Hoy es ocho de marzo de 2.012, hoy cumplo ocho años, y mi abuelo se está muriendo. No sé muy bien qué es lo que tiene, mis padres no han querido decirme nada, pero yo noto que algo sucede, algo en la forma en la que mi papá me acaricia la cabeza.
Hace una media hora que terminó mi fiesta de cumpleaños. Aún tengo pegada en el cielo de la boca una pasta formada por gusanitos a medio masticar que acaricio con la lengua sin llegar a desprenderla del todo. He visto a mamá llorar mientras llenaba los vasos de Fanta, pero no le he preguntado nada.
Ahora estoy en mi habitación, sentado en el suelo, con Miguel, al que todavía no han venido sus padres a buscarlo. Enfrente nuestro, sobre la alfombra verde, hay un sobre grande color naranja, con los bordes agrietados. Hemos vaciado sobre el suelo su contenido. Son fotos que ya he visto antes un montón de veces, pero me apetece volver a verlas en este momento, y, sobre todo, enseñárselas a mi amigo. En una de ellas está mi abuelo, con pantalón corto, las manos indolentes en los bolsillos y un sombrero como los que aparecen en las películas de exploradores por África. Yo le preguntaba si había matado muchos moros en la guerra, y él, dando una calada a su cigarrillo mal liado, me respondía que no, que qué le habían hecho a él los moros, pero que sí que había comido carne de camello y que era detestable. Yo no sabía si sentirme decepcionado por ello o no. Tal vez sí, porque a Miguel sí que le fantaseo que mi abuelo había acabado con muchos moros.
También hay una fotografía con mi abuela, ella con un vestido de flores y las manos detrás, muy delgada como siempre lo fue y con el pelo moreno recogido en una cola de caballo. Él llevaba un traje claro con una corbata con el nudo descolgado, con una mirada entre ilusionada e inquieta. Cojo del montón esparcido por el suelo una fotografía al azar y la miro con detenimiento y se la muestro a Miguel. En ella aparece mi abuelo con unos amigos suyos, él es el más alto de todos, con un cigarrillo agarrado a la comisura de los labios, que parece que se le va a desprender. Van andando por la calle, y mi abuelo es el único que mira a la cámara. Los otros parecen charlar entre sí o miran al suelo con displicencia.
Le enseño la foto de mi bautizo. Mi madre está de luto, no sé quién habría muerto en la familia, creo que mi abuela, y me sostiene mientras don Basilio me echa el agua bendita por la cabeza. Miguel se ríe, por el gesto arrugado de mi nariz en un llanto que se adivina estruendoso. Al fondo mi abuelo, con la cabeza ya pelada y la boina negra entre las manos, agarrándola como si fuera un volante y estuviera conduciendo un vehículo imaginario. No se distingue si está mirando a la cámara también o al pequeño bulto que gimotea en la pila del altar.
Una de mis favoritas, aunque ésa prefiero guardármela para mí, es la fotografía de su boda. Mi abuela, vestida de blanco, está cogida del brazo de su futuro marido, o tal vez ya sean esposos, lo desconozco. Ella sonríe y apoya su cabeza en el hombro de mi abuelo. Él tiene la boca cerrada, con el mismo gesto con el que vuelvo a verlo en todas las fotos, incómodo por ser captado y apresado en un instante de tiempo. Inquieto y a medias resignado por saber que tal vez, pasado un tiempo, lo único que quedará de él serán unos rectángulos de papel cada vez más amarillentos y deteriorados, en los que se resumirá su vida, y atemorizado por la posibilidad de que algo certifique no haber podido hacer más durante el breve período que le fue asignado, por no haber impedido la muerte de su esposa, por no haberla hecho más feliz, por no haber reído más.