Ramón
se anilló como buenamente pudo al dedo meñique la correa de uno de los perros
que debía sacar a pasear. Con la mano que le quedaba libre abrió la puerta de
la verja y logró salir antes que los animales. Nunca había sacado a pasear un
número tan elevado de canes: tirando como si fueran leones llevaba dos
foxterriers, un yorkshire, un dálmata y un pitbull que cojeaba notablemente de
una de sus patas. Para precisar más, Ramón no había sacado a pasear ni un puto
perro en su vida. Jamás le habían agradado esos animalejos babosos que te
muerden los bajos de los pantalones y te olisquean el culo. Sentía algo más de
estima por los gatos, no mucha tampoco, para ser sinceros, pero al menos eran
unos bichos más independientes.
Le había supuesto una sorpresa grata
el comprobar que a sus cuarenta y cinco años largos todavía era capaz de
conseguir un trabajo que la mayoría considera honrado. Ya estaba harto de ir
rodando cuesta abajo por la vida, no quería bajo ningún concepto retornar a la
cárcel. A Ramón le gustaba la calle, respirar el aire no almacenado entre los
odiosos muros de la prisión, caminar con pasos demorados mientras el humo de su
cigarrillo ascendía con pereza hasta diluirse en el aire. Sin embargo, ahora su
paseo era muy distinto, en esta ocasión se veía obligado a detenerse cada vez
que se cruzaba con un árbol para que los perros mearan en él, o bien el paseo
azaroso que se había trazado segundos antes en su mente, como si su cabeza
albergara un plano imaginario de la ciudad, se veía truncado si el yorkshire,
que según le habían contado era sumamente libidinoso, captaba el aroma de una
perra en celo.
Contó el número de patas de los
animales, cinco por cuatro veinte, aunque una del pitbull estaba jodida. Él
solo poseía dos, pero tenía inteligencia, mucha más que esa mierda de babosos,
aunque en la mayor parte de su vida no la hubiese sabido aprovechar. Delante de
él, una mujer rubia de treinta y tantos llevaba una perra arropadita por un
minúsculo jersey de cuadros escoceses. Ella movía bien el culo, y su animal, a
juzgar por la lengua jadeante de sus cinco machos, tampoco debía hacerlo mal.
Entraron en el parque, ahora le resultaba sencillo manejar a los chuchos.
Empezaba a oscurecer. Sus perros tiraban de él con fuerza, aunque Ramón lograba
mantenerlos a su lado, él no era ningún enclenque. El ruido de la ciudad se iba
antojando cada vez más lejano. Abrió la mano y los cinco perros se abalanzaron
sobre la perrita. La rubia gritó. El primero en llegar fue el yorkshire, pero
Ramón, mientras le arrancaba las bragas, vio que finalmente la cubrió el
pitbull.
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