Cuando abrí los ojos, lo
primero que me sorprendió fue ver en el techo un ventilador en el que sus aspas
giraban lenta pero concienzudamente. Tenía la ropa puesta, unos pantalones
vaqueros y una camisa con diminutos cuadros rojos y negros a medio abrochar,
dejando escapar los vellos del pecho. Me resultó raro llevar esas prendas
puestas ya que, descontando que en días de calor suelo dormir desnudo, esa ropa
no me pertenecía. Giré la cabeza a la izquierda y vi el resto de la cama vacía,
con las sábanas arrugadas y un tanto sucias. Al otro lado, sobre la mesita de
noche se extenuaba un cenicero atosigado de colillas y un reloj despertador que
con dificultad anunciaba que eran las tres y diez. Supuse que serían las tres
de la tarde y no las tres de la mañana, ya que por la persiana mal cerrada la
habitación se veía invadida por los rayos de un sol que prometía ser
castigador. Todo lo que veía me parecía sumamente extraño, pues no reconocía
ninguno de los objetos de esa habitación. Una lámpara en el techo encerrada por
una especie de farolillo chino de color anaranjado, un póster con una foto
grande de Marilyn que lanzaba un beso rúbeo desde la pared, una estantería de
cuatro baldas repleta de deuvedés. No tenía ni idea de dónde me encontraba. Por
un instante, pensé que la noche anterior, propiciado por las innumeradas copas
que había bebido, me había conducido a la casa de alguna chica. Lamenté no
recordar eso con precisión. Un ambientador colocado sobre las peículas bufó
desde su atalaya y un olor dulce y picante se instaló sobre la cama. Me
incorporé y trastabillé un poco cuando comencé a andar. Me dolía terriblemente
la cabeza. Di por imposible localizar unas zapatillas en ese desconocido
dormitorio y salí de la habitación. Frente a mí, me tropecé con un pasillo en
donde bostezaban dos puertas semiabiertas, en lugar del abismo de una escalera
que conducía a la planta de abajo que hubiera debido encontrar si estuviera en
mi casa. Quería ir al baño, pero desconocía dónde se ubicaba. Asomé la cabeza
por la primera puerta y me alegré al ver que se trataba del servicio. Antes de
orinar, abrí el grifo y me abofeteé con agua fría. Me froté la cara con energía
con la palma de las manos. Al levantar la cabeza me miré al espejo que había
sobre el lavabo. Me aterroricé al ver
que el hombre que tenía frente a mí, con unos ojos de un violento azul, no era
yo. En la cabeza se había reproducido con promiscuidad un pelo alborotado y
rizado de color castaño. Un pequeño aro plateado anillaba el lóbulo derecho de
la oreja. Una nariz puntiaguda sojuzgaba la totalidad del rostro. No sabía qué
hacer ni cómo reaccionar ante ese descubrimiento. La urgencia por mear me
concedió una mínima tregua. Regresé al dormitorio mientras iba extinguiéndose
el sonido de la cisterna hasta que sucumbió en un siseo agotado. Sobre la
mesita de noche había una cartera. La abrí y me encontré con un par de billetes
de veinte euros y diversos papeles. Extraje el DNI y lo contemplé durante unos
segundos. Luis Jesús Monsalve Dorado. No supe si debía sentirme aliviado al ver
mi nombre escrito en ese documento, con todos los datos exactos acerca de
nacionalidad y fecha de nacimiento, ya que en la esquina inferior derecha, con
ese aspecto patibulario de las fotos de carné, el rostro que me miraba fijamente
no era el mío, sino la de aquel hombre que me había observado momentos antes
desde el espejo del baño. Intenté recordar cosas sobre mí mismo, y de repente,
lo único que me venía a la mente es que había quedado esa tarde. Me desconcerté
pensando que tal vez, no estaba seguro, Cayetano no fuera amigo mío sino de
aquel extraño individuo en el que parecía haberme convertido. Solamente sabía
que llegaba tarde.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años
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