miércoles, 14 de noviembre de 2012

Llego tarde


Cuando abrí los ojos, lo primero que me sorprendió fue ver en el techo un ventilador en el que sus aspas giraban lenta pero concienzudamente. Tenía la ropa puesta, unos pantalones vaqueros y una camisa con diminutos cuadros rojos y negros a medio abrochar, dejando escapar los vellos del pecho. Me resultó raro llevar esas prendas puestas ya que, descontando que en días de calor suelo dormir desnudo, esa ropa no me pertenecía. Giré la cabeza a la izquierda y vi el resto de la cama vacía, con las sábanas arrugadas y un tanto sucias. Al otro lado, sobre la mesita de noche se extenuaba un cenicero atosigado de colillas y un reloj despertador que con dificultad anunciaba que eran las tres y diez. Supuse que serían las tres de la tarde y no las tres de la mañana, ya que por la persiana mal cerrada la habitación se veía invadida por los rayos de un sol que prometía ser castigador. Todo lo que veía me parecía sumamente extraño, pues no reconocía ninguno de los objetos de esa habitación. Una lámpara en el techo encerrada por una especie de farolillo chino de color anaranjado, un póster con una foto grande de Marilyn que lanzaba un beso rúbeo desde la pared, una estantería de cuatro baldas repleta de deuvedés. No tenía ni idea de dónde me encontraba. Por un instante, pensé que la noche anterior, propiciado por las innumeradas copas que había bebido, me había conducido a la casa de alguna chica. Lamenté no recordar eso con precisión. Un ambientador colocado sobre las peículas bufó desde su atalaya y un olor dulce y picante se instaló sobre la cama. Me incorporé y trastabillé un poco cuando comencé a andar. Me dolía terriblemente la cabeza. Di por imposible localizar unas zapatillas en ese desconocido dormitorio y salí de la habitación. Frente a mí, me tropecé con un pasillo en donde bostezaban dos puertas semiabiertas, en lugar del abismo de una escalera que conducía a la planta de abajo que hubiera debido encontrar si estuviera en mi casa. Quería ir al baño, pero desconocía dónde se ubicaba. Asomé la cabeza por la primera puerta y me alegré al ver que se trataba del servicio. Antes de orinar, abrí el grifo y me abofeteé con agua fría. Me froté la cara con energía con la palma de las manos. Al levantar la cabeza me miré al espejo que había sobre  el lavabo. Me aterroricé al ver que el hombre que tenía frente a mí, con unos ojos de un violento azul, no era yo. En la cabeza se había reproducido con promiscuidad un pelo alborotado y rizado de color castaño. Un pequeño aro plateado anillaba el lóbulo derecho de la oreja. Una nariz puntiaguda sojuzgaba la totalidad del rostro. No sabía qué hacer ni cómo reaccionar ante ese descubrimiento. La urgencia por mear me concedió una mínima tregua. Regresé al dormitorio mientras iba extinguiéndose el sonido de la cisterna hasta que sucumbió en un siseo agotado. Sobre la mesita de noche había una cartera. La abrí y me encontré con un par de billetes de veinte euros y diversos papeles. Extraje el DNI y lo contemplé durante unos segundos. Luis Jesús Monsalve Dorado. No supe si debía sentirme aliviado al ver mi nombre escrito en ese documento, con todos los datos exactos acerca de nacionalidad y fecha de nacimiento, ya que en la esquina inferior derecha, con ese aspecto patibulario de las fotos de carné, el rostro que me miraba fijamente no era el mío, sino la de aquel hombre que me había observado momentos antes desde el espejo del baño. Intenté recordar cosas sobre mí mismo, y de repente, lo único que me venía a la mente es que había quedado esa tarde. Me desconcerté pensando que tal vez, no estaba seguro, Cayetano no fuera amigo mío sino de aquel extraño individuo en el que parecía haberme convertido. Solamente sabía que llegaba tarde.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

La partida de ajedrez (Finalista del XXII Concurso de Cuentos "Cuentos de La Granja")


Cuando Joaquín entró en el "Buenos Aires", Tomás se encontraba estudiando el tablero de ajedrez, desplazando fichas, rectificando movimientos, y al verlo acercarse, volcó las piezas. Joaquín se quitó su impermeable mojado y lo colocó escrupulosamente sobre una silla con cuidado de que no cayera al suelo. Una gota de lluvia le correteaba por la mejilla hasta que finalmente se perdió por el mentón. Silencio en la casa, el eco de sus pisadas, lágrimas que correteaban por la mejilla hasta que finalmente se perdían por el mentón. Tomás ordenó a Eduardo dos cafés solos, uno muy cargado. Los dos se sentaron y colocaron sin ninguna prisa las piezas sobre las casillas correspondientes. Joaquín ofreció las blancas a su amigo.

La partida comenzó como siempre que Tomás jugaba con blancas, con la apertura española. En ocasiones, Joaquín se preguntaba por qué Tomás no agotaba algo más el repertorio de salidas. Mientras una mujer de treinta y cuatro años, una mujer con un abrigo azul, una mujer de cabellos tan oscuros que parecían, una mujer con un diente de oro, Cárol, Cárol de voz tan grave, Carolina González de Urrieta, Cárol del lunar en el interior del muslo, Cárol tan estéril se instalaba en la casa de su hermana, Joaquín empujaba el peón de la torre una posición hacia delante. Había estado a punto de llamar a Tomás para decirle que ese viernes no iría a jugar, pero decidió que no había motivo para suspender la partida; todos los viernes por la tarde jugaban al ajedrez y ese viernes ese viernes no tenía por qué ser una excepción. Llevaba varias horas de ese viernes repitiéndoselo, no había porqué cambiar la rutina: jugar la partida, volver a casa, cenar, ver la tele y acostarse, acostarse en la cama sin Cárol, sin oír su tibia respiración, sin oír sus leves balbuceos del sueño, acostarse en silencio. Pero no había razón para dejar de jugar ese viernes 22 de abril de 2003 . Ese viernes 22 de abril de 2003 no era muy distinto al día anterior y al otro y al otro y al otro. No era muy distinto. La cosa había pasado, habíaidopasandopocoapoco, discurriendo como el agua de un río, era una cosa esperable y esperada, a él no le había pillado de sorpresa, tal vez es mejor así, sí, quizás sea lo mejor para los dos. No hubo lágrimas ni voces fuera de tono. Tan solo un silencio y un beso. Ella no tuvo que decirle nada. Ella lo estaba aguardando, las maletas hechas, sentada frente a la puerta. Abrió y allí estaba, esperándole, con dos maletas y un bolso pequeño. Eran las dieciséis horas y trece minutos y cincuenta y ocho segundos de ese viernes 22 de abril de 2003 cuando entró en la casa y ella se levantaba y un caballo saltaba por encima de un peón. La cosa estaba clara: había que adelantar el alfil para proteger al indefenso caballo, aunque no obstante, podría atacar con el peón del rey y amenazar el caballo enemigo. Tomás le ofreció un cigarrillo. Mientras lo encendía se decidió por defender su propio caballo.

La lluvia crepitaba cada vez con más fuerza en el exterior. Un aroma cálido a humedad se había instalado lentamente en la cafetería. Se veía a Tomás dudar, no sabía si hacer un intercambio de caballos o plantar el pie en el centro del tablero. Eduardo llegó con los cafés humeantes, los cafés humeantes que hacía Cárol después de la cena, con dos de azúcar y soplo y sorbo, rozando apenas con la yema de los dedos la superficie suave pero abrasadora de la loza. Ocho años de cafés, ocho años de noches de amor disueltas en el líquido amargo, ocho años de noches esperando que a la mañana siguiente un papel se coloreara. La cafetera se la regalaron unos tíos de Cárol para la boda, para el día en que juraron amarse para siempre y que juraron educar a sus hijos en la religión católica. Los ojos rojos. Lo he pensado y creo que lo mejor es irme. Lo había pensado y creía que lo mejor era irse.                     ¿Estás segura?. Movimiento de cabeza.                      Abajo está el coche, ¿te llevo a algún sitio? No, gracias, voy a llamar un taxi. Iba a llamar un taxi, perfecto. Me voy a casa de mi hermana, si quieres algo allí estoy, pero el caballo descansaba ya fuera del tablero, espectador de la partida, primera víctima de la batalla. El alfil negro clamó venganza y embistió contra el équido, vigilando a uno y otro lado por si surgía alguna emboscada. Las piezas negras iban avanzando. El rey blanco, arrebujado contra su torre, observaba con miedo el discurrir de la contienda. Pero cerca de él estaba su dama, la dama blanca, que daría gozosa la última gota de sangre por su cónyuge.

Tomás encendió un nuevo cigarrillo, la partida se le estaba poniendo complicada. Llevaba seis semanas sin perder, pero ésta estaba difícil. Una torre negra se había liberado y comenzaba a causar alarma. Era preciso adelantar la reina para ir sembrando inquietud en las filas enemigas.

El tablero se iba despejando poco a poco de fichas. A un lado y a otro de la cuadrícula reposaban los restos de los guerreros muertos en el combate. Al comienzo, rey y reina se encontraban juntos, estaban rodeados de pequeños asideros a los que aferrarse, con la felicidad que otorga la ignorancia. Pronto, el resto de las piezas iban paulatinamente desapareciendo, el enemigo acechaba, la dama se alejaba, y el rey estaba rencoroso porque su reina estaba seca, que por eso se alejaba. El rey necesitaba despertarse, necesitaba sentir algo caliente en su interior y pidió a Eduardo un vodka.

Tomás le miró con extrañeza, casi nunca bebía, y absolutamente nunca lo había visto mientras jugaba al ajedrez. Eduardo recogió los cafés y sirvió a Joaquín su vodka. Le costó cierto trabajo el primer trago, pero el segundo fue mucho más suave, pasó fluido por la garganta, incluso con ternura, pensó Joaquín. Llamó al camarero y le pidió otro vodka y otro para la señorita, guárdate el  dinero que te invito yo. ¿Sabes que tienes un aire a Ava Gardner?,  sí, no te rías a mí me lo parece. No bebas tan rápido que te va a sentar mal. Oye me gustaría que me dieras tu teléfono, estupendo, aquí tengo un papel, dime. Ca-ro-li-na, cuarenta y dos,  catorce, treinta. Encendió un cigarrillo mientras observaba la cruz absurda del rey. Estaba esperando el movimiento de Tomás.

Empezaba a oscurecer pero la lluvia no amainaba. Se encontraba satisfecho, había conseguido arrinconar al rey y la reina de Tomás en una esquina, el uno sobre el otro. Cada vez había menos fichas en el tablero, a Joaquín no le quedaba ya ningún pequeño peón, los había perdido tan rápido que pensó si los había tenido alguna vez.

Tomás sentía una cierta humedad en la frente. Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se limpió el sudor. Yo estoy sudando, ¿tú no tienes carol?. Joaquín levantó la vista y vio que llevaba su familiar abrigo azul y las botas negras que le había regalado. Incongruentemente, recordó el día en que se torció el tobillo haciendo marcha en el servicio militar. Se preguntó que qué diablos sería lo que llevara en las dos maletas. Me voy a casa de mi hermana, si quieres algo allí estoy.                     Un beso en la mejilla. Adiós. La  puerta se cerró y oyó el eco de las pisadas de Cárol que se alejaban, que se perdían. La noche anterior a ese ese ese viernes la había oído llorar en la cama. Él se hizo el dormido. No habían discutido, hacía mucho tiempo que no lo hacían, pero ella lloraba. Joaquín se había sentido en cierto modo reconfortado porque lo que menos podía soportar de todo era ese silencio absoluto durante las noches, sin ningún llanto que lo despertase, y la dama tenía la culpa, la dama, la dama saturnina. Quedaba un único peón blanco, pequeño y reluciente; detrás de él, una torre blanca. La dama, la reina sin peón, el rey negro, atrás, al fondo del tablero. La reina atacó fieramente sobre el peoncito, derribándolo, sacándolo del blanco y negro con furia. De repente, la torre blanca saltó sobre la dama, desplomándose sobre ella.

Tomás no podía creer lo que acababa de hacer Joaquín: se había comido con la reina un peón, dejándola al descubierto de la fila de su torre. En un principio pensó que se trataba de una trampa, pero enseguida se convenció de que no era más que un tremendo error. Cogió temerosamente su torre y capturó la reina enemiga. Ahora, tan solo le quedaba a Joaquín su  rey y un caballo, y a él el rey, la dama, una torre y un alfil; la partida estaba ganada. Joaquín apuró ruidosamente su vaso de vodka y, apoyando un dedo sobre la cruz del rey, lo hizo balancearse sobre su base hasta que lo volcó. He perdido, Tomás, he perdido. Se levantó tambaleándose de la silla y se puso el impermeable, que todavía se encontraba húmedo. Abrió la puerta y la lluvia caía aún con más violencia. Mientras se cerraba la puerta, Tomás creyó escuchar que repetía incansablemente: he perdido, he perdido, he perdido.

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