Ya se olía el pescado muerto cuando iba acercándome al bar.
Allí fuera, en la puerta, decenas de cajas reventadas vertían su interior
pútrido al suelo. Los ríos de sangre araban la acera aprovechando la pendiente
que caía con suavidad. Me pregunté que dónde se detendrían, si tropezarían
contra la pared azulada de la casa de Remigio o si por el contrario se
mezclarían con el mar. Subí la camiseta hasta la nariz para soportar el hedor y
recorrí por fuera el bar. A través de la ventana sucia podía a ver a Rodas y
Julius jugando en una mesa redonda a las cartas. Como siempre, el montón de
fichas del negro era superior al de Rodas. Acodado en la barra, acompañado por
una botella de aguardiente infame, Lázaro miraba con el ceño fruncido el escote
de Maggie mientras ella, mordiéndose el labio hasta emblanquecerlo, le servía
otra copa. Sorteando las cajas despanzurradas de la puerta, resolví entrar,
pero no pude evitar pisar la cabeza de un róbalo, que se aplastó con un sonido
pegajoso contra la bota injuríandola de una sangre espesa. El olor a tabaco
negro y sudor rancio se entremezclaban con la descomposición de los peces
muertos del exterior.
- ¿Has visto lo que han hecho? -me preguntó Maggie a la vez
que limpiaba con una bayeta amarilla un vaso-. Lo han tirado todo ahí fuera.
Todo.
Me senté en
un taburete, al lado de Lázaro, que con los ojos pastosos me miraba de soslayo.
Le pedí a la camarera un vaso y una botella de ron.
- Eso es maldad, maldad pura -farfullaba ella mientras pasaba
un trapo maloliente por la barra y dejaba allí una botella de licor
transparente ya mediada y un vaso con los bordes mellados.
- Han sido los del puerto, los vi esta mañana con el camión
lleno de esas cajas -informó Julius mientras barajaba los naipes con el estilo
de un croupier de un buque del Misisipi.
Rendí la
copa de un trago y la llené de nuevo. El licor trasegaba mi garganta como
granos de arena sobre una hoja de papel.
- Dicen que ha sido por culpa de tu marido -dije ahogando mis
palabras en el hueco del vaso, aunque Maggie simuló no haberme escuchado y
apartó la cortina de macarrones, dejando en el ambiente un tintineo sordo.
- ¿Juegas una partida, Macario? -me ofreció Julius.
- Sigue repartiendo, hijo de puta. En esta mesa no entra ni
sale ni Dios -gritó Rodas mientras daba un fuerte golpe con la palma de la mano
sobre la mesa.
La papada
del negro comenzó a temblar mecida por una carcajada sorda mientras apresaba el
cigarro entre los dientes.
Me llené el
vaso y me aproximé a la puerta. El sol asfixiaba como una mortaja ceñida a
martillazos, y aún no era ni mediodía. Entorné los ojos. Las escamas de los
peces brillaban como diamantes puros. A lo lejos se veían tres hilos de humo
negro que se iban diluyendo perezosos mientras ascendían. Uno de ellos parecía
provenir de la hacienda de don Ernesto.
- La cosa se va a poner peor -dije mientras volvía a mi
taburete.
Maggie
estaba de nuevo tras la barra, no la había escuchado regresar. La camisa se le
abrazaba lujuriosa a los pechos y un botón resistía por no escapar. Saqué mi
bolsita de tabaco y la dejé encima de la mesa. Opté por terminar el vaso antes
de comenzar a liar el cigarrillo.
- ¿Te hago uno? -le
ofrecía mientras lamía el papel y lo enrollaba.
Alargó
la mano y lo sacó de mi boca, encendiéndolo con las cerillas que tenía
colocadas al lado de las botellas de whisky. Sus dedos rozaron mis labios. Apagó el fósforo con un soplido y lo arrojó al suelo.
- Dicen que fue culpa de tu marido -repetí al terminar de preparar un nuevo cigarrillo para mí y expulsar el humo de la primera calada.
- ¿De éste? -dijo furiosa mientras retiraba la botella de
aguardiente y la guardaba en el interior de la barra-. Éste no vale ni para
eso.
Lázaro se
volvió y me miró de frente por primera vez. Le temblaba la barbilla.
- No tenéis ni idea de lo que soy capaz de hacer -dijo
bajándose vacilante de su taburete y dirgiéndose hacia la puerta.
Por el
camino tropezó con una silla y la volcó al suelo. Dudó si levantarla, pero
continuó su camino y salió del bar.
- Deberíais haber recogido los pescados -dijo Rodas sonriente
mientras atraía hacia sí las fichas que había en en centro de la mesa.
Se escucharon a lo lejos unos disparos. Maggie dio un pequeño respingo, y su inspiración se detuvo apenas un segundo. Me sirvió sin mirarme otra copa de ron mientras sus senos se le relajaban.