Don Roberto paseaba a largas zancadas en el patio.
Llevaba las manos a la espalda, sujetándose con la derecha la izquierda. Rozaba
con el pulgar el reloj que le había regalado Mercedes tiempo atrás, tanto, que
ya ni se acordaba. Los niños jugaban al fútbol. Habían hecho unas rudimentarias
porterías tomando como postes unas mochilas y algunos abrigos. Sus chillidos
agudos se entremezclaban con el piar de los pájaros que volaban a menor altura.
Don Roberto miró la hora, aún quedaban unos minutos para que finalizara el
recreo. Humedeció sus labios y sacó del bolsillo de su camisa el silbato y
sopló tres veces y, tomando aire con una bocanada generosa, dio un nuevo pitido
más largo que los anteriores, insistente, amenazador. Pablito cogió el balón y
se lo colocó debajo del brazo. Avanzaba el primero hacia la fila, marcial,
seguido por el resto de niños. Don Roberto se subió a los escalones y comenzó a
rezar en voz alta el padrenuestro. Todos los niños le secundaron en la oración.
Todos menos Pablito, que, como siempre, se limitaba a abrir la boca ampliamente
y mover los labios de forma ostentosa, gesticulando con ellos como si fuera un
mimo. Enrique, que se situaba justo detrás de él, no pudo aguantar y se le
escapó una risotada, que, velozmente, se contagió al resto de niños, como una
olla con agua hirviendo. Don Roberto abrió los ojos y enrojeció al ver aquellos
niños doblándose de risa mientras él rezaba el padrenuestro. Sus mejillas
parecía que se inflamaban y que iba a empezar a arder. De hecho, así fue, y
unas llamas comenzaron a treparle de los mofletes abultados hasta los cabellos,
que prendieron rápido, extendiéndose el fuego al resto del cuerpo. Se mantuvo
en pie, hasta que no fue más que un monigote carbonizado. Pablito cogió la
pelota que aprisionaba con su axila izquierda, la depositó en el suelo, dio dos
pasos hacia atrás y chutó con fuerza. El balón impactó contra lo que debió ser
la cabeza de don Roberto, y toda la materia ennegrecida se desmoronó sin hacer
ruido. Una nubecilla de polvo oscuro se contorneaba alrededor de la montañita
de ceniza, todavía humeante. El silbato cayó por la escalera, haciendo un ruido
de cloqueo según iba descendiendo por los escalones.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años
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