lunes, 6 de agosto de 2012

Humo

Cuando Alfredo terminó de colocar las bobinas, apagó la luz de su pequeño cuartillo y se sentó en el taburete. Sacó del bolsillo de su camisa de cuadros un paquete arrugado de Fortuna. Exploró con la avaricia de un oso hormiguero en su interior y extrajo un cigarrillo doblado, con la apariencia de una rosa marchita. Lo alisó suavemente con los dedos índice y pulgar, enderezándolo, en un gesto que no por repetido dejaba de antojársele masturbatorio. Encendió su pitillo con una calada fuerte, y un doble grifo de humo salió de las ventanas de su nariz. Don Ricardo no le permitía fumar en la sala de proyección, pero, como él siempre se decía, para la mierda que le paga bien podría dejarle uno de sus pocos vicios. El único, junto con el cine.

Había empezado a trabajar allí hacía ya más de treinta años, con más de diez mil películas había alimentado las fauces de aquella máquina siempre hambrienta de rollos.

Se levantó del taburete y lo acercó justo hasta el cañón del foco. Su cigarro chisporroteó, atrapando por unos instantes el sonido pertinaz de los rodillos. Recordaba cuando, al principio de entrar a trabajar en el cine aquel ruido se le asemejaba al ronroneo de un gran gato. Dio una calada honda y expulsó el humo en dirección a la luz de la película. Siguió y siguió haciéndolo hasta que una nube casi sólida se conformó delante del foco. Y entonces, sólo entonces, logró aquello que siempre le sumía en la más completa felicidad. De repente, la película comenzó a proyectarse en la masa de humo que acababa de crear. Audrey Hepburn se agitaba con languidez en el humo de su cigarro. Alfredo la vio con un vestido negro y el pelo recogido. Sus manos se deshilachaban y volvían a reunirse en una danza sensual. Alfredo se percató de que ella llevaba también un cigarro incrustado en una larga boquilla. Audrey se llevó aquella mano incorpórea a los labios y chupó de su pipa. Entonces, Alfredo vio cómo de los labios surgía un humo tenue que se abrazaba al de su cigarrillo. Se entrelazaban y se volvían a soltar, como dos amantes caprichosos. Alfredo emitió un quejido cuando la brasa mordió sus dedos. Soltó el cigarro al suelo y con la punta de sus botas lo apagó. Todavía alcanzó a ver cómo Audrey Hepburn se desvanecía poco a poco, cayendo una lágrima de humo de sus grandes y brumosos ojos.

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