Los pies
desnudos de Santiaga la Niña relampagueaban sobre el suelo con furia al ritmo
de aquella música. Todos contemplaban embelesados las fulgurantes apariciones
de sus tobillos, el cimbreo de su cintura, la seda que cobijaba sus senos, la
oscura melena que enredaba el aire. Julián Martínez y Sebastián Romero,
sentados en un extremo de la taberna, bebían en silencio y la veían bailar.
Julián Martínez y Sebastián Romero
eran amigos desde la niñez. Cuando Florencio Martínez, padre de Julián, fue muerto
por los franceses, el joven huérfano se acogió al amparo del siempre venturoso
Romero.
Mucho se hablaba sobre ellos, decían
que incluso un crimen los había enlazado aún más. De Julián Martínez era
admirada su inteligencia: había bautizado a todas sus ovejas y las distinguía
unas de otras llamándolas por su nombre; además, había ideado un método para
numerar y comprender las estrellas, de modo que mediante una complicada cábala
de su invención y estudiando los pies del último recién nacido en el pueblo
podía averiguar exactamente el día más propicio para la siembra. Si de Julián
Martínez era envidiado su entendimiento, de Sebastián Romero era su suerte.
Nunca tuvo una mala cosecha y era temible con los naipes; incluso salió indemne
del pavoroso incendio que consumió la iglesia. Altos como robles, fuertes como
toros, crápulas y calaveras como el mismo Satanás, así eran los dos amigos,
Julián Martínez y Sebastián Romero.
En cuanto a mujeres no se les
conocía ningún amorío excepto encuentros bruscos con alguna muchacha bajo los
árboles o en los hediondos cuartos del prostíbulo. Sin embargo, en ese momento
ninguno de los dos apartaba la vista de Santiaga la Niña.
La gitana seguía bailando, y era
como si el sonido de la guitarra soplase sobre sus miembros y los moviera. El
sudor hacía refulgir su piel morena y devolvía la precaria luz de la taberna.
Cuando cesó el rasgueo se dirigió hacia la barra. Se acodó en ella, de espaldas
al local, mientras rendía un vaso de ron. No necesitaba girarse para adivinar que
una docena de ojos enturbiados por el alcohol se agolpaban en su falda, entre
ellos los de Julián Martínez y Sebastián Romero.
Los dos amigos deseaban la misma
mujer, aquella cíngara de terciopelo tostado cuya mirada era un mar en llamas.
La amaban en silencio, nunca se habían dicho nada sobre ello, aunque entre
ambos no podía existir ningún secreto. La tragedia podía haberse evitado si en
ese preciso instante hubieran apurado el vil licor y se hubieran alejado de
allí a desbordar aquel proceloso río al lupanar. Se miraron en silencio y
sonrieron. No iban a pelear por esa mujer, por ninguna mujer. Romero pidió un
par de dados. Sebastián Martínez no objetó: si bien conocía sobradamente la
fortuna de su amigo, él sabía la manera de agitar y voltear el cubilete para
obtener las cifras que desease.
La Niña acabó su vaso, arrebató al
camarero los dados y los llevó ella misma a la mesa de los dos jugadores. Podía
tener a cualquier hombre de los que se encontraban allí, a cualquiera, pero los
deseaba a ellos, quería que lucharan por ella, por la gitana que nunca había
tenido otro amo que su cuerpo, que había vendido el alma al diablo por una
belleza inmarcesible.
Julián Martínez agarró el cubilete e
introdujo dentro los cubos malditos. Mientras lo sacudía hacia arriba y abajo
calculó mentalmente la fuerza y el ángulo exactos con los que debía golpear
contra la mesa para conseguir dos seises. Podía sentir el palpitar de la piel
de la mujer. Entonces ocurrió lo impensable: una gota de sudor serpeó por su
mejilla y se deshizo sobre el cubilete justo cuando éste alcanzaba la tabla. Al
mostrar los dados apareció un dos en uno de ellos y un cinco en el otro. El
rostro de ella no mostró expresión alguna, ni de agrado ni de pesar; su amigo
no pudo esconder una sonrisa. Aprisionó el cubilete con su fuerte diestra y
realizó su tirada. Sebastián Romero, que jamás había sido vencido en el juego,
que sobrevivió ileso al terrible incendio que acabó con una veintena de
personas, por primera vez en su vida perdió: los dados habían escupido una
pareja de doses.
A partir de ese momento todo sucedió demasiado rápido. La cordura
de Sebastián Romero ardió en el fuego verde de los ojos de la gitana. Aferró la
botella de aguardiente y golpeó en la garganta de Julián Martínez. La sangre del
muerto injurió la falda de Santiaga la Niña. El infame asesino agarró a la
mujer de la cintura y la sacó de la taberna casi en volandas.
Nadie sabe si Sebastián Romero llegó
a gozar de ella antes de estrangularla. La encontraron en la orilla del río, tan
hermosa como había sido en vida. Minúsculas gotas de agua llovían sobre su
mirada de cristal. Nadie volvió a saber de Sebastián Romero, aunque todos
aseguran que también se mató. Sin embargo, no lo hice, porque mi inefable
crimen no se expía con la muerte silenciosa sino con la vida torturada, pues no
hay mayor dolor que el que siento ahora ni más castigo que el que padezco.