Lo único que Amina no pudo repartir entre los otros niños vecinos de la aldea fue la camiseta que siempre lucía antes que los bombardeos acabasen con él. Hubiera cifrado ese gesto como la mayor injuria que podría haber hecho a la memoria de su hijo. Recordaba aquel día en que, después de ayudar a descargar unas cajas con alimentos y medicinas, un cooperante español le regaló aquella camiseta con un siete en la espalda. La obligaba a tenerla siempre de un blanco esplendoroso, sobre todo los domingos al atardecer, cuando el sol comenzaba a languidecer y jugaban un partido de fútbol. Ni siquiera se había atrevido en ese momento a lavarla y eliminar todas las manchas de sangre.