martes, 7 de mayo de 2013

Pescado muerto


Ya se olía el pescado muerto cuando iba acercándome al bar. Allí fuera, en la puerta, decenas de cajas reventadas vertían su interior pútrido al suelo. Los ríos de sangre araban la acera aprovechando la pendiente que caía con suavidad. Me pregunté que dónde se detendrían, si tropezarían contra la pared azulada de la casa de Remigio o si por el contrario se mezclarían con el mar. Subí la camiseta hasta la nariz para soportar el hedor y recorrí por fuera el bar. A través de la ventana sucia podía a ver a Rodas y Julius jugando en una mesa redonda a las cartas. Como siempre, el montón de fichas del negro era superior al de Rodas. Acodado en la barra, acompañado por una botella de aguardiente infame, Lázaro miraba con el ceño fruncido el escote de Maggie mientras ella, mordiéndose el labio hasta emblanquecerlo, le servía otra copa. Sorteando las cajas despanzurradas de la puerta, resolví entrar, pero no pude evitar pisar la cabeza de un róbalo, que se aplastó con un sonido pegajoso contra la bota injuríandola de una sangre espesa. El olor a tabaco negro y sudor rancio se entremezclaban con la descomposición de los peces muertos del exterior.

- ¿Has visto lo que han hecho? -me preguntó Maggie a la vez que limpiaba con una bayeta amarilla un vaso-. Lo han tirado todo ahí fuera. Todo.

Me senté en un taburete, al lado de Lázaro, que con los ojos pastosos me miraba de soslayo. Le pedí a la camarera un vaso y una botella de ron.

- Eso es maldad, maldad pura -farfullaba ella mientras pasaba un trapo maloliente por la barra y dejaba allí una botella de licor transparente ya mediada y un vaso con los bordes mellados.

- Han sido los del puerto, los vi esta mañana con el camión lleno de esas cajas -informó Julius mientras barajaba los naipes con el estilo de un croupier de un buque del Misisipi.

Rendí la copa de un trago y la llené de nuevo. El licor trasegaba mi garganta como granos de arena sobre una hoja de papel.

- Dicen que ha sido por culpa de tu marido -dije ahogando mis palabras en el hueco del vaso, aunque Maggie simuló no haberme escuchado y apartó la cortina de macarrones, dejando en el ambiente un tintineo sordo.

- ¿Juegas una partida, Macario? -me ofreció Julius.

- Sigue repartiendo, hijo de puta. En esta mesa no entra ni sale ni Dios -gritó Rodas mientras daba un fuerte golpe con la palma de la mano sobre la mesa.

La papada del negro comenzó a temblar mecida por una carcajada sorda mientras apresaba el cigarro entre los dientes.

Me llené el vaso y me aproximé a la puerta. El sol asfixiaba como una mortaja ceñida a martillazos, y aún no era ni mediodía. Entorné los ojos. Las escamas de los peces brillaban como diamantes puros. A lo lejos se veían tres hilos de humo negro que se iban diluyendo perezosos mientras ascendían. Uno de ellos parecía provenir de la hacienda de don Ernesto.

- La cosa se va a poner peor -dije mientras volvía a mi taburete.

Maggie estaba de nuevo tras la barra, no la había escuchado regresar. La camisa se le abrazaba lujuriosa a los pechos y un botón resistía por no escapar. Saqué mi bolsita de tabaco y la dejé encima de la mesa. Opté por terminar el vaso antes de comenzar a liar el cigarrillo.

- ¿Te hago uno?  -le ofrecía mientras lamía el papel y lo enrollaba.

Alargó la mano y lo sacó de mi boca, encendiéndolo con las cerillas que tenía colocadas al lado de las botellas de whisky. Sus dedos rozaron mis labios. Apagó el fósforo con un soplido y lo arrojó al suelo.

- Dicen que fue culpa de tu marido -repetí al terminar de preparar un nuevo cigarrillo para mí y expulsar el humo de la primera calada.

- ¿De éste? -dijo furiosa mientras retiraba la botella de aguardiente y la guardaba en el interior de la barra-. Éste no vale ni para eso.

Lázaro se volvió y me miró de frente por primera vez. Le temblaba la barbilla.

- No tenéis ni idea de lo que soy capaz de hacer -dijo bajándose vacilante de su taburete y dirgiéndose hacia la puerta.

Por el camino tropezó con una silla y la volcó al suelo. Dudó si levantarla, pero continuó su camino y salió del bar.

- Deberíais haber recogido los pescados -dijo Rodas sonriente mientras atraía hacia sí las fichas que había en en centro de la mesa.

Se escucharon a lo lejos unos disparos. Maggie dio un pequeño respingo, y su inspiración se detuvo apenas un segundo. Me sirvió sin mirarme otra copa de ron mientras sus senos se le relajaban.

miércoles, 10 de abril de 2013

Tarta de calabaza


De nuevo, después de mucho tiempo, Guillermo volvía al OK Café. Vio cómo entraba ella primero, y decidió aguardar y observar su caminar, siempre le había gustado su manera de hacerlo, moviendo las caderas con rapidez. Como un espía de una mala película, se asomó a través de la gran cristalera que desnudaba sin pudor el local. Vio cómo se quitaba el abrigo y lo colocaba con cuidado en el respaldo de una silla. Era de un color impreciso entre azul y verde, un poco ancho y con amplias solapas, y desde la situación en la que se encontraba no le pareció de buena calidad. Clara le pasó la mano por el hombro y pellizcó un hilo, que dejó caer al suelo con un movimiento de amasado de sus dedos.

Al salir de su casa, Guillermo dudó si regresar y coger las gafas de sol. Era un día muy luminoso, el primero de ese año que recién estaba empezando. Le dio pereza vover a subir los tres pisos, así que desechó esa idea y emprendió el camino. Pasó de largo de donde tenía aparcado el coche, prefería ir en autobús, no le apetecía demasiado conducir, no había dormido demasiado a causa de la llamada telefónica, y, además no le venía bien gastar tanto dinero en gasolina. Al descender del autobús miró su reloj. Faltaban aún veinte minutos para la hora a la que se había citado con ella, y el OK Café no se encontraba a más de diez minutos desde donde estaba. No quería llegar con antelación. Decidió dar un paseo, hacía una temperatura perfecta. Encendió un cigarro y comenzó a caminar sin un rumbo definido, pero teniendo cuidado para tampoco alejarse demasiado. Se entretuvo mirando en el escaparate de una tienda de electrodomésticos varios modelos de televisores. En el suyo habían comenzado a aparecer arbitariamente unas manchas difusas de color grisáceo en las esquinas, y en ocasiones el sonido se amortiguaba como si surgiera a través de la boca de un embudo. Un partido de fútbol se repetía incansablemente en todas aquellas pantallas. Le gustó una de esas televisiones y se agachó para mirar el precio que marcaba una etiqueta que descansaba en la base. Le pareció un poco cara, pero tampoco prohibitiva. Levantó la vista para mirar el nombre del establecimiento y la calle en la que se ubicaba. Seguro que en esa televisión podría ver bastante bien los deportes, se aseguró. Miró de nuevo la hora y estimó que ya podía ir hasta el café.

Cuando entró, Clara giró la cabeza hacia la puerta y se pasó la mano por sus cabellos de color castaño, recogidos en una cola de caballo. Guillermo sonrió y ella se levantó. Se dieron dos besos y la mano indecisa de Guillermo se quedó a medio camino entre el brazo de Clara y su cintura. Se percató de que no reconocía esa colonia, aunque debía ser más débil de las que usaba anteriormente, no le enmascaraba el olor a tabaco.

Encendió un cigarro cuando colgó el teléfono. Dobló la almohada en dos y se recostó sobre ella mientras seguía fumando. La mano que no sujetaba el cigarrilo mantenía sujeto el teléfono, hasta que lo apoyó sobre el embozo de las sábanas. Miró la hora con los ojos aún prendidos de sueño y se sorprendio al constatar que no eran más que las nueve menos cuarto de la mañana. Apagó el cigarro, volvió a desdoblar la almohada y se giró para intentar volver a apresar el sueño, aunque sabía perfectamente que ya no iba a volver a dormirse. En la ducha, el agua fría terminó de despegarle del adormilamiento, y en ese momento recordó, extrañado, que hacía unas pocas noches había soñado con ella. Le resultó curioso, ya que hacía un par de meses al menos que no le sucedía. Al subir la persiana se encontró con unos tejados húmedos y un arco iris tenue que imperaba en el cielo azul. El sol comenzaba a lamer tímidamente el alfeizar de la ventana.

- ¿Qué vas a tomar? - fue lo primero que ella dijo cuando sentaron.

Un camarero rubio con el pelo cortado a cepillo se acercó a ellos y sacó del bolsillo de su camisa una libretita negra.

- Yo quiero un café con leche y una tarta de calabaza - pidió él.
- Para mí también un café con leche. Estoy a dieta - aclaró en voz baja después de que el camarero apuntara las órdenes con un lapicero diminuto y se dirigiera hacia la barra.
- Y yo - mintió Guillermo-. Pero hoy es domingo.

El local apenas había cambiado desde la última vez que había estado allí, hacía al menos tres años, con ella. La primera vez, Clara había pedido una tarta de calabaza. Él no la había probado nunca, ni siquiera era capaz de imaginar que pudiera hacerse un dulce con algo tan extraño como una calabaza. Ella cogió su cuchara, rebañó la punta del pastel, la zona que más le gustaba a él, y se la ofreció. Desde luego, estaba deliciosa, los ojos se le abrieron con admiración. Habían cambiado la disposición de las mesas, pero la estructura básica era la misma, incluso permanecía ese gran espejo en la pared desde el cual Guillermo se veía reflejado en la mesa junto a Clara. En ese momento pensó que hacía bastante tiempo que había desterrado la posibilidad de hallarse en esa situación otra vez.

El camarero llegó portando en una bandeja redonda brillante las bebidas y la tarta. Clara abrió un sobre de sacarina y lo vertió en el interior de su taza. Cogió la cucharilla y empezó a girarla en el café con con leche, y con la otra mano, rascaba con la uña un arañazo que cruzaba la mesa de madera. Guillermo se recostó sobre la silla y volvió a ver su imagen duplicada del espejo. Cogió la cuchara y partió un pedazo de la parte redondeada de la tarta.

- Qué rica que está -alabó mientras aplastaba el pastel contra el paladar con la lengua.

Clara asintió débilmente con la cabeza y añadió:

- Y, ¿qué tal te va? ¿Te va bien? - repitió.

Guillermo comió otro pedazo, se rebañó los labios con la lengua y contestó:

- Bueno, lo cierto es que me han echado del trabajo, me acaban de despedir.

Ella detuvo el movimiento que estaba haciendo de llevarse la taza a los labios, y mantuvo esa posición intermedia un instante, como dudando si beber un trago o devolver la taza al plato. Optó por esto último, pero dio antes un pequeño sorbo.

- No se te ve preocupado -tildó mirándole a los ojos.
- Ahora estoy cobrando el paro.
- Te darían una buena indemnización.
- No tanta, y tenía unas deudas que pagar -ella bajó los ojos-. Pero si me administro bien puedo aguantar un tiempo, hasta que encuentre algo. Además, ya sabes que no me gustaba el taller.

Guillermo miró a la terraza, en esos momentos le apetecía terriblemente fumarse un cigarro.

- ¿Por qué me llamaste? -preguntó de repente
- No sé -respondió ella encogiéndose de hombros-. Me apetecía. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos ni hablábamos.
- Me pareció raro, además, un domingo, tan temprano.
- Bueno, siento haberte despertado -replicó ella mientras giraba con rapidez la cucharilla en la taza.

Clara llevaba un jersey rojo que le moldeaba los pechos. Guillermo la observaba mientras daba un trago a su taza. El vapor del café se le entrometió entre los agujeros de la nariz.

- Podíamos haber ido a la terraza -opinó él señalando con la mano izquierda el gran ventanal-. Hoy hace un buen día, y se puede fumar.
- Yo tengo un poco frío. Además, ya no fumo.

Clara le preguntó por Santi y Victoria. Le respondió que por lo poco que sabía de ellos no les iba mal, aunque tampoco los veía tan a menudo. Hablaron de otros amigos comunes y de antiguas historias pasadas con ellos, como aquella vez que a Gabriela le tocó un cuarto premio de la lotería de Navidad y lo festejó pinchando un barril de cerveza en aquel bar que solían frecuentar. La tarde iba depositándose disimuladamente sobre la ciudad, como un manto gris. Ninguno de ellos mencionó a Merche.

Guillermo tocó por encima del pantalón el bulto de su paquete de tabaco. Lo apretó y pudo notar cómo se le clavaban las esquinas en la palma de la mano. Clara dio un sorbo a su café y se le subrayaron los labios con la espuma de la leche. Pasó la lengua para retirar ese cerco viscoso mientras miraba la hora en su teléfono móvil.

- ¿Seguro que no quieres? -dijo él ofreciéndole un trozo de tarta con su cuchara-. De verdad que está muy buena.

Clara lo miró y asintió brevemente con la cabeza. Cogió la cucharilla de café y cortó la punta de la tarta. Se la metió en la boca y la saboreó despacio con un movimiento de vaivén de su mandíbula.

- ¿Vas a querer tomar algo más? -preguntó ella mientras buscaba con la mirada algún camarero.

Vino el chico que les había servido y con ayuda de su lapicerito realizó con rapidez la suma de las consumiciones en su libreta y les indicó la cantidad a abonar. Ella abrió su bolsó y metió dentro su teléfono, aunque antes le echó una nueva ojeada. Guillermo expulsó con fuerza el aire con la nariz y se incorporó ligeramente, sacando la cartera del bolsillo trasero del pantalón, de la que extrajo un billete de veinte euros que depositó con cuidado encima del plato con la cuenta. Clara miró cómo volvía a reintegrar la cartera en el bolsillo.

Al llegar a la puerta de la cafetería, Guillermo se apartó para dejarla pasar primero. Ella dijo un gracias casi inaudible. En ese momento se dio cuenta de que llevaba unos zapatos bajos sin tacón de color marrón un tanto arañados.

- ¿Vas para el metro? -preguntó él.
- Creo que cogeré un taxi.

Se besaron en la mejilla prometiéndose que se verían otro día. Guillermo se metió las manos en los bolsillos de la cazadora y fue caminando a paso ágil hasta la parada de autobús. Mientras esperaba miró la hora y calculó cuándo aproximadamente podría estar ya en su casa. Se encontraba cansado y al día siguiente tenía que madrugar para ir a trabajar al taller.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Melocotones


Rosa se había aficionado a comprar la fruta en el mercado de Antón Martín. Le gustaba sobre todo el puesto de Andrei. En realidad, le gustaba Andrei. Le encantaba la forma con la que con su acento eslavo cerrado pronunciaba la palabra melocotones. En ocasiones, y era irrelevante la temporada, si era invierno, verano o primavera, Rosa preguntaba de manera veloz "¿Tienes melocotones, Andrei?". El frutero arrugaba su ceño sobre sus ojos azules como el cielo ruso y respondía "No, no, no melocotones".

Rosa, antes de ir a la frutería, paseaba por el marcado arrastrando  de manera parsimoniosa su carrito, mientras las ruedas traqueteaban sobre las baldosas húmedas de la gran nave, como si fuera un pequeño tren que parecía que se aproximaba pero que nunca llegaba. Le gustaba pasar al lado de las pescaderías y sentir cómo ese olor intenso le violentaba la nariz, y el frío que rebosaba ese hielo machacado le abrazaba, y soñaba entonces que estaba en la gélida estepa siberiana y su ruso se deslizaba por su cabellera negra y la cobijaba para protegerla y se calentaban mutuamente con su pasión. Rosa sospechaba que Andrei, allá en su lejano hogar, había sido leñador. Le delataban sus brazos fuertes como vigas de madera, la espalda ancha como un roble y una barba clara y lampiña que le suavizaba la cara y le protegían del viento afilado sus mejillas sonrosadas como las de los ángeles.

Al llegar al puesto de Andrei, Rosa se detenía y comenzaba a mirar toda esa fruta lujuriosa que el ruso había colocado primorosamente con las primeras luces del día, los pomelos redondos y jugosos, las manzanas ácidas que estallaban bajos las luces de neón del puesto, las medias sandías sangrantes aliviadas de su mutilación por un plástico aséptico, y los melocotones, los melocotones suaves y dulces, con una pelusilla que era igual a la que, suponía ella, debía recubrir las nalgas de Andrei. Le gustaba coger los melocotones de la cesta y frotarse la cara con ellos, primero despacio, como una caricia, y luego con firmeza y de manera rotunda. Gozaba al sentir el picorcillo que le permanecía en la mejilla y se aguantaba con pausado ímpetu las ganas de rascarse. Andrei, cuando la veía hacer eso, lanzaba sus manos poderosas y agarraba la fruta. Sus ojos azules se le incendiaban con un fulgor que rivalizaba con el brillo de las mandarinas y comenzaba a susurrar palabras en su idioma exótico, a las que Rosa invariablemente asociaba a términos amorosos que solamente un hombre hirviente venido de tierras heladas sería capaz de musitar.

Un día, cuando Rosa se acariciaba con uno de los melocotones, el más hermoso de todos los que contenía la cesta, justo el que estaba en el centro, Andrei alargó la mano y Rosa la apresó entre sus dedos. Cerrando los ojos paseó la mano del frutero por su mejilla, y entendió que ninguna fruta podría poseer aquella voluptuosidad. El ruso gritó en su lengua extranjera mientras todos los melocotones rodaban por el suelo. Rosa sólo entendió las dos últimas palabras, dos palabras escupidas y arrastradas del más crudo y tabernario castellano:"Puta vieja".

miércoles, 6 de febrero de 2013

Sonata


Aquella brisa que se acababa de levantar resultaba insoportable. Era un aire seco, caliente, que dificultaba la respiración. Además, traía consigo briznas de arena que arrastraba de la obra de al lado. Yo andaba pensando en la boda de Pedro; era la semana siguiente y ni tan siquiera había pensado qué le iba a regalar. ¿Una lámpara de pie? De todas formas, Luisa no era una mujer que me gustase demasiado, la veía demasiado artificial y pretenciosa. ¿Una lámpara? Empecé a escuchar unos cánticos y me fijé en que provenían de la iglesia de San Juan. Era una iglesia muy pequeña, casi una capilla. Miré al reloj y vi que eran las siete y cinco, la misa acababa de comenzar. Hacía ya tiempo que no entraba en una iglesia, había tenido en los últimos años muchos desencantos que me habían hecho perder un poco la fe en todo. Pero ese sol me martilleaba con su pegajoso calor y no pude resistirme a entrar para intentar desembarazarme de los mosquitos y de ese maldito bochorno. Al entrar, busqué con la vista los ventiladores y hacia dónde refrescaban, pero esos sitios me estaban ya vedados por otros cuerpos. La disposición de los bancos de ese pequeño templo siempre me había llamado la atención: había una fila central, frente al altar, con unos diez bancos, y luego, en los flancos de la iglesia, había otros cuatro bancos paralelos a las paredes, mirando hacia el cura. Resignado a no conseguir un sitio al que alcanzase el ventilador en su eterno paseo, me acomodé en la esquina izquierda de un banco más o menos central. Al sentarme, sentí un escalofrío debido a la humedad que rezumaba de mi espalda. En esos momentos había un hombre calvo leyendo una de las impenitentes cartas de San Pablo a los nosequenses. A mí me gustaba mucho más Pilar para Pedro, siempre pensé que hacían buena pareja. Pero, bueno, él sabrá lo que hace. Un reloj de pared tampoco quedaría mal, seguro que mucho mejor que la lámpara.
            La iglesia estaba bastante concurrida, miles de seres sin expresión, sin rostro, oraban con una sola voz. Pero allí se encontraba ella. La vi en uno de los paseos que hicieron mis ojos explorando toda aquella fauna. ¡Cómo no verla, si brotaba como una flor entre aquel ejército de grotescos escarabajos de alas blancas y negras, si emergía como un diáfano iceberg entre ese mar de estiércol! Estaba en la primera fila de esos bancos que se encontraban a mi izquierda. Tenía un palco privilegiado para admirar a aquella venus morena que salía de las aguas de mi deseo prohibido. De aquella masa informe salió un sonido gutural que llamaba por su nombre a mi niña: “amor”. Su boca se abrió, dejando asomar un pequeño animal húmedo encerrado en una cueva de marfil. ¡Qué no daría yo por entrar a rescatar a ese animalillo rosado, juguetón, raspando mi lengua contra aquellas blancas estalactitas y estalagmitas, rejas de su tesoro! Sus labios se cerraron juntándose en una línea ondulada, en posición de eterno beso, para luego abrirse con una pequeña explosión, de la que se despidió la música de su voz. “Amén”, dijo ella, y su jaula de cristal volvió a cerrarse. Tenía la certeza de que jamás la había visto antes. No podía haberla olvidado de haber sido así. ¿Cuántos años podía tener?, ¿quince?, ¿dieciséis? No más, pero nunca había visto un ser que despidiera tanta belleza, una belleza pura e inmaculada.
            Ella se sentó, acompañándola toda esa cohorte de jorobados que la rodeaba. Yo me senté también mientras observaba cómo se cruzaban esos dos tallos de flor, con la delicadeza con que cae al suelo una pluma. Llevaba una falda de vuelo por las rodillas, por lo que al sentarse asomaron tímidamente parte de sus piernas, suaves y blancas como un jardín nevado. Podía olerla desde donde me encontraba. Sí, podía distinguirla de ese hedor que despedían sus guardianes. Olía a una mezcla de fresas y  sudor caliente, que yo querría recoger en mi cáliz para beberlo con ansia, y quedar todavía más sediento, sin conseguir apagar ese fuego que sentía en mi interior, ardiente brasa que me consumía. Olía a miel y a chicle, a hojas verdes y agua, a sol y a luna. Yo respiraba todos esos olores, que bajaban a mis pulmones, inundando mi cuerpo y naufragando en mi cerebro. Sus brazos eran de terciopelo, como su cabello, como toda ella. Tenía a su lado un bolso negro de grandes dimensiones, cofre de sus secretos. De él sacó un abanico blanco que extendió y comenzó a darse aire. Mariposa de sueño, mueve tus alas blancas y refresca el aire que este volcán que llevo dentro se encarga de caldear. Huye de esta lava viscosa que avanza hacia ti, por favor. Pequeño demonio, despójate de tu disfraz de ángel, mueve tus alas blancas y escapa, antes de que este viejo mono salte sobre ti.
            Volvió a levantarse, pero yo permanecí sentado, sin poder apartar los ojos de ella. Ahí estaban sus senos, pequeños, cita obligada para mis linternas febriles y agotadas. ¡Dios! ¡Cómo me recordaba a la Venus de Boticcelli, con su mirada lánguida y su desnudez aséptica! ¡Cómo me gustaría sembrar con mis besos sus pechos, agua que apaga  mi sed, pero que reavivaría mis brasas nunca extinguidas! Por debajo de su camisa resplandecían con un brillo áureo, como dos cálices repletos del vino más dulce, del que yo querría emborracharme hasta caer muerto. Podía ver al monstruo que había detrás de ella mirarla con lujuria. ¡Atrás, reptil! Aparta tus ojos de dragón de la nuca de mi Lolita. No ensucies la blancura de su piel con tus miradas contaminadas por el deseo feroz.
            Y ella me miró. Fue unos instantes, sólo unos pocos siglos; nuestras miradas se cruzaron, nuestros ojos conectaron entre sí. Pude ver sus ojos de cervatillo, negros como el fondo de mi alma, negros como sus cabellos, levemente rizados, ondulados como mi razón cuando la miraba. Todos se postraron ante ella, todos se postraron ante mi princesa; yo también me arrodillé, y recé. Rogué a Dios que aquel demonio fuera mío; vendí mi alma a Satán para poseer ese ángel. Al sonido de una campanilla me levanté, y ella seguía allí, hermosa como una estatua griega. Era como un día de primavera, como una noche de verano; brisa y fuego; arena y mar. Envidiaba aquel crucifijo que abrazaba su cuello y se sumergía en la calidez de sus senos, en contacto con su corazón. Yo también quería ser crucificado, quería ser mártir y morir en la cruz, ser envuelto en la blanquísima Sábana Santa de sus pechos, para resucitar al tercer día al contacto de su piel palpitante, de su calor.
            Los fieles empezaron a marchar para tomar la comunión. Ella también salió de su palacio y avanzó hacia el altar. Crucé mi banco para ir en filas distintas, para no morir. Andaba erguida, majestuosa, como una diosa del Olimpo. Llegó al lugar donde estaba el cura, y abrió sus pétalos levemente rosados, surgiendo la cabecita de un bello gusano que yo podría convertir en mariposa realizando la metamorfosis en mi boca. El sacerdote colocó la oblea en su lengua y ésta volvió a su cubil. Cuánto hubiera deseado ser yo el consagrado en la hostia, que su lengua me abrazara y me apretara contra sus húmedos dientes, que su saliva, néctar divino, se mezclara con todo mi ser, disolviéndome; descender por su cuello cristalino; pasar al lado de su corazón y permanecer allí, en silencio, escuchando sus latidos; seguir bajando hasta llegar a su vientre, liso y pulido, y alojarme en el interior de su sexo, túnel que arrastra hasta el cielo, donde me quedaría por el resto de los siglos, guardando su pureza, al igual que el fantasma de un pirata protege sus tesoros.
            El sacerdote me ofreció la Sagrada Forma, que tragué rápidamente, y me dirigí a la salida. Quería verla de cerca. El cura dio su bendición y esos malditos piojos se pusieron en medio de mi niña, impidiéndome mirarla, aunque no consiguieron evitar que viera cómo se santiguaba, igual que una hoja agitada por el viento. Y comenzó a acercarse. Llevaba los ojos bajos, ostras con la concha semicerrada custodiando sus dos perlas de ébano. Ahora pude apreciar qué bella era. Árbol de ramaje negro y tronco delgado y níveo, moteado por unos caprichosos lunares que yo, oruga hambrienta, anhelaba con toda mi alma devorar. Levantó los ojos, pasando su luz suavemente por mi rostro, siguiendo por delante de mí, oliendo a deseo. Cuando quise seguirla el terremoto humano me lo impidió, separándonos, y vi como se alejaba su cabellera. Salí buscándola, pero ya no estaba. Un coche se alejaba, y comencé a olfatear como un perro sarnoso, pero no percibía su aroma. No estaba. ¿Iría en aquella carroza mi Cenicienta, que ya no era más que un punto, un rumor? Me volví despacio hacia casa. ¿Cuántos brazos tendría esa Laguna Estigia que debía recorrer para encontrar de nuevo a mi Eurídice?
            Igual que cuando la vi tuve la certeza de que no me había encontrado con ella antes, en ese momento estaba seguro de que no la iba a ver más. Solamente me miró una vez. Solamente una. Pero entonces adiviné que esa niña podía haberme amado. Ahora sólo me queda languidecer de amor como la ninfa Eco, quedando únicamente mi voz para alabar su perfección divina, su belleza sublime e irreal.

jueves, 31 de enero de 2013

Trilogía sucia animal III - Pájaros


Ana abrió su bolso negro y saco de él, envuelto en papel de aluminio, un mendrugo de pan que había reservado de la cena de la noche anterior. Volvió a cerrar el bolso, lo depositó cuidando que no se volcara sobre el banco en el que se hallaba sentada y, a base de minúsculos pellizcos, fue desmenuzándolo. Al llamado de las migas que caían al suelo, fueron acercándose, en principio temerosos, varios gorriones y palomas. Un sol cariñoso le bañaba el rostro y cerró los ojos. Aunque ya estuviera comenzando noviembre, aún se podía estar un rato por las tardes, sentanda en el parque, disfrutando los últimos rayos de sol de ese año, que acogía como caricias. Se regocijó con anticipo ante el próximo olor a castañas asadas que el señor de la boina gris le regalaría dentro de poco tiempo. Paseó las manos por la falda verde clara para desalojar de ella unas migas que se habían adherido. Sacó del bolso un bolígrafo y una revistita de crucigramas que había comprado del quiosco de al lado de su casa la semana anterior. De nuevo abrió el bolso y verificó en su teléfono móvil si tenía alguna llamada perdida.

Los gorriones se acercaban a saltitos, rivalizando con los movimientos más pesados de las gigantes palomas. Éstas picoteaban los trozos de pan duro, destrozándolos y granulándolos aún más. Los gorriones, astutamente, recogían esas miguitas que caían de los picos distraídos de las palomas, emprendiendo un pequeño vuelo alejándose un poco para disfrutar de su suculento botín. Sacó un paquete de tabaco del bolsillo de su abrigo y encendió un cigarro. El piar de las aves le sonreía el atardecer. Ana fue pasando las páginas de la revista y finalmente escogió una sopa de letras, no le apetecía pensar demasiado las extrañas definiciones que en ocasiones aparecían en los crucigramas. Se encontraba demasiado a gusto y relajada allí sentada, disfrutando del sol y del olor a hojas caídas del parque. Capitales de Europa, escogió. Ella no había estado en ninguna de ellas, ni en Madrid siquiera, pensó mientras arrojaba al suelo la colilla y la pisaba con la punta del zapato para apagarla. Los pájaros se alarmaron por este movimiento inesperado para ellos y se alejaron unos metros. Localizó Copenhage y lo rodeó con un rectángulo. Le agradó el haber conseguido iniciar la sopa de letras con una palabra tan larga,además tan rápidamente, lo asumió como un buen presagio. Creyó recordar que en un documental había visto que era una ciudad con canales y tenía la estatua de una sirena, pero no estaba segura, la confundía con alguna del resto de capitales nórdicas.

Al otro extremo del parque, una mujer de unos cincuenta años, aproximadamente de la edad de Ana, abrigada con una bata azul, salió de un edificio y depositó en el contenedor de basura una bolsa gris. La recriminó mentalmente, ya que era demasiado temprano para tirar la basura, apenas estaba comenzando a retirarse el día. Encontró dos palabras casi seguidas, Roma y Berlín. Frente a ella, seguían remoloneando algunos pájaros, aunque ya no quedaba nada de pan en el suelo. Cogió de nuevo el bolso y rebuscó en su interior. Volvió a observar su móvil. Apareció otro cuscurro, aunque éste estaba envuelto en un papel de cocina con algunas manchas de algo que parecía aceite. En ocasiones le sucedía que olvidaba dar la comida a las aves porque se distraía viendo algún joven que paseaba con su perro o a alguna pareja que caminaban perezosamente cogidos de la mano o de la cintura. Sacó el pan y se le cayó al suelo. Dudó si recogerlo y convertirlo en miguitas, pero optó en darle una patada hacia adelante. Los pájaros se abalanzaron hacia la comida e iniciaron su paroxismo de picotazos insistentes. Ana halló Madrid con dificultad, se ocultaba en una diagonal invertida, y la marcó a conciencia. Le pareció que encontrar la capital de su país le había servido de estímulo, pues rápidamente dio con Dublín, Budapest, Londrés y Viena. Únicamente le restaban dos palabras para resolver completamente el pasatiempo.

Sintió algo de frío y se abrochó un botón más del abrigo hasta cubrirse el cuello. El sol se había escondido detrás del edificio de enfrente. Más vecinos habían bajado su basura. Ésa era una hora más adecuada para hacerlo, aprobó Ana. Las farolas del parque se encendieron. Lo agradeció, ya empezaba a tener dificultadas para ver las letras indecisas. Moscú, recuadró. Ya solamente una única palabra. ¿Cuál sería la capital que le faltaba?, se preguntó mientras encendía un cigarro. Levantó los ojos de la revista y vio a varias personas acercarse al cubo de basura. Eran tres hombres y una mujer. Vestían abrigos de paño ruín y caminaban cansadamente. Uno de ellos llevaba un gorro rojo de lana. Abrieron la tapa naranja del contenedor y comenzaron a extraer las bolsas. A estirones las rasgaron y con unas manos como garras escarbaban en su interior. Uno de los hombres, el más bajo, le dio un manotazo al del gorro de lana. La mujer sacó algo parecido a una naranja, la observó con detenimiento, y la guardó en una bolsa de plástico que sacó del bolsillo después de alisarla haciendo movimientos de abanico. El teléfono móvil sonó en el interior del bolso de Ana. Lo abrió rápidamente, tirando el cigarro al suelo, y comenzó a hurgar en su interior, hasta que lo encontró y lo sacó. Respondió la llamada, pero colgó cuando una voz aburrida le ofreció cambiarse de compañía telefónica. Permaneció un instante con el teléfono apoyado en la mejilla, hasta que volvió a reintegrarlo en el interior del bolso. Se prendió un nuevo cigarro. Los vagabundos habían abandonado ese contenedor y fueron interrogando con poco ánimo los de los edificios contiguos. Ana los estuvo mirando hasta que los perdió al doblar la esquina. Los pájaros habían empujado los restos del trozo de pan hasta casi sus pies. Peleaban por las últimas migajas. Una paloma, de repente, picoteó la cabeza de unos de los gorriones. Repitió su ataque y Ana vio cómo arrancaba uno de sus ojitos, separándose de la cuenca poco a poco unido por una especie de mucosidad. El gorrión piaba de una manera que Ana se le antojó bastante extraña, pues ella no los asimilaba que fueran gritos de dolor. Hizo un cilindro con la revista, adelantó el cuerpo hacia adelante, y la descargó contra la paloma que se se encontraba absorta y ávida devorando los últimos restos de pan. Golpeó y golpeó, hasta que el pájaro quedó atontado. Con un movimiento rápido, agarró a la paloma, se la acercó a la cara y fue aproximando lentamente a uno de sus ojos la colilla que ya agonizaba entre sus dedos. La paloma aleteó, pero ella no aflojaba la presión. Un olor a carne quemada la sometió. La soltó, y el ave se alejó volando erráticamente. Ana se percató de que todos los pájaros habían huido también. Dejó en el suelo la revista y se levantó. Comenzó a caminar y casi se ve derribada por la carrera de unos cuantos perros enloquecidos que perseguían a otro pequeño. Cuando estaba saliendo del parque en dirección a su casa, recordó que no había conseguido averiguar cuál era la capital que le faltaba para resolver por completo la sopa de letras.

jueves, 24 de enero de 2013

Trilogía sucia animal II - Peces

Terminó  de enlazar su cara corbata de seda rosa con un nudo doble Windsor mientras tragaba el último bocado de tostada que ayudó a pasar con un trago de café. Antes de salir de casa, como cada mañana, Torres se acercó a la pecera. Dentro de ella, sus alegres peces, uno de color azul turquesa y otro rojo con manchitas marrones deambulaban con un impreciso rumbo, introduciéndose por una de las ventanas del castillo semiderruido que se alzaba sobre el fondo de la pecera y rodeando al pequeño buzo que emitía unas ínfimas burbujas. Parecía como si jugaran a perseguirse. Golpeó un par de veces sobre la superficie templada de cristal y los peces, nerviosos, se dirigieron como urgidos por espasmos hacia el dedo que había perturbado su paz. Sonrió al ver cómo boqueaban frente a la yema del dedo. Con la otra mano vertió un poco de comida. No mucha, tal y como le habían aconsejado en la tienda de mascotas donde compró los animalitos y la pecera con su costoso sistema de climatización. Se desentendieron él y se dirigieron con rapidez hacia las escamas que iban descendiendo livianas como plumas para devorarlas. Torres siempre se preguntaba si sería cierto eso que había oído muchas veces acerca de que los recuerdos de los peces se disuelven en su pequeño cerebro en menos de un minuto.

Al entrar en el ascensor sintió cómo el perfume con el que había acariciado su rostro al salir de la ducha fluía a través de él y se adhería a las paredes del cubículo que descendía a gran velocidad desde el ático donde vivía. El portero, del cual nunca había conocido su nombre, o al menos no lo recordaba, le saludó con un buenos días sonriente y pellizcándose la gorra de plato.

En el interior del taxi paseó su mano sobre la suave piel de la funda donde guardaba el Ipad antes de extraerlo, y aprovechó el trayecto para terminar de leer un artículo sobre el concurso de privatización del servicio de recogida de basuras de la ciudad que había dejado inconcluso la noche anterior.

Le dijo a su secretaria Rosi que no le pasara llamadas. Quería repasar una vez más el informe que había realizado durante esa semana donde aconsejaba disminuir gastos en la empresa mediante la reducción de personal. Levantó la cabeza y miró a Rosi a través de la pared de cristal de su despacho, que se apartaba un mechón de cabello díscolo que le lamía la frente mientras tecleaba en el ordenador con la otra mano. No pudo evitar pensar que era posible que, si se aprobaban las directrices que él sostenía, ella fuera una de las despedidas, llevaba tan solo dos años allí y la indemnización aún no sería demasiado onerosa. Tampoco era tan extraordinaria, la anterior era hasta mejor, se justificó anticipadamente, aunque no podía obviar los estupendos cafés que sabía prepararle, en su punto idóneo de temperatura y dulzor. Se reafirmó en que su informe era correcto y acertado y lo envió por correo electrónico al presidente y al resto de la junta directiva. El teléfono móvil comenzó a vibrar en su bolsillo. Lo sacó y miró la pantalla. Leticia. Lo apoyó sobre la mesa y el aparato seguía temblando enfrebrecido hasta que cesó el zumbido. A los pocos minutos volvió a recibir la misma llamada y optó por guardarlo en el cajón.

Almorzó en el restaurante habitual, como casi cada semana, con el presidente. Estuvieron hablando de fútbol y se citaron en el palco que la empresa poseía en el estadio de la ciudad para el partido de dentro de dos semanas. El señor Salas le contó que su hija iba a estudiar los dos últimos años de la carrera en Estados Unidos, en la Universidad Lincoln de Pensilvania. Torres la había visto un par de veces, en alguna fiesta que el presidente le había invitado en su finca. Solamente recordaba de ella las blusas ceñidas y deliciosas que llevaba. El señor Salas comenzó a hastiarle con una de aquellas historias inverosímiles que frecuentaba demasiado sobre confusos alardes deportivos que había gozado en tiempos ya remotos. Torres concluyó que tal vez debiera llamar a Leticia. Lo cierto es que ese día le apetecía echar un polvo al salir del trabajo.

Leticia le sirvió una copa de Zacapa 23 años mientras escogía un cedé de Lester Young. Ella le confidenció que su madre estaba peor, que se habían visto obligados a tener que ingresarla de nuevo y que sospechaba que de esa operación ya no saldría. El licor se deslizaba juguetón por su garganta y se sorprendió pensando que nunca se la había follado sobre su mesa de arquitectura, encima de los planos. No sabía si resistiría los empujones, daba la impresión de ser bastante endeble. Apuró su copa y antes de que ella terminara la suya ya había empezado a desabrocharle la camisa y a bucear con su mano sigilosa hasta acariciarle los senos. Lo hicieron sobre el sofá, y al finalizar, cayó algo de semen sobre uno de los cojines. Leticia miró la mancha maloliente y pasó la mano por encima, pero no dijo nada.

Antes de volver a casa se duchó y, con los ojos cerrados, mientras le caía el chorro de agua sobre la cara, valoró la posibilidad de no volver a verla. Hasta Rosi tenía mejor culo, sentenció. Se despidieron con un beso rápido en la puerta de su casa. El taxi demoraba más de lo habitual, por la manifestación, se excusó el conductor. Calculó que debía hacer poco tiempo que había anochecido. Finalmente, el coche se detuvo. Tamborileaba los dedos sobre el muslo mientras miraba aburrido por la ventanilla. A su izquierda, había un parque. Una mujer entró en él con uno de esos perros pequeños que él juzgaba absurdos vestido con una especie de jersey aún más insensato que el animal. Aún acertó a ver a un hombre de no mucha estatura que parecía arrastrado por unos cuantos perros antes de que el taxi por fin se liberara del atasco. Le dio todavía tiempo a leer los titulares del Marca y a revisar el correo electrónico. Nada interesante, ni en los deportes ni en su bandeja de entrada, resolvió.

Mientras se estaba quitando los calcetines sonó el teléfono. ¿Otra vez ella?, se quejó resoplando con fastidio. Sin embargo, no era Leticia, sino el señor Salas. Miró su reloj antes de responder, y le extrañó que el presidente llamara a esas horas, le parecía bastante inusual. Le dijo que, en honor al excelente trato personal que tenían, incluso de amistad, recalcó, prefería comunicarle si no cara a cara al menos sí con su propia voz, que la compañía no podía seguir contando con él, pese a su indudable valía, pero que era necesario reducir costes. Al colgar, le vinieron a la mente las tetas de la hija del señor Salas, Verónica, recordó en ese momento que se llamaba, aunque no sabía exactamente a qué universidad de Estados Unidos iría. Encendió la luz de la pecera, y reparó en que solamente se encontraba nadando en el agua a uno de los peces, el azul turquesa. Acercó la cara y buscó al desaparecido, y finalmente vio los restos del rojo en el fondo, despedazado. Con los dedos golpeó el cristal y por un momento imaginó que los trozos del cadáver también acudirían a su llamada. El pececillo azul se dirigió hacia allí. Torres giró el dedo describiendo círculos sobre el cristal. Metió la otra mano dentro de la pecera y, tras un par de intentos, logró apresarlo. El pez brincaba sobre su palma y le miró los ojos, que parecía que le estallaban dentro de su pequeña cara. Recordó haber leído que los peces no tienen párpados, ya que no les son necesarios debido a que el agua los limpia de impurezas. Volteó la mano y cayó al suelo. Se enmascaró la cara con las dos manos y sintió un olor a aguas corrompidas. El pez continuó con su baile enloquecido hasta que finalmente sus convulsiones fueron espaciándose cada vez más, hasta detenerse por completo.

miércoles, 16 de enero de 2013

Trilogía sucia animal I - Perros


Ramón se anilló como buenamente pudo al dedo meñique la correa de uno de los perros que debía sacar a pasear. Con la mano que le quedaba libre abrió la puerta de la verja y logró salir antes que los animales. Nunca había sacado a pasear un número tan elevado de canes: tirando como si fueran leones llevaba dos foxterriers, un yorkshire, un dálmata y un pitbull que cojeaba notablemente de una de sus patas. Para precisar más, Ramón no había sacado a pasear ni un puto perro en su vida. Jamás le habían agradado esos animalejos babosos que te muerden los bajos de los pantalones y te olisquean el culo. Sentía algo más de estima por los gatos, no mucha tampoco, para ser sinceros, pero al menos eran unos bichos más independientes.

Le había supuesto una sorpresa grata el comprobar que a sus cuarenta y cinco años largos todavía era capaz de conseguir un trabajo que la mayoría considera honrado. Ya estaba harto de ir rodando cuesta abajo por la vida, no quería bajo ningún concepto retornar a la cárcel. A Ramón le gustaba la calle, respirar el aire no almacenado entre los odiosos muros de la prisión, caminar con pasos demorados mientras el humo de su cigarrillo ascendía con pereza hasta diluirse en el aire. Sin embargo, ahora su paseo era muy distinto, en esta ocasión se veía obligado a detenerse cada vez que se cruzaba con un árbol para que los perros mearan en él, o bien el paseo azaroso que se había trazado segundos antes en su mente, como si su cabeza albergara un plano imaginario de la ciudad, se veía truncado si el yorkshire, que según le habían contado era sumamente libidinoso, captaba el aroma de una perra en celo.

Contó el número de patas de los animales, cinco por cuatro veinte, aunque una del pitbull estaba jodida. Él solo poseía dos, pero tenía inteligencia, mucha más que esa mierda de babosos, aunque en la mayor parte de su vida no la hubiese sabido aprovechar. Delante de él, una mujer rubia de treinta y tantos llevaba una perra arropadita por un minúsculo jersey de cuadros escoceses. Ella movía bien el culo, y su animal, a juzgar por la lengua jadeante de sus cinco machos, tampoco debía hacerlo mal. Entraron en el parque, ahora le resultaba sencillo manejar a los chuchos. Empezaba a oscurecer. Sus perros tiraban de él con fuerza, aunque Ramón lograba mantenerlos a su lado, él no era ningún enclenque. El ruido de la ciudad se iba antojando cada vez más lejano. Abrió la mano y los cinco perros se abalanzaron sobre la perrita. La rubia gritó. El primero en llegar fue el yorkshire, pero Ramón, mientras le arrancaba las bragas, vio que finalmente la cubrió el pitbull.

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