ruidosamente la nariz con un trozo de papel higiénico-. No creo que pueda acompañarte hoy.
Isabel, terminando de pintarse los ojos, le miró a través del espejo y le preguntó si tan mal se encontraba, que le encantaría que fuera con ella.
- Si no hubiera perdido el móvil, te llamaría después, para ver cómo te encuentras.
Cuando ella cerró la puerta y el sonido de sus tacones se disolvía en el silencio
del pasillo, Juan se dirigió al baño y se lavó los ojos con agua fría. Su mirada excesivamente encarnada le hizo sospechar que era probable que se hubiera propasado con la cantidad de pimienta negra que había esnifado. Fue a su cuarto y comenzó a abrir los cajones de su mujer. Por un momento sintió algo parecido a ternura cuando vio toda su ropa interior perfectamente planchada y colocada. Para no claudicar ante esa mezcla de piedad y rosas que comenzaba a conquistarle, hundió los brazos en el cajón y extrajo todo como si estuviera paleando en barro. El suelo del cuarto se salpicó de un arco iris delirante de bragas, tangas y sujetadores. Uno a uno los cogió y se los fue acercando a la cara, interrogándolos por algún olor extraño en ellos. Alguno se humedeció del moquillo que no le cesaba de fluir desde la nariz. Con avaricia de pordiosero, tanteó el fondo de los cajones. Notó que la uña del dedo índice se le aserraba contra la madera. Desde hacía dos años, un detective la seguía a todas partes y le pormenorizaba todas sus actividades fuera de la casa. Hasta en cuatro ocasiones se vio obligado a contratar otros investigadores, que él estimaba más minuciosos a juzgar por la minuta cada vez más elevada que le cobraban. Rastreó los bolsillos de sus chaquetas, y únicamente halló un ticket de Carrefour, donde había comprado yogures, queso, una bandeja de pechugas de pollo y la pizza congelada que habían cenado el sábado anterior Con el auxilio de una calculadora computó el cambio devuelto.
Prendió un cigarro mientras encendía el móvil de Isabel. Comparaba los números grabados de los contactos que tenía con los almacenados es su propio teléfono. Lo volvió a ocultar entre los cojines del sofá y se frotó enérgicamente la cara con las dos manos. Se dirigió hacia el baño, donde vertió el contenido de los botes de gel y champú. Una serpiente multicolor reptaba lenta y silenciosamente hasta ahogarse por el sumidero del baño.
Cuando se dirigía al salón, sonó el teléfono de mesa. Isabel le dijo que llamaba desde una cabina y que si estaba mejor. Cuando colgó, apresuró sus pasos hacia el salón. Abrió las carátulas de todos los cedés y estudió con insania las letras de las canciones, intentando descifrar su orden de colocación. Empezó a recordar cuándo le regaló todos y cada uno de ellos. Se abanicó con todos los libros de la estantería y revisó el fondo de cada plato y vaso.
Juan recogió los trozos de papel higiénico arrugados que minaban el suelo, los llevó al baño y los arrojó a la taza. Dejó caer una cerilla encendida. El papel se retorcía y se subrayaba de óvalos oscuros que se expandían, y ese olor agudo se le clavaba en el fondo de la nariz. Isabel lo engañaba.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años