Ana abrió su bolso negro y saco de él, envuelto en papel de
aluminio, un mendrugo de pan que había reservado de la cena de la noche
anterior. Volvió a cerrar el bolso, lo depositó cuidando que no se volcara
sobre el banco en el que se hallaba sentada y, a base de minúsculos pellizcos,
fue desmenuzándolo. Al llamado de las migas que caían al suelo, fueron
acercándose, en principio temerosos, varios gorriones y palomas. Un sol cariñoso
le bañaba el rostro y cerró los ojos. Aunque ya estuviera comenzando noviembre,
aún se podía estar un rato por las tardes, sentanda en el parque, disfrutando
los últimos rayos de sol de ese año, que acogía como caricias. Se regocijó con
anticipo ante el próximo olor a castañas asadas que el señor de la boina gris
le regalaría dentro de poco tiempo. Paseó las manos por la falda verde clara
para desalojar de ella unas migas que se habían adherido. Sacó del bolso un
bolígrafo y una revistita de crucigramas que había comprado del quiosco de al
lado de su casa la semana anterior. De nuevo abrió el bolso y verificó en su
teléfono móvil si tenía alguna llamada perdida.
Los
gorriones se acercaban a saltitos, rivalizando con los movimientos más pesados
de las gigantes palomas. Éstas picoteaban los trozos de pan duro, destrozándolos
y granulándolos aún más. Los gorriones, astutamente, recogían esas miguitas que
caían de los picos distraídos de las palomas, emprendiendo un pequeño vuelo
alejándose un poco para disfrutar de su suculento botín. Sacó un paquete de
tabaco del bolsillo de su abrigo y encendió un cigarro. El piar de las aves le
sonreía el atardecer. Ana fue pasando las páginas de la revista y finalmente
escogió una sopa de letras, no le apetecía pensar demasiado las extrañas
definiciones que en ocasiones aparecían en los crucigramas. Se encontraba
demasiado a gusto y relajada allí sentada, disfrutando del sol y del olor a
hojas caídas del parque. Capitales de Europa, escogió. Ella no había estado en
ninguna de ellas, ni en Madrid siquiera, pensó mientras arrojaba al suelo la
colilla y la pisaba con la punta del zapato para apagarla. Los pájaros se
alarmaron por este movimiento inesperado para ellos y se alejaron unos metros.
Localizó Copenhage y lo rodeó con un rectángulo. Le agradó el haber conseguido
iniciar la sopa de letras con una palabra tan larga,además tan rápidamente, lo
asumió como un buen presagio. Creyó recordar que en un documental había visto
que era una ciudad con canales y tenía la estatua de una sirena, pero no estaba
segura, la confundía con alguna del resto de capitales nórdicas.
Al otro
extremo del parque, una mujer de unos cincuenta años, aproximadamente de la
edad de Ana, abrigada con una bata azul, salió de un edificio y depositó en el
contenedor de basura una bolsa gris. La recriminó mentalmente, ya que era
demasiado temprano para tirar la basura, apenas estaba comenzando a retirarse
el día. Encontró dos palabras casi seguidas, Roma y Berlín. Frente a ella,
seguían remoloneando algunos pájaros, aunque ya no quedaba nada de pan en el
suelo. Cogió de nuevo el bolso y rebuscó en su interior. Volvió a observar su
móvil. Apareció otro cuscurro, aunque éste estaba envuelto en un papel de
cocina con algunas manchas de algo que parecía aceite. En ocasiones le sucedía
que olvidaba dar la comida a las aves porque se distraía viendo algún joven que
paseaba con su perro o a alguna pareja que caminaban perezosamente cogidos de
la mano o de la cintura. Sacó el pan y se le cayó al suelo. Dudó si recogerlo y
convertirlo en miguitas, pero optó en darle una patada hacia adelante. Los
pájaros se abalanzaron hacia la comida e iniciaron su paroxismo de picotazos
insistentes. Ana halló Madrid con dificultad, se ocultaba en una diagonal
invertida, y la marcó a conciencia. Le pareció que encontrar la capital de su
país le había servido de estímulo, pues rápidamente dio con Dublín, Budapest,
Londrés y Viena. Únicamente le restaban dos palabras para resolver
completamente el pasatiempo.
Sintió algo
de frío y se abrochó un botón más del abrigo hasta cubrirse el cuello. El sol
se había escondido detrás del edificio de enfrente. Más vecinos habían bajado
su basura. Ésa era una hora más adecuada para hacerlo, aprobó Ana. Las farolas
del parque se encendieron. Lo agradeció, ya empezaba a tener dificultadas para
ver las letras indecisas. Moscú, recuadró. Ya solamente una única palabra.
¿Cuál sería la capital que le faltaba?, se preguntó mientras encendía un
cigarro. Levantó los ojos de la revista y vio a varias personas acercarse al
cubo de basura. Eran tres hombres y una mujer. Vestían abrigos de paño ruín y
caminaban cansadamente. Uno de ellos llevaba un gorro rojo de lana. Abrieron la
tapa naranja del contenedor y comenzaron a extraer las bolsas. A estirones las
rasgaron y con unas manos como garras escarbaban en su interior. Uno de los hombres,
el más bajo, le dio un manotazo al del gorro de lana. La mujer sacó algo
parecido a una naranja, la observó con detenimiento, y la guardó en una bolsa
de plástico que sacó del bolsillo después de alisarla haciendo movimientos de
abanico. El teléfono móvil sonó en el interior del bolso de Ana. Lo abrió
rápidamente, tirando el cigarro al suelo, y comenzó a hurgar en su interior,
hasta que lo encontró y lo sacó. Respondió la llamada, pero colgó cuando una
voz aburrida le ofreció cambiarse de compañía telefónica. Permaneció un
instante con el teléfono apoyado en la mejilla, hasta que volvió a reintegrarlo
en el interior del bolso. Se prendió un nuevo cigarro. Los vagabundos habían
abandonado ese contenedor y fueron interrogando con poco ánimo los de los edificios
contiguos. Ana los estuvo mirando hasta que los perdió al doblar la esquina.
Los pájaros habían empujado los restos del trozo de pan hasta casi sus pies.
Peleaban por las últimas migajas. Una paloma, de repente, picoteó la cabeza de
unos de los gorriones. Repitió su ataque y Ana vio cómo arrancaba uno de sus
ojitos, separándose de la cuenca poco a poco unido por una especie de
mucosidad. El gorrión piaba de una manera que Ana se le antojó bastante extraña,
pues ella no los asimilaba que fueran gritos de dolor. Hizo un cilindro con la
revista, adelantó el cuerpo hacia adelante, y la descargó contra la paloma que
se se encontraba absorta y ávida devorando los últimos restos de pan. Golpeó y
golpeó, hasta que el pájaro quedó atontado. Con un movimiento rápido, agarró a
la paloma, se la acercó a la cara y fue aproximando lentamente a uno de sus
ojos la colilla que ya agonizaba entre sus dedos. La paloma aleteó, pero ella
no aflojaba la presión. Un olor a carne quemada la sometió. La soltó, y el ave
se alejó volando erráticamente. Ana se percató de que todos los pájaros habían
huido también. Dejó en el suelo la revista y se levantó. Comenzó a caminar y
casi se ve derribada por la carrera de unos cuantos perros enloquecidos que
perseguían a otro pequeño. Cuando estaba saliendo del parque en dirección a su
casa, recordó que no había conseguido averiguar cuál era la capital que le
faltaba para resolver por completo la sopa de letras.