Al
entrar en el vagón Lola localiza un asiento al lado de la ventanilla y se
apresura a ocuparlo. Se encuentra muy cansada, lleva todo el día andando, latigueada
por el viento frío y le duelen las rodillas. Deja el bolso a un lado y con las
dos manos se las masajea con fuerza, con gestos circulares, tal y como vio una
vez hacer en un programa de televisión. Ese movimiento le hace sentir más
relajada y recuesta la cabeza contra la ventanilla. La nota helada, pero en este
momento no le importa lo más mínimo. Afuera, observa edificios indistinguibles que
emborronan la tarde, perdiéndose con rapidez.
Delante suya, al lado de las
puertas, está sentada una mujer de unos setenta años con un pañuelo azul que le
abraza los cabellos. A sus pies tiene dos bolsas de supermercado que se antojan
muy pesadas y un transportín de donde asoma la cabeza inmensa de un gato
blanco. Lola distingue en el interior de las bolsas una lechuga, tomates, unos
botes de algo que no alcanza a discernir y unas latas de sardinas. El gato, con
los ojos semicerrados, se lame goloso la almohadilla de una de sus patas
delanteras.
-Latas
de sardinas –murmulla el gato blanco después de estirarse trabajosamente en el
interior de su transportín-. Se cree que me gustan.
-En
otros tiempos –continua después de aclararse la garganta con un breve carraspeo
– me las hubiera comido con gusto. Anda que no pasé hambre en la guerra, cuando
malvivía en las ruinas de un edificio hecho migas por las bombas. Devoraba todo
lo que se podía agarrar.
-Y
las peleas por el alimento –prosigue después de unos instantes, en los que los
ojos se le han ensoñecido-. La caza de lagartijas, la muerte de las flores, las
uñas que rascaban las piedras.
El tren se detiene en la estación de
Coslada, y la señora, asiendo con dificultad las dos bolsas de la compra, se
baja del tren.
-¿Qué
haces? –grita el gato empujando la reja del transportín con su gruesa cabeza-.
No me dejes aquí. Regresa.
Lola ve a la señora a través de la
ventanilla avanzar con pasos agotados hacia las escaleras mecánicas, mientras
escucha los lamentos del animal.
-¿Qué
voy a hacer ahora? –se queja mientras se tumba en la base del transportín- ¿Qué
voy a hacer? –y la voz de arena se le va apagando hasta que casi no es más que
el ruido de un motor de un coche lejano.
Una voz artificial que proviene de
algún altavoz invisible anuncia la llegada a Coslada. Lola se remueve en su
asiento, apretando los dientes y frotándose los ojos con el puño. Siente su
aliento pastoso, como de naranja agria. Al lado de la puerta, la señora mete un
dedo por la rejilla y rasca con la uña la cabeza de su gato blanco, que parece
dormido.
En Coslada sube un hombre con un lloroso
abrigo gris y un poblado bigote canoso. Se sienta al lado de Lola y coge un
periódico arrugado que había en el asiento. El gato abre los ojos y se
despereza con dificultad.
-¿Miau,
miau? –dice el hombre.
-Miau
–responde Lola sin mirarle, encogiendo los hombros y volviendo a apoyar la
cabeza en la ventanilla.
-Tengo
hambre –susurra el gato después de un descomunal bostezo-. Hay que joderse.
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