Rosa se había aficionado a
comprar la fruta en el mercado de Antón Martín. Le gustaba sobre todo el puesto
de Andrei. En realidad, le gustaba Andrei. Le encantaba la forma con la que con
su acento eslavo cerrado pronunciaba la palabra melocotones. En ocasiones, y era irrelevante la temporada, si era
invierno, verano o primavera, Rosa preguntaba de manera veloz "¿Tienes melocotones, Andrei?". El
frutero arrugaba su ceño sobre sus ojos azules como el cielo ruso y respondía
"No, no, no melocotones".
Rosa, antes de ir a la frutería, paseaba por el marcado
arrastrando de manera parsimoniosa su
carrito, mientras las ruedas traqueteaban sobre las baldosas húmedas de la gran
nave, como si fuera un pequeño tren que parecía que se aproximaba pero que
nunca llegaba. Le gustaba pasar al lado de las pescaderías y sentir cómo ese
olor intenso le violentaba la nariz, y el frío que rebosaba ese hielo machacado
le abrazaba, y soñaba entonces que estaba en la gélida estepa siberiana y su
ruso se deslizaba por su cabellera negra y la cobijaba para protegerla y se
calentaban mutuamente con su pasión. Rosa sospechaba que Andrei, allá en su
lejano hogar, había sido leñador. Le delataban sus brazos fuertes como vigas de
madera, la espalda ancha como un roble y una barba clara y lampiña que le
suavizaba la cara y le protegían del viento afilado sus mejillas sonrosadas
como las de los ángeles.
Al llegar al puesto de Andrei, Rosa se detenía y
comenzaba a mirar toda esa fruta lujuriosa que el ruso había colocado
primorosamente con las primeras luces del día, los pomelos redondos y jugosos,
las manzanas ácidas que estallaban bajos las luces de neón del puesto, las
medias sandías sangrantes aliviadas de su mutilación por un plástico aséptico,
y los melocotones, los melocotones suaves y dulces, con una pelusilla que era
igual a la que, suponía ella, debía recubrir las nalgas de Andrei. Le gustaba
coger los melocotones de la cesta y frotarse la cara con ellos, primero
despacio, como una caricia, y luego con firmeza y de manera rotunda. Gozaba al
sentir el picorcillo que le permanecía en la mejilla y se aguantaba con pausado
ímpetu las ganas de rascarse. Andrei, cuando la veía hacer eso, lanzaba sus
manos poderosas y agarraba la fruta. Sus ojos azules se le incendiaban con un
fulgor que rivalizaba con el brillo de las mandarinas y comenzaba a susurrar
palabras en su idioma exótico, a las que Rosa invariablemente asociaba a
términos amorosos que solamente un hombre hirviente venido de tierras heladas
sería capaz de musitar.
Un día, cuando Rosa se acariciaba con uno de los
melocotones, el más hermoso de todos los que contenía la cesta, justo el que
estaba en el centro, Andrei alargó la mano y Rosa la apresó entre sus dedos. Cerrando
los ojos paseó la mano del frutero por su mejilla, y entendió que ninguna fruta
podría poseer aquella voluptuosidad. El ruso gritó en su lengua extranjera
mientras todos los melocotones rodaban por el suelo. Rosa sólo entendió las dos
últimas palabras, dos palabras escupidas y arrastradas del más crudo y
tabernario castellano:"Puta vieja".