Cuando Joaquín entró en el "Buenos
Aires", Tomás se encontraba estudiando el tablero de ajedrez, desplazando
fichas, rectificando movimientos, y al verlo acercarse, volcó las piezas.
Joaquín se quitó su impermeable mojado y lo colocó escrupulosamente sobre una
silla con cuidado de que no cayera al suelo. Una gota de lluvia le correteaba
por la mejilla hasta que finalmente se perdió por el mentón. Silencio en la
casa, el eco de sus pisadas, lágrimas que correteaban por la mejilla hasta que
finalmente se perdían por el mentón. Tomás ordenó a Eduardo dos cafés solos,
uno muy cargado. Los dos se sentaron y colocaron sin ninguna prisa las piezas
sobre las casillas correspondientes. Joaquín ofreció las blancas a su amigo.
La partida comenzó como siempre que Tomás
jugaba con blancas, con la apertura española. En ocasiones, Joaquín se
preguntaba por qué Tomás no agotaba algo más el repertorio de salidas. Mientras
una mujer de treinta y cuatro años, una mujer con un abrigo azul, una mujer de
cabellos tan oscuros que parecían, una mujer con un diente de oro, Cárol, Cárol
de voz tan grave, Carolina González de Urrieta, Cárol del lunar en el interior
del muslo, Cárol tan estéril se instalaba en la casa de su hermana, Joaquín
empujaba el peón de la torre una posición hacia delante. Había estado a punto
de llamar a Tomás para decirle que ese viernes no iría a jugar, pero decidió
que no había motivo para suspender la partida; todos los viernes por la tarde
jugaban al ajedrez y ese viernes ese viernes no tenía por qué ser una
excepción. Llevaba varias horas de ese viernes repitiéndoselo, no había porqué
cambiar la rutina: jugar la partida, volver a casa, cenar, ver la tele y
acostarse, acostarse en la cama sin Cárol, sin oír su tibia respiración, sin oír
sus leves balbuceos del sueño, acostarse en silencio. Pero no había razón para
dejar de jugar ese viernes 22 de abril de 2003 . Ese viernes 22 de abril de 2003
no era muy distinto al día anterior y al otro y al otro y al otro. No era muy
distinto. La cosa había pasado, habíaidopasandopocoapoco, discurriendo como el
agua de un río, era una cosa esperable y esperada, a él no le había pillado de
sorpresa, tal vez es mejor así, sí, quizás sea lo mejor para los dos. No hubo
lágrimas ni voces fuera de tono. Tan solo un silencio y un beso. Ella no tuvo
que decirle nada. Ella lo estaba aguardando, las maletas hechas, sentada frente
a la puerta. Abrió y allí estaba, esperándole, con dos maletas y un bolso
pequeño. Eran las dieciséis horas y trece minutos y cincuenta y ocho segundos
de ese viernes 22 de abril de 2003 cuando entró en la casa y ella se levantaba
y un caballo saltaba por encima de un peón. La cosa estaba clara: había que
adelantar el alfil para proteger al indefenso caballo, aunque no obstante,
podría atacar con el peón del rey y amenazar el caballo enemigo. Tomás le
ofreció un cigarrillo. Mientras lo encendía se decidió por defender su propio
caballo.
La lluvia crepitaba cada vez con más fuerza en
el exterior. Un aroma cálido a humedad se había instalado lentamente en la
cafetería. Se veía a Tomás dudar, no sabía si hacer un intercambio de caballos
o plantar el pie en el centro del tablero. Eduardo llegó con los cafés
humeantes, los cafés humeantes que hacía Cárol después de la cena, con dos de
azúcar y soplo y sorbo, rozando apenas con la yema de los dedos la superficie
suave pero abrasadora de la loza. Ocho años de cafés, ocho años de noches de
amor disueltas en el líquido amargo, ocho años de noches esperando que a la
mañana siguiente un papel se coloreara. La cafetera se la regalaron unos tíos
de Cárol para la boda, para el día en que juraron amarse para siempre y que
juraron educar a sus hijos en la religión católica. Los ojos rojos. Lo he
pensado y creo que lo mejor es irme. Lo había pensado y creía que lo mejor era
irse. ¿Estás segura?.
Movimiento de cabeza.
Abajo está el coche, ¿te llevo a algún sitio? No, gracias, voy a llamar
un taxi. Iba a llamar un taxi, perfecto. Me voy a casa de mi hermana, si
quieres algo allí estoy, pero el caballo descansaba ya fuera del tablero,
espectador de la partida, primera víctima de la batalla. El alfil negro clamó
venganza y embistió contra el équido, vigilando a uno y otro lado por si surgía
alguna emboscada. Las piezas negras iban avanzando. El rey blanco, arrebujado
contra su torre, observaba con miedo el discurrir de la contienda. Pero cerca
de él estaba su dama, la dama blanca, que daría gozosa la última gota de sangre
por su cónyuge.
Tomás encendió un nuevo cigarrillo, la partida
se le estaba poniendo complicada. Llevaba seis semanas sin perder, pero ésta
estaba difícil. Una torre negra se había liberado y comenzaba a causar alarma.
Era preciso adelantar la reina para ir sembrando inquietud en las filas
enemigas.
El tablero se iba despejando poco a poco de
fichas. A un lado y a otro de la cuadrícula reposaban los restos de los
guerreros muertos en el combate. Al comienzo, rey y reina se encontraban
juntos, estaban rodeados de pequeños asideros a los que aferrarse, con la felicidad
que otorga la ignorancia. Pronto, el resto de las piezas iban paulatinamente
desapareciendo, el enemigo acechaba, la dama se alejaba, y el rey estaba
rencoroso porque su reina estaba seca, que por eso se alejaba. El rey
necesitaba despertarse, necesitaba sentir algo caliente en su interior y pidió
a Eduardo un vodka.
Tomás le miró con extrañeza, casi nunca bebía,
y absolutamente nunca lo había visto mientras jugaba al ajedrez. Eduardo
recogió los cafés y sirvió a Joaquín su vodka. Le costó cierto trabajo el
primer trago, pero el segundo fue mucho más suave, pasó fluido por la garganta,
incluso con ternura, pensó Joaquín. Llamó al camarero y le pidió otro vodka y
otro para la señorita, guárdate el
dinero que te invito yo. ¿Sabes que tienes un aire a Ava Gardner?, sí, no te rías a mí me lo parece. No bebas
tan rápido que te va a sentar mal. Oye me gustaría que me dieras tu teléfono,
estupendo, aquí tengo un papel, dime. Ca-ro-li-na, cuarenta y dos, catorce, treinta. Encendió un cigarrillo
mientras observaba la cruz absurda del rey. Estaba esperando el movimiento de
Tomás.
Empezaba a oscurecer pero la lluvia no
amainaba. Se encontraba satisfecho, había conseguido arrinconar al rey y la
reina de Tomás en una esquina, el uno sobre el otro. Cada vez había menos
fichas en el tablero, a Joaquín no le quedaba ya ningún pequeño peón, los había
perdido tan rápido que pensó si los había tenido alguna vez.
Tomás sentía una cierta humedad en la frente.
Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se limpió el sudor. Yo estoy
sudando, ¿tú no tienes carol?. Joaquín levantó la vista y vio que llevaba su
familiar abrigo azul y las botas negras que le había regalado.
Incongruentemente, recordó el día en que se torció el tobillo haciendo marcha
en el servicio militar. Se preguntó que qué diablos sería lo que llevara en las
dos maletas. Me voy a casa de mi hermana, si quieres algo allí estoy. Un beso en la mejilla.
Adiós. La puerta se cerró y oyó el eco
de las pisadas de Cárol que se alejaban, que se perdían. La noche anterior a
ese ese ese viernes la había oído llorar en la cama. Él se hizo el dormido. No
habían discutido, hacía mucho tiempo que no lo hacían, pero ella lloraba.
Joaquín se había sentido en cierto modo reconfortado porque lo que menos podía
soportar de todo era ese silencio absoluto durante las noches, sin ningún
llanto que lo despertase, y la dama tenía la culpa, la dama, la dama saturnina.
Quedaba un único peón blanco, pequeño y reluciente; detrás de él, una torre
blanca. La dama, la reina sin peón, el rey negro, atrás, al fondo del tablero.
La reina atacó fieramente sobre el peoncito, derribándolo, sacándolo del blanco
y negro con furia. De repente, la torre blanca saltó sobre la dama,
desplomándose sobre ella.
Tomás no podía creer lo que acababa de hacer
Joaquín: se había comido con la reina un peón, dejándola al descubierto de la
fila de su torre. En un principio pensó que se trataba de una trampa, pero
enseguida se convenció de que no era más que un tremendo error. Cogió temerosamente
su torre y capturó la reina enemiga. Ahora, tan solo le quedaba a Joaquín su rey y un caballo, y a él el rey, la dama, una
torre y un alfil; la partida estaba ganada. Joaquín apuró ruidosamente su vaso
de vodka y, apoyando un dedo sobre la cruz del rey, lo hizo balancearse sobre
su base hasta que lo volcó. He perdido, Tomás, he perdido. Se levantó
tambaleándose de la silla y se puso el impermeable, que todavía se encontraba
húmedo. Abrió la puerta y la lluvia caía aún con más violencia. Mientras se cerraba
la puerta, Tomás creyó escuchar que repetía incansablemente: he perdido, he
perdido, he perdido.
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