Había empezado a trabajar allí hacía ya más de treinta años, con más de diez mil películas había alimentado las fauces de aquella máquina siempre hambrienta de rollos.
Se levantó del taburete y lo acercó justo hasta el cañón del foco. Su cigarro chisporroteó, atrapando por unos instantes el sonido pertinaz de los rodillos. Recordaba cuando, al principio de entrar a trabajar en el cine aquel ruido se le asemejaba al ronroneo de un gran gato. Dio una calada honda y expulsó el humo en dirección a la luz de la película. Siguió y siguió haciéndolo hasta que una nube casi sólida se conformó delante del foco. Y entonces, sólo entonces, logró aquello que siempre le sumía en la más completa felicidad. De repente, la película comenzó a proyectarse en la masa de humo que acababa de crear. Audrey Hepburn se agitaba con languidez en el humo de su cigarro. Alfredo la vio con un vestido negro y el pelo recogido. Sus manos se deshilachaban y volvían a reunirse en una danza sensual. Alfredo se percató de que ella llevaba también un cigarro incrustado en una larga boquilla. Audrey se llevó aquella mano incorpórea a los labios y chupó de su pipa. Entonces, Alfredo vio cómo de los labios surgía un humo tenue que se abrazaba al de su cigarrillo. Se entrelazaban y se volvían a soltar, como dos amantes caprichosos. Alfredo emitió un quejido cuando la brasa mordió sus dedos. Soltó el cigarro al suelo y con la punta de sus botas lo apagó. Todavía alcanzó a ver cómo Audrey Hepburn se desvanecía poco a poco, cayendo una lágrima de humo de sus grandes y brumosos ojos.