lunes, 19 de mayo de 2014

Gatos



Al entrar en el vagón Lola localiza un asiento al lado de la ventanilla y se apresura a ocuparlo. Se encuentra muy cansada, lleva todo el día andando, latigueada por el viento frío y le duelen las rodillas. Deja el bolso a un lado y con las dos manos se las masajea con fuerza, con gestos circulares, tal y como vio una vez hacer en un programa de televisión. Ese movimiento le hace sentir más relajada y recuesta la cabeza contra la ventanilla. La nota helada, pero en este momento no le importa lo más mínimo. Afuera, observa edificios indistinguibles que emborronan la tarde, perdiéndose con rapidez.

 Delante suya, al lado de las puertas, está sentada una mujer de unos setenta años con un pañuelo azul que le abraza los cabellos. A sus pies tiene dos bolsas de supermercado que se antojan muy pesadas y un transportín de donde asoma la cabeza inmensa de un gato blanco. Lola distingue en el interior de las bolsas una lechuga, tomates, unos botes de algo que no alcanza a discernir y unas latas de sardinas. El gato, con los ojos semicerrados, se lame goloso la almohadilla de una de sus patas delanteras.

-Latas de sardinas –murmulla el gato blanco después de estirarse trabajosamente en el interior de su transportín-. Se cree que me gustan.

El gato habla arrastrando con pereza las eses, con acento extranjero. Tiene la voz ronca y ojerosa.
 
-En otros tiempos –continua después de aclararse la garganta con un breve carraspeo – me las hubiera comido con gusto. Anda que no pasé hambre en la guerra, cuando malvivía en las ruinas de un edificio hecho migas por las bombas. Devoraba todo lo que se podía agarrar.

-Y las peleas por el alimento –prosigue después de unos instantes, en los que los ojos se le han ensoñecido-. La caza de lagartijas, la muerte de las flores, las uñas que rascaban las piedras.

El tren se detiene en la estación de Coslada, y la señora, asiendo con dificultad las dos bolsas de la compra, se baja del tren.

-¿Qué haces? –grita el gato empujando la reja del transportín con su gruesa cabeza-. No me dejes aquí. Regresa.

Lola ve a la señora a través de la ventanilla avanzar con pasos agotados hacia las escaleras mecánicas, mientras escucha los lamentos del animal.

-¿Qué voy a hacer ahora? –se queja mientras se tumba en la base del transportín- ¿Qué voy a hacer? –y la voz de arena se le va apagando hasta que casi no es más que el ruido de un motor de un coche lejano.

Una voz artificial que proviene de algún altavoz invisible anuncia la llegada a Coslada. Lola se remueve en su asiento, apretando los dientes y frotándose los ojos con el puño. Siente su aliento pastoso, como de naranja agria. Al lado de la puerta, la señora mete un dedo por la rejilla y rasca con la uña la cabeza de su gato blanco, que parece dormido.

En Coslada sube un hombre con un lloroso abrigo gris y un poblado bigote canoso. Se sienta al lado de Lola y coge un periódico arrugado que había en el asiento. El gato abre los ojos y se despereza con dificultad.

-¿Miau, miau? –dice el hombre.

-Miau –responde Lola sin mirarle, encogiendo los hombros y volviendo a apoyar la cabeza en la ventanilla.

-Tengo hambre –susurra el gato después de un descomunal bostezo-. Hay que joderse.

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