Igor Dolpoporov posó encima de la manta a cuadros verdes y
negros de la cama del hotel su bolsa de viaje. La abrió y comenzó a colocar
escrupulosamente su neceser de aseo al lado del lavabo, sus pantalones anchos
doblados sobre la silla y colgó sus camisas de colores imposibles en las
perchas de alambre del armario. Cuando finalizó, en el interior de la bolsa tan
solo restaba una pequeña caja de madera oscura donde guardaba la fotografía, un
papelito de cuaderno escolar donde Irina había escrito con letras picudas y
atemorizadas una dirección, y su pistola.
Entró en el
cuarto de baño y abrió el grifo del agua caliente. Mientras se caldeaba, se
aproximó a la ventana y apartó con la mano la cortina. Frente al hotel, un cine
aún somnoliento anunciaba una película que él no podía distinguir desde la
altura en la que se encontraba. Se duchó casi con rabia, a conciencia,
frotándose fuertemente la cara y el cuerpo velludo, arrancándose los últimos
vestigios del largo viaje en autobús, fatigando media Europa, malcomiendo de bocadillos
de pan amargo y queso rancio. Al salir de la ducha limpió con el puño el vaho
adherido al espejo y se afeitó con la maquinilla que había sacado de su
neceser, poniendo especial cuidado al recortarse las patillas.
Dudó entre
las dos camisas que había traído, y optó por la naranja con rayas azules. Bajó
a la calle, y anduvo hasta llegar a un parque. Se sentó en un banco y encontró
en un bolsillo de su abrigo un trozo de pan duro. Lo trituró entre sus dedos y
observó cómo palomas y gorriones acudían a picotear las migas entre sus pies.
Sonrió al ver que los gorriones eran más astutos y lograban agarrar los trozos
más grandes de pan. Un perro se acercó a él y le acarició la cabeza. El animal,
agradecido, móvia el rabo con alegría y descolgaba su lengua. Una joven bonita
con una correa roja llegó hasta el banco y llamó al perro, que se alejó con un
trotecillo gracioso. Igor y la chica se miraron y se sonrieron. Él se fijó en
que tenía los dientes un poco grandes y algo amarillentos, pero sin embargo le
siguió pareciendo guapa.
Igor Dolpoporov se
levantó del banco y decidió salir del parque. La noche había comenzado a
instalarse en aquella ciudad extranjera. Recorrió de manera inversa los pasos
que había dado desde que salió del hotel,
aunque lo hizo más demorado. En algún momento dudó e incluso erró el camino,
pero no le importó, quería saborear esa hermosa ciudad que era consciente de
que no iba a volver a ver más. Al llegar a la puerta del hotel, se giró y se
dirigió al cine. En ese momento, se dio cuenta de que en realidad era un
teatro. Ya se había formado una pequeña cola frente a la taquilla. Por un
momento dudó si entrar a ver la obra, pero con buen criterio desistió, lo
consideró inútil ya que no iba a entender una palabra. Optó por acercarse a la
vitrina y observar las fotos de la representación. Se divirtió unos minutos
intentando adivinar cuál podía ser el argumento de la función. Los personajes
iban vestidos de época y, no sabía cómo, habían introducido un coche antiguo en
el escenario. Había una mujer sentada al volante y sonreía y saludaba con una
mano. A Igor le pareció que esa actriz era muy guapa.
Se metió las
manos en los bolsillos y regresó al hotel. Al llegar a la habitación, con no
poca dificultad ordenó por teléfono una hamburguesa con huevos fritos y
patatas. Pasados unos diez minutos entró el camarero con el pedido. Era un
hombre de unos cuarenta y tantos años. No sabía calcular exactamente su edad,
pero desde luego lo juzgó más joven que él. Tenía un bigote negro poblado y una
inquietante calvicie asolaba su coronilla. Igor sacó de su bolsillo un billete
y se lo ofreció. El camarero se lo agradeció con un gesto solemne de cabeza que
hizo que las gafas se le escurrieran por la nariz. Cuando salió del cuarto,
cogió del interior de la bolsa que había traído de equipaje la caja de madera y
la puso al lado de la cama. Dobló la almohada aumentándola con un cojín verde,
se descalzó haciendo palanca con sus pies y se recostó. Apoyó la bandeja sobre
su regazo y comenzó a comer con las manos desnudas la hamburguesa. Sacó la
pistola y apoyó la culata en una mano y el cañón con la otro, sosteniéndola
como si fuera un bebé. Ese tacto helado le produjo una sensación de bienestar
de la que era huérfano desde hacía bastante tiempo. La volvió a reintegrar casi
con ceremonia en la caja y la tapó con una de las servilletas que el camarero
le había traído con la comida. Encendió el televisor colgado en la pared frente
a él y fue cambiando de canales con el mando a distancia hasta que encontró un
programa de dibujos animados. Un ratón era perseguido por un gato negro y cada
vez que parecía que iba a cazarlo, le ocurría alguna calamidad. Igor se reía
del infortunio del gato mientras mojaba las patatas fritas en la yema del
huevo.
Cuando terminó de
comer, se limpió los labios dándose golpes enérgicos con una servilleta de
papel. Con el teléfono aprisionado entre su hombro y la oreja, volvió a llamar
para que recogieran la bandeja, mientras abría la caja de madera y depositaba
la fotgrafía encima del plato sucio. Llamaron a la puerta y con una especie de
gruñido invitó a que entrara el camarero. Al acercarse para coger la bandeja,
vio en el plato la fotografía manchada en una esquina por la yema del huevo. En
ella, Irina reía mostrando sus bellos dientes abrazada a un hombre maduro de gafas
con bigote negro y algo calvo. El camarero dudó si coger la foto y levantó la
vista hasta encontrarse con los ojos de Igor, que ya había sacado su pistola de
la caja y se disponía a ahogarla con el cojín verde.