jueves, 24 de enero de 2013

Trilogía sucia animal II - Peces

Terminó  de enlazar su cara corbata de seda rosa con un nudo doble Windsor mientras tragaba el último bocado de tostada que ayudó a pasar con un trago de café. Antes de salir de casa, como cada mañana, Torres se acercó a la pecera. Dentro de ella, sus alegres peces, uno de color azul turquesa y otro rojo con manchitas marrones deambulaban con un impreciso rumbo, introduciéndose por una de las ventanas del castillo semiderruido que se alzaba sobre el fondo de la pecera y rodeando al pequeño buzo que emitía unas ínfimas burbujas. Parecía como si jugaran a perseguirse. Golpeó un par de veces sobre la superficie templada de cristal y los peces, nerviosos, se dirigieron como urgidos por espasmos hacia el dedo que había perturbado su paz. Sonrió al ver cómo boqueaban frente a la yema del dedo. Con la otra mano vertió un poco de comida. No mucha, tal y como le habían aconsejado en la tienda de mascotas donde compró los animalitos y la pecera con su costoso sistema de climatización. Se desentendieron él y se dirigieron con rapidez hacia las escamas que iban descendiendo livianas como plumas para devorarlas. Torres siempre se preguntaba si sería cierto eso que había oído muchas veces acerca de que los recuerdos de los peces se disuelven en su pequeño cerebro en menos de un minuto.

Al entrar en el ascensor sintió cómo el perfume con el que había acariciado su rostro al salir de la ducha fluía a través de él y se adhería a las paredes del cubículo que descendía a gran velocidad desde el ático donde vivía. El portero, del cual nunca había conocido su nombre, o al menos no lo recordaba, le saludó con un buenos días sonriente y pellizcándose la gorra de plato.

En el interior del taxi paseó su mano sobre la suave piel de la funda donde guardaba el Ipad antes de extraerlo, y aprovechó el trayecto para terminar de leer un artículo sobre el concurso de privatización del servicio de recogida de basuras de la ciudad que había dejado inconcluso la noche anterior.

Le dijo a su secretaria Rosi que no le pasara llamadas. Quería repasar una vez más el informe que había realizado durante esa semana donde aconsejaba disminuir gastos en la empresa mediante la reducción de personal. Levantó la cabeza y miró a Rosi a través de la pared de cristal de su despacho, que se apartaba un mechón de cabello díscolo que le lamía la frente mientras tecleaba en el ordenador con la otra mano. No pudo evitar pensar que era posible que, si se aprobaban las directrices que él sostenía, ella fuera una de las despedidas, llevaba tan solo dos años allí y la indemnización aún no sería demasiado onerosa. Tampoco era tan extraordinaria, la anterior era hasta mejor, se justificó anticipadamente, aunque no podía obviar los estupendos cafés que sabía prepararle, en su punto idóneo de temperatura y dulzor. Se reafirmó en que su informe era correcto y acertado y lo envió por correo electrónico al presidente y al resto de la junta directiva. El teléfono móvil comenzó a vibrar en su bolsillo. Lo sacó y miró la pantalla. Leticia. Lo apoyó sobre la mesa y el aparato seguía temblando enfrebrecido hasta que cesó el zumbido. A los pocos minutos volvió a recibir la misma llamada y optó por guardarlo en el cajón.

Almorzó en el restaurante habitual, como casi cada semana, con el presidente. Estuvieron hablando de fútbol y se citaron en el palco que la empresa poseía en el estadio de la ciudad para el partido de dentro de dos semanas. El señor Salas le contó que su hija iba a estudiar los dos últimos años de la carrera en Estados Unidos, en la Universidad Lincoln de Pensilvania. Torres la había visto un par de veces, en alguna fiesta que el presidente le había invitado en su finca. Solamente recordaba de ella las blusas ceñidas y deliciosas que llevaba. El señor Salas comenzó a hastiarle con una de aquellas historias inverosímiles que frecuentaba demasiado sobre confusos alardes deportivos que había gozado en tiempos ya remotos. Torres concluyó que tal vez debiera llamar a Leticia. Lo cierto es que ese día le apetecía echar un polvo al salir del trabajo.

Leticia le sirvió una copa de Zacapa 23 años mientras escogía un cedé de Lester Young. Ella le confidenció que su madre estaba peor, que se habían visto obligados a tener que ingresarla de nuevo y que sospechaba que de esa operación ya no saldría. El licor se deslizaba juguetón por su garganta y se sorprendió pensando que nunca se la había follado sobre su mesa de arquitectura, encima de los planos. No sabía si resistiría los empujones, daba la impresión de ser bastante endeble. Apuró su copa y antes de que ella terminara la suya ya había empezado a desabrocharle la camisa y a bucear con su mano sigilosa hasta acariciarle los senos. Lo hicieron sobre el sofá, y al finalizar, cayó algo de semen sobre uno de los cojines. Leticia miró la mancha maloliente y pasó la mano por encima, pero no dijo nada.

Antes de volver a casa se duchó y, con los ojos cerrados, mientras le caía el chorro de agua sobre la cara, valoró la posibilidad de no volver a verla. Hasta Rosi tenía mejor culo, sentenció. Se despidieron con un beso rápido en la puerta de su casa. El taxi demoraba más de lo habitual, por la manifestación, se excusó el conductor. Calculó que debía hacer poco tiempo que había anochecido. Finalmente, el coche se detuvo. Tamborileaba los dedos sobre el muslo mientras miraba aburrido por la ventanilla. A su izquierda, había un parque. Una mujer entró en él con uno de esos perros pequeños que él juzgaba absurdos vestido con una especie de jersey aún más insensato que el animal. Aún acertó a ver a un hombre de no mucha estatura que parecía arrastrado por unos cuantos perros antes de que el taxi por fin se liberara del atasco. Le dio todavía tiempo a leer los titulares del Marca y a revisar el correo electrónico. Nada interesante, ni en los deportes ni en su bandeja de entrada, resolvió.

Mientras se estaba quitando los calcetines sonó el teléfono. ¿Otra vez ella?, se quejó resoplando con fastidio. Sin embargo, no era Leticia, sino el señor Salas. Miró su reloj antes de responder, y le extrañó que el presidente llamara a esas horas, le parecía bastante inusual. Le dijo que, en honor al excelente trato personal que tenían, incluso de amistad, recalcó, prefería comunicarle si no cara a cara al menos sí con su propia voz, que la compañía no podía seguir contando con él, pese a su indudable valía, pero que era necesario reducir costes. Al colgar, le vinieron a la mente las tetas de la hija del señor Salas, Verónica, recordó en ese momento que se llamaba, aunque no sabía exactamente a qué universidad de Estados Unidos iría. Encendió la luz de la pecera, y reparó en que solamente se encontraba nadando en el agua a uno de los peces, el azul turquesa. Acercó la cara y buscó al desaparecido, y finalmente vio los restos del rojo en el fondo, despedazado. Con los dedos golpeó el cristal y por un momento imaginó que los trozos del cadáver también acudirían a su llamada. El pececillo azul se dirigió hacia allí. Torres giró el dedo describiendo círculos sobre el cristal. Metió la otra mano dentro de la pecera y, tras un par de intentos, logró apresarlo. El pez brincaba sobre su palma y le miró los ojos, que parecía que le estallaban dentro de su pequeña cara. Recordó haber leído que los peces no tienen párpados, ya que no les son necesarios debido a que el agua los limpia de impurezas. Volteó la mano y cayó al suelo. Se enmascaró la cara con las dos manos y sintió un olor a aguas corrompidas. El pez continuó con su baile enloquecido hasta que finalmente sus convulsiones fueron espaciándose cada vez más, hasta detenerse por completo.

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