El día siguiente era
el último de colegio. Ricardo había
logrado convencer a su madre de que ningún niño de clase llevaba ya pantalones
cortos, que eso eran cosas de los más pequeños. Aquella noche volvió a casa más
tarde de lo acostumbrado: había estado jugando una partida al Monopoly con
Rubén que se había estirado más de la cuenta. Cuando llegó su madre estaba
sentada ya a la mesa. Apenas le habló durante la cena y Ricardo notó que los guisantes estaban algo
fríos, pero no se quejó. Antes de dormirse, escuchó una lluvia pertinaz golpear
contra los cristales de la ventana. Cuando su madre lo despertó para ir al
colegio, ya le tenía preparada la ropa: un polo rojo y los pantalones cortos
azul marino. Ricardo salió de casa dando un portazo y gritó que su padre le
hubiera dejado llevar la ropa que le hubiera dado la gana. En el cielo el sol
lucía, aunque un profundo olor a humedad le rodeaba. Ese último día de escuela se
mantuvo apartado de todos detrás del patio de recreo y ni siquiera se atrevió a
hablar con Susana. Volvió a casa caminando despacio, mostrando sus dos piernas
blancas y gruesas, y con la mano sujetaba el boletín de notas con unas buenas
calificaciones. Al pasar por la era donde solían jugar al fútbol, vio cómo el
sol reverberaba los charcos. Corrió hacia uno de ellos, el mayor de todos, y
saltó y saltó encima de él, ensuciando la tarjeta de sus notas y sus piernas
desnudas.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años