Te recuerdo como aquella muchacha de ojos negros que llegó despacio, sigilosa, sin hacer ruido, igual que un vilano agitado por el viento. Y sin embargo, te recuerdo corriendo, no sé si huyendo hacia tu mundo, una tierra cubierta de un dorado mantel de hojas de sauce desde donde has señalado mi destino, marcándolo nítidamente. Ha nacido en mí el sentimiento del explorador, quien, hachazo tras hachazo, entre la maleza ha trazado su camino. He intentado trepar justo al sur de esa roca donde alzaste con cuarzo y esmeraldas un helado palacio para tu soledad, al que siempre contemplo con una mezcla de temor y deseo.
Nunca me recuerdo transcribiéndote versos de Neruda, sino los de aquel poeta callejero que una vez me buscó en el interior de un bar y me vendió su poema por una moneda, y en cuanto lo leí supe que algún día habría de encontrarte y que mi torpe voz llegaría a acariciarte con su música.
Te recuerdo entregándome las semillas del árbol de los recuerdos que tú plantaste en mi jardín, enterrando los cadáveres de esas rosas ya marchitas. Nos echábamos bajo su sombra y me bastaba con cerrar los ojos para imaginar que me convertía en el agua de un lavabo y que me perdía por su sumidero, y únicamente ansiaba que esas aguas desembocaran en tu playa cuando yo muriese. Y abría los ojos y te hallaba a mi lado, adorable, quién sabe si dormida, tal vez soñando que eras una nube cuya lluvia alimentaba nuestro árbol.
Recuerdo cuando llegaste, justo cuando pensaba que los problemas del mundo y los enigmas de la existencia se desentrañaban con un vaso de ron. Juntos obligamos a que la vida depusiera su insufrible vocación de niña caprichosa. Lo que yo nunca te dije fue que logré amarrar el destino y retorcerlo, y una vez domado me confesó que todo ese oro derretido que había vertido sobre mi corazón no era más que para fabricarte una corona. Pensando en lo que me había insinuado comprendí que no era una simple estratagema para conservar su vida, sino que realmente era cierto, y entonces pude abrir la mano y liberarlo con un soplo, pues sabía que giraría en torno a ti como una polilla alrededor del flexo que alumbra estas líneas.
Todas las noches me acuesto contigo y no hay mañana que no despierte a tu lado, y me digo que la Revolución puede esperar un día más y que no va a ocurrir nada si hoy no se descubre una cura para el cáncer, y descubro que el motor que me incita a abrir los ojos es el sentirte tan cerca mía, y rezo ardientemente para adquirir las fuerzas necesarias que me permitan agitar tu hombro y hacer que sea yo también tu última visión del día que muere y la primera del que nace.
Te recuerdo cuando me hiciste descubrir que Flaubert y Stendhal eran unos farsantes, que el amor no se pare sino que un día llaman a tu puerta y al abrir allí está, agazapado en un rincón del portal. Me enseñaste que el amor no es una cerilla sino que es la chimenea que caldea tibiamente el hogar. Contigo aprendí también que el amor no es una cuestión de semántica y que se puede descubrir mientras te estás lavando los dientes por las mañanas. No me hizo falta gritar e invocar al trueno para enamorarme de ti, y no agarré ninguna honda para abatir al halcón; solamente me bastó con respirar. Aunque hay cosas que nunca cambian, y es que vuelvo a ser el títere de algún duendecillo que juega a desquiciarme y que me obliga a atarme a la cama.
Y ahora, descansando bajo el árbol de los recuerdos, cierro los ojos, porque sé que en cualquier momento sentiré tus labios sobre los míos y te abandonarás a mí.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años
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