martes, 11 de diciembre de 2012

Igor Dolpoporov


Igor Dolpoporov posó encima de la manta a cuadros verdes y negros de la cama del hotel su bolsa de viaje. La abrió y comenzó a colocar escrupulosamente su neceser de aseo al lado del lavabo, sus pantalones anchos doblados sobre la silla y colgó sus camisas de colores imposibles en las perchas de alambre del armario. Cuando finalizó, en el interior de la bolsa tan solo restaba una pequeña caja de madera oscura donde guardaba la fotografía, un papelito de cuaderno escolar donde Irina había escrito con letras picudas y atemorizadas una dirección, y su pistola.

Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo del agua caliente. Mientras se caldeaba, se aproximó a la ventana y apartó con la mano la cortina. Frente al hotel, un cine aún somnoliento anunciaba una película que él no podía distinguir desde la altura en la que se encontraba. Se duchó casi con rabia, a conciencia, frotándose fuertemente la cara y el cuerpo velludo, arrancándose los últimos vestigios del largo viaje en autobús, fatigando media Europa, malcomiendo de bocadillos de pan amargo y queso rancio. Al salir de la ducha limpió con el puño el vaho adherido al espejo y se afeitó con la maquinilla que había sacado de su neceser, poniendo especial cuidado al recortarse las patillas.

Dudó entre las dos camisas que había traído, y optó por la naranja con rayas azules. Bajó a la calle, y anduvo hasta llegar a un parque. Se sentó en un banco y encontró en un bolsillo de su abrigo un trozo de pan duro. Lo trituró entre sus dedos y observó cómo palomas y gorriones acudían a picotear las migas entre sus pies. Sonrió al ver que los gorriones eran más astutos y lograban agarrar los trozos más grandes de pan. Un perro se acercó a él y le acarició la cabeza. El animal, agradecido, móvia el rabo con alegría y descolgaba su lengua. Una joven bonita con una correa roja llegó hasta el banco y llamó al perro, que se alejó con un trotecillo gracioso. Igor y la chica se miraron y se sonrieron. Él se fijó en que tenía los dientes un poco grandes y algo amarillentos, pero sin embargo le siguió pareciendo guapa.

Igor Dolpoporov se levantó del banco y decidió salir del parque. La noche había comenzado a instalarse en aquella ciudad extranjera. Recorrió de manera inversa los pasos que había dado desde que salió  del hotel, aunque lo hizo más demorado. En algún momento dudó e incluso erró el camino, pero no le importó, quería saborear esa hermosa ciudad que era consciente de que no iba a volver a ver más. Al llegar a la puerta del hotel, se giró y se dirigió al cine. En ese momento, se dio cuenta de que en realidad era un teatro. Ya se había formado una pequeña cola frente a la taquilla. Por un momento dudó si entrar a ver la obra, pero con buen criterio desistió, lo consideró inútil ya que no iba a entender una palabra. Optó por acercarse a la vitrina y observar las fotos de la representación. Se divirtió unos minutos intentando adivinar cuál podía ser el argumento de la función. Los personajes iban vestidos de época y, no sabía cómo, habían introducido un coche antiguo en el escenario. Había una mujer sentada al volante y sonreía y saludaba con una mano. A Igor le pareció que esa actriz era muy guapa.

Se metió las manos en los bolsillos y regresó al hotel. Al llegar a la habitación, con no poca dificultad ordenó por teléfono una hamburguesa con huevos fritos y patatas. Pasados unos diez minutos entró el camarero con el pedido. Era un hombre de unos cuarenta y tantos años. No sabía calcular exactamente su edad, pero desde luego lo juzgó más joven que él. Tenía un bigote negro poblado y una inquietante calvicie asolaba su coronilla. Igor sacó de su bolsillo un billete y se lo ofreció. El camarero se lo agradeció con un gesto solemne de cabeza que hizo que las gafas se le escurrieran por la nariz. Cuando salió del cuarto, cogió del interior de la bolsa que había traído de equipaje la caja de madera y la puso al lado de la cama. Dobló la almohada aumentándola con un cojín verde, se descalzó haciendo palanca con sus pies y se recostó. Apoyó la bandeja sobre su regazo y comenzó a comer con las manos desnudas la hamburguesa. Sacó la pistola y apoyó la culata en una mano y el cañón con la otro, sosteniéndola como si fuera un bebé. Ese tacto helado le produjo una sensación de bienestar de la que era huérfano desde hacía bastante tiempo. La volvió a reintegrar casi con ceremonia en la caja y la tapó con una de las servilletas que el camarero le había traído con la comida. Encendió el televisor colgado en la pared frente a él y fue cambiando de canales con el mando a distancia hasta que encontró un programa de dibujos animados. Un ratón era perseguido por un gato negro y cada vez que parecía que iba a cazarlo, le ocurría alguna calamidad. Igor se reía del infortunio del gato mientras mojaba las patatas fritas en la yema del huevo.

Cuando terminó de comer, se limpió los labios dándose golpes enérgicos con una servilleta de papel. Con el teléfono aprisionado entre su hombro y la oreja, volvió a llamar para que recogieran la bandeja, mientras abría la caja de madera y depositaba la fotgrafía encima del plato sucio. Llamaron a la puerta y con una especie de gruñido invitó a que entrara el camarero. Al acercarse para coger la bandeja, vio en el plato la fotografía manchada en una esquina por la yema del huevo. En ella, Irina reía mostrando sus bellos dientes abrazada a un hombre maduro de gafas con bigote negro y algo calvo. El camarero dudó si coger la foto y levantó la vista hasta encontrarse con los ojos de Igor, que ya había sacado su pistola de la caja y se disponía a ahogarla con el cojín verde.

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