miércoles, 10 de abril de 2013

Tarta de calabaza


De nuevo, después de mucho tiempo, Guillermo volvía al OK Café. Vio cómo entraba ella primero, y decidió aguardar y observar su caminar, siempre le había gustado su manera de hacerlo, moviendo las caderas con rapidez. Como un espía de una mala película, se asomó a través de la gran cristalera que desnudaba sin pudor el local. Vio cómo se quitaba el abrigo y lo colocaba con cuidado en el respaldo de una silla. Era de un color impreciso entre azul y verde, un poco ancho y con amplias solapas, y desde la situación en la que se encontraba no le pareció de buena calidad. Clara le pasó la mano por el hombro y pellizcó un hilo, que dejó caer al suelo con un movimiento de amasado de sus dedos.

Al salir de su casa, Guillermo dudó si regresar y coger las gafas de sol. Era un día muy luminoso, el primero de ese año que recién estaba empezando. Le dio pereza vover a subir los tres pisos, así que desechó esa idea y emprendió el camino. Pasó de largo de donde tenía aparcado el coche, prefería ir en autobús, no le apetecía demasiado conducir, no había dormido demasiado a causa de la llamada telefónica, y, además no le venía bien gastar tanto dinero en gasolina. Al descender del autobús miró su reloj. Faltaban aún veinte minutos para la hora a la que se había citado con ella, y el OK Café no se encontraba a más de diez minutos desde donde estaba. No quería llegar con antelación. Decidió dar un paseo, hacía una temperatura perfecta. Encendió un cigarro y comenzó a caminar sin un rumbo definido, pero teniendo cuidado para tampoco alejarse demasiado. Se entretuvo mirando en el escaparate de una tienda de electrodomésticos varios modelos de televisores. En el suyo habían comenzado a aparecer arbitariamente unas manchas difusas de color grisáceo en las esquinas, y en ocasiones el sonido se amortiguaba como si surgiera a través de la boca de un embudo. Un partido de fútbol se repetía incansablemente en todas aquellas pantallas. Le gustó una de esas televisiones y se agachó para mirar el precio que marcaba una etiqueta que descansaba en la base. Le pareció un poco cara, pero tampoco prohibitiva. Levantó la vista para mirar el nombre del establecimiento y la calle en la que se ubicaba. Seguro que en esa televisión podría ver bastante bien los deportes, se aseguró. Miró de nuevo la hora y estimó que ya podía ir hasta el café.

Cuando entró, Clara giró la cabeza hacia la puerta y se pasó la mano por sus cabellos de color castaño, recogidos en una cola de caballo. Guillermo sonrió y ella se levantó. Se dieron dos besos y la mano indecisa de Guillermo se quedó a medio camino entre el brazo de Clara y su cintura. Se percató de que no reconocía esa colonia, aunque debía ser más débil de las que usaba anteriormente, no le enmascaraba el olor a tabaco.

Encendió un cigarro cuando colgó el teléfono. Dobló la almohada en dos y se recostó sobre ella mientras seguía fumando. La mano que no sujetaba el cigarrilo mantenía sujeto el teléfono, hasta que lo apoyó sobre el embozo de las sábanas. Miró la hora con los ojos aún prendidos de sueño y se sorprendio al constatar que no eran más que las nueve menos cuarto de la mañana. Apagó el cigarro, volvió a desdoblar la almohada y se giró para intentar volver a apresar el sueño, aunque sabía perfectamente que ya no iba a volver a dormirse. En la ducha, el agua fría terminó de despegarle del adormilamiento, y en ese momento recordó, extrañado, que hacía unas pocas noches había soñado con ella. Le resultó curioso, ya que hacía un par de meses al menos que no le sucedía. Al subir la persiana se encontró con unos tejados húmedos y un arco iris tenue que imperaba en el cielo azul. El sol comenzaba a lamer tímidamente el alfeizar de la ventana.

- ¿Qué vas a tomar? - fue lo primero que ella dijo cuando sentaron.

Un camarero rubio con el pelo cortado a cepillo se acercó a ellos y sacó del bolsillo de su camisa una libretita negra.

- Yo quiero un café con leche y una tarta de calabaza - pidió él.
- Para mí también un café con leche. Estoy a dieta - aclaró en voz baja después de que el camarero apuntara las órdenes con un lapicero diminuto y se dirigiera hacia la barra.
- Y yo - mintió Guillermo-. Pero hoy es domingo.

El local apenas había cambiado desde la última vez que había estado allí, hacía al menos tres años, con ella. La primera vez, Clara había pedido una tarta de calabaza. Él no la había probado nunca, ni siquiera era capaz de imaginar que pudiera hacerse un dulce con algo tan extraño como una calabaza. Ella cogió su cuchara, rebañó la punta del pastel, la zona que más le gustaba a él, y se la ofreció. Desde luego, estaba deliciosa, los ojos se le abrieron con admiración. Habían cambiado la disposición de las mesas, pero la estructura básica era la misma, incluso permanecía ese gran espejo en la pared desde el cual Guillermo se veía reflejado en la mesa junto a Clara. En ese momento pensó que hacía bastante tiempo que había desterrado la posibilidad de hallarse en esa situación otra vez.

El camarero llegó portando en una bandeja redonda brillante las bebidas y la tarta. Clara abrió un sobre de sacarina y lo vertió en el interior de su taza. Cogió la cucharilla y empezó a girarla en el café con con leche, y con la otra mano, rascaba con la uña un arañazo que cruzaba la mesa de madera. Guillermo se recostó sobre la silla y volvió a ver su imagen duplicada del espejo. Cogió la cuchara y partió un pedazo de la parte redondeada de la tarta.

- Qué rica que está -alabó mientras aplastaba el pastel contra el paladar con la lengua.

Clara asintió débilmente con la cabeza y añadió:

- Y, ¿qué tal te va? ¿Te va bien? - repitió.

Guillermo comió otro pedazo, se rebañó los labios con la lengua y contestó:

- Bueno, lo cierto es que me han echado del trabajo, me acaban de despedir.

Ella detuvo el movimiento que estaba haciendo de llevarse la taza a los labios, y mantuvo esa posición intermedia un instante, como dudando si beber un trago o devolver la taza al plato. Optó por esto último, pero dio antes un pequeño sorbo.

- No se te ve preocupado -tildó mirándole a los ojos.
- Ahora estoy cobrando el paro.
- Te darían una buena indemnización.
- No tanta, y tenía unas deudas que pagar -ella bajó los ojos-. Pero si me administro bien puedo aguantar un tiempo, hasta que encuentre algo. Además, ya sabes que no me gustaba el taller.

Guillermo miró a la terraza, en esos momentos le apetecía terriblemente fumarse un cigarro.

- ¿Por qué me llamaste? -preguntó de repente
- No sé -respondió ella encogiéndose de hombros-. Me apetecía. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos ni hablábamos.
- Me pareció raro, además, un domingo, tan temprano.
- Bueno, siento haberte despertado -replicó ella mientras giraba con rapidez la cucharilla en la taza.

Clara llevaba un jersey rojo que le moldeaba los pechos. Guillermo la observaba mientras daba un trago a su taza. El vapor del café se le entrometió entre los agujeros de la nariz.

- Podíamos haber ido a la terraza -opinó él señalando con la mano izquierda el gran ventanal-. Hoy hace un buen día, y se puede fumar.
- Yo tengo un poco frío. Además, ya no fumo.

Clara le preguntó por Santi y Victoria. Le respondió que por lo poco que sabía de ellos no les iba mal, aunque tampoco los veía tan a menudo. Hablaron de otros amigos comunes y de antiguas historias pasadas con ellos, como aquella vez que a Gabriela le tocó un cuarto premio de la lotería de Navidad y lo festejó pinchando un barril de cerveza en aquel bar que solían frecuentar. La tarde iba depositándose disimuladamente sobre la ciudad, como un manto gris. Ninguno de ellos mencionó a Merche.

Guillermo tocó por encima del pantalón el bulto de su paquete de tabaco. Lo apretó y pudo notar cómo se le clavaban las esquinas en la palma de la mano. Clara dio un sorbo a su café y se le subrayaron los labios con la espuma de la leche. Pasó la lengua para retirar ese cerco viscoso mientras miraba la hora en su teléfono móvil.

- ¿Seguro que no quieres? -dijo él ofreciéndole un trozo de tarta con su cuchara-. De verdad que está muy buena.

Clara lo miró y asintió brevemente con la cabeza. Cogió la cucharilla de café y cortó la punta de la tarta. Se la metió en la boca y la saboreó despacio con un movimiento de vaivén de su mandíbula.

- ¿Vas a querer tomar algo más? -preguntó ella mientras buscaba con la mirada algún camarero.

Vino el chico que les había servido y con ayuda de su lapicerito realizó con rapidez la suma de las consumiciones en su libreta y les indicó la cantidad a abonar. Ella abrió su bolsó y metió dentro su teléfono, aunque antes le echó una nueva ojeada. Guillermo expulsó con fuerza el aire con la nariz y se incorporó ligeramente, sacando la cartera del bolsillo trasero del pantalón, de la que extrajo un billete de veinte euros que depositó con cuidado encima del plato con la cuenta. Clara miró cómo volvía a reintegrar la cartera en el bolsillo.

Al llegar a la puerta de la cafetería, Guillermo se apartó para dejarla pasar primero. Ella dijo un gracias casi inaudible. En ese momento se dio cuenta de que llevaba unos zapatos bajos sin tacón de color marrón un tanto arañados.

- ¿Vas para el metro? -preguntó él.
- Creo que cogeré un taxi.

Se besaron en la mejilla prometiéndose que se verían otro día. Guillermo se metió las manos en los bolsillos de la cazadora y fue caminando a paso ágil hasta la parada de autobús. Mientras esperaba miró la hora y calculó cuándo aproximadamente podría estar ya en su casa. Se encontraba cansado y al día siguiente tenía que madrugar para ir a trabajar al taller.

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