La anciana no sabía qué era ese
extraño aparato que le estaba mostrando su hija. Entró en su casa una tarde
soleada con un bolso enorme y de su interior sacó un radiocasete. Aurelia hizo
como si fuera algo cotidiano en su vida o como si no se hubiera dado cuenta.
Ofreció a Cándida un vaso de leche caliente con dos cucharadas de azúcar y se
sentó secándose las manos en el mandil.
− -
Escucha
esto, presta atención –advirtió su hija y pulsó un botón.
− - ¿Sabes
qué es esto? –le preguntó señalando con la cabeza el radiocasete con una
especie de sonrisa condescendiente.
− - No
me había atrevido a enseñarte esto antes. Pocos días después de grabarlo papá
se murió. Había tenido guardada la cinta desde entonces. Hasta la había
olvidado.
Aurelia volvió a mirar ese
extraño aparato. Cándida giró una rueda en la parte superior y la voz de
Higinio se escuchó más fuerte.
− -
Yo
le preguntaba cosas, tonterías la mayoría, para animarlo a hablar. Él no sabía
que lo estaba grabando. No llegó a oírlo nunca.
−
- -
Siempre
fue de pocas palabras.
− -
Pero
ese día habló mucho. Cuando os llamaba por teléfono él apenas decía cuatro
cosas. Pero ese día, estaba muy comunicativo.
Aurelia sonrió y sacó un
pañuelo beis arrugado de la manga. Se sonó la nariz sin fuerza y se secó los
ojos. La voz de Higinio se roturó en una tos seca, continuada.
Cándida pulsó un botón y el silencio volvió a adueñarse de la casa.
−
- -
Si
quieres, puedo dejarte el aparato y la cinta, y podrás escucharlo las veces que
quieras.
L La madre osciló la cabeza
sin apartar la vista del radiocasete.
−
-
Es
muy fácil de manejar. Con este botón lo paras, con éste vas hacia atrás, y con
este otro lo pones de nuevo –explicó Cándida-. Pero cuidado con darle a este
rojo, lo borrarías.
−
-
¡No,
mamá! ¿Por qué?
−
- Esto
no me hace falta para acordarme de mi marido, con esa tos de muerte, atrapado
en esta jaula de palabras que me has traído hoy. Aún tengo su sombrero en la
percha, el armario con su ropa y otras muchas cosas en los cajones de la
cómoda, que huelen a vivo.
Cándida volvió a meter el
radiocasete en el bolso donde lo había traído. La noche había ido deslizándose
en el cuarto, difuminando sus rostros.
- ¿Me pones otro vaso de
leche, mamá? También caliente, pero con menos azúcar –dijo
Cándida después de
tragar saliva con dificultad