miércoles, 6 de febrero de 2013

Sonata


Aquella brisa que se acababa de levantar resultaba insoportable. Era un aire seco, caliente, que dificultaba la respiración. Además, traía consigo briznas de arena que arrastraba de la obra de al lado. Yo andaba pensando en la boda de Pedro; era la semana siguiente y ni tan siquiera había pensado qué le iba a regalar. ¿Una lámpara de pie? De todas formas, Luisa no era una mujer que me gustase demasiado, la veía demasiado artificial y pretenciosa. ¿Una lámpara? Empecé a escuchar unos cánticos y me fijé en que provenían de la iglesia de San Juan. Era una iglesia muy pequeña, casi una capilla. Miré al reloj y vi que eran las siete y cinco, la misa acababa de comenzar. Hacía ya tiempo que no entraba en una iglesia, había tenido en los últimos años muchos desencantos que me habían hecho perder un poco la fe en todo. Pero ese sol me martilleaba con su pegajoso calor y no pude resistirme a entrar para intentar desembarazarme de los mosquitos y de ese maldito bochorno. Al entrar, busqué con la vista los ventiladores y hacia dónde refrescaban, pero esos sitios me estaban ya vedados por otros cuerpos. La disposición de los bancos de ese pequeño templo siempre me había llamado la atención: había una fila central, frente al altar, con unos diez bancos, y luego, en los flancos de la iglesia, había otros cuatro bancos paralelos a las paredes, mirando hacia el cura. Resignado a no conseguir un sitio al que alcanzase el ventilador en su eterno paseo, me acomodé en la esquina izquierda de un banco más o menos central. Al sentarme, sentí un escalofrío debido a la humedad que rezumaba de mi espalda. En esos momentos había un hombre calvo leyendo una de las impenitentes cartas de San Pablo a los nosequenses. A mí me gustaba mucho más Pilar para Pedro, siempre pensé que hacían buena pareja. Pero, bueno, él sabrá lo que hace. Un reloj de pared tampoco quedaría mal, seguro que mucho mejor que la lámpara.
            La iglesia estaba bastante concurrida, miles de seres sin expresión, sin rostro, oraban con una sola voz. Pero allí se encontraba ella. La vi en uno de los paseos que hicieron mis ojos explorando toda aquella fauna. ¡Cómo no verla, si brotaba como una flor entre aquel ejército de grotescos escarabajos de alas blancas y negras, si emergía como un diáfano iceberg entre ese mar de estiércol! Estaba en la primera fila de esos bancos que se encontraban a mi izquierda. Tenía un palco privilegiado para admirar a aquella venus morena que salía de las aguas de mi deseo prohibido. De aquella masa informe salió un sonido gutural que llamaba por su nombre a mi niña: “amor”. Su boca se abrió, dejando asomar un pequeño animal húmedo encerrado en una cueva de marfil. ¡Qué no daría yo por entrar a rescatar a ese animalillo rosado, juguetón, raspando mi lengua contra aquellas blancas estalactitas y estalagmitas, rejas de su tesoro! Sus labios se cerraron juntándose en una línea ondulada, en posición de eterno beso, para luego abrirse con una pequeña explosión, de la que se despidió la música de su voz. “Amén”, dijo ella, y su jaula de cristal volvió a cerrarse. Tenía la certeza de que jamás la había visto antes. No podía haberla olvidado de haber sido así. ¿Cuántos años podía tener?, ¿quince?, ¿dieciséis? No más, pero nunca había visto un ser que despidiera tanta belleza, una belleza pura e inmaculada.
            Ella se sentó, acompañándola toda esa cohorte de jorobados que la rodeaba. Yo me senté también mientras observaba cómo se cruzaban esos dos tallos de flor, con la delicadeza con que cae al suelo una pluma. Llevaba una falda de vuelo por las rodillas, por lo que al sentarse asomaron tímidamente parte de sus piernas, suaves y blancas como un jardín nevado. Podía olerla desde donde me encontraba. Sí, podía distinguirla de ese hedor que despedían sus guardianes. Olía a una mezcla de fresas y  sudor caliente, que yo querría recoger en mi cáliz para beberlo con ansia, y quedar todavía más sediento, sin conseguir apagar ese fuego que sentía en mi interior, ardiente brasa que me consumía. Olía a miel y a chicle, a hojas verdes y agua, a sol y a luna. Yo respiraba todos esos olores, que bajaban a mis pulmones, inundando mi cuerpo y naufragando en mi cerebro. Sus brazos eran de terciopelo, como su cabello, como toda ella. Tenía a su lado un bolso negro de grandes dimensiones, cofre de sus secretos. De él sacó un abanico blanco que extendió y comenzó a darse aire. Mariposa de sueño, mueve tus alas blancas y refresca el aire que este volcán que llevo dentro se encarga de caldear. Huye de esta lava viscosa que avanza hacia ti, por favor. Pequeño demonio, despójate de tu disfraz de ángel, mueve tus alas blancas y escapa, antes de que este viejo mono salte sobre ti.
            Volvió a levantarse, pero yo permanecí sentado, sin poder apartar los ojos de ella. Ahí estaban sus senos, pequeños, cita obligada para mis linternas febriles y agotadas. ¡Dios! ¡Cómo me recordaba a la Venus de Boticcelli, con su mirada lánguida y su desnudez aséptica! ¡Cómo me gustaría sembrar con mis besos sus pechos, agua que apaga  mi sed, pero que reavivaría mis brasas nunca extinguidas! Por debajo de su camisa resplandecían con un brillo áureo, como dos cálices repletos del vino más dulce, del que yo querría emborracharme hasta caer muerto. Podía ver al monstruo que había detrás de ella mirarla con lujuria. ¡Atrás, reptil! Aparta tus ojos de dragón de la nuca de mi Lolita. No ensucies la blancura de su piel con tus miradas contaminadas por el deseo feroz.
            Y ella me miró. Fue unos instantes, sólo unos pocos siglos; nuestras miradas se cruzaron, nuestros ojos conectaron entre sí. Pude ver sus ojos de cervatillo, negros como el fondo de mi alma, negros como sus cabellos, levemente rizados, ondulados como mi razón cuando la miraba. Todos se postraron ante ella, todos se postraron ante mi princesa; yo también me arrodillé, y recé. Rogué a Dios que aquel demonio fuera mío; vendí mi alma a Satán para poseer ese ángel. Al sonido de una campanilla me levanté, y ella seguía allí, hermosa como una estatua griega. Era como un día de primavera, como una noche de verano; brisa y fuego; arena y mar. Envidiaba aquel crucifijo que abrazaba su cuello y se sumergía en la calidez de sus senos, en contacto con su corazón. Yo también quería ser crucificado, quería ser mártir y morir en la cruz, ser envuelto en la blanquísima Sábana Santa de sus pechos, para resucitar al tercer día al contacto de su piel palpitante, de su calor.
            Los fieles empezaron a marchar para tomar la comunión. Ella también salió de su palacio y avanzó hacia el altar. Crucé mi banco para ir en filas distintas, para no morir. Andaba erguida, majestuosa, como una diosa del Olimpo. Llegó al lugar donde estaba el cura, y abrió sus pétalos levemente rosados, surgiendo la cabecita de un bello gusano que yo podría convertir en mariposa realizando la metamorfosis en mi boca. El sacerdote colocó la oblea en su lengua y ésta volvió a su cubil. Cuánto hubiera deseado ser yo el consagrado en la hostia, que su lengua me abrazara y me apretara contra sus húmedos dientes, que su saliva, néctar divino, se mezclara con todo mi ser, disolviéndome; descender por su cuello cristalino; pasar al lado de su corazón y permanecer allí, en silencio, escuchando sus latidos; seguir bajando hasta llegar a su vientre, liso y pulido, y alojarme en el interior de su sexo, túnel que arrastra hasta el cielo, donde me quedaría por el resto de los siglos, guardando su pureza, al igual que el fantasma de un pirata protege sus tesoros.
            El sacerdote me ofreció la Sagrada Forma, que tragué rápidamente, y me dirigí a la salida. Quería verla de cerca. El cura dio su bendición y esos malditos piojos se pusieron en medio de mi niña, impidiéndome mirarla, aunque no consiguieron evitar que viera cómo se santiguaba, igual que una hoja agitada por el viento. Y comenzó a acercarse. Llevaba los ojos bajos, ostras con la concha semicerrada custodiando sus dos perlas de ébano. Ahora pude apreciar qué bella era. Árbol de ramaje negro y tronco delgado y níveo, moteado por unos caprichosos lunares que yo, oruga hambrienta, anhelaba con toda mi alma devorar. Levantó los ojos, pasando su luz suavemente por mi rostro, siguiendo por delante de mí, oliendo a deseo. Cuando quise seguirla el terremoto humano me lo impidió, separándonos, y vi como se alejaba su cabellera. Salí buscándola, pero ya no estaba. Un coche se alejaba, y comencé a olfatear como un perro sarnoso, pero no percibía su aroma. No estaba. ¿Iría en aquella carroza mi Cenicienta, que ya no era más que un punto, un rumor? Me volví despacio hacia casa. ¿Cuántos brazos tendría esa Laguna Estigia que debía recorrer para encontrar de nuevo a mi Eurídice?
            Igual que cuando la vi tuve la certeza de que no me había encontrado con ella antes, en ese momento estaba seguro de que no la iba a ver más. Solamente me miró una vez. Solamente una. Pero entonces adiviné que esa niña podía haberme amado. Ahora sólo me queda languidecer de amor como la ninfa Eco, quedando únicamente mi voz para alabar su perfección divina, su belleza sublime e irreal.

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