Carmen
se agarraba con fuerza a la mano de su padre. Miró su rostro y los músculos de
la mandíbula se le esculpían con fiereza sobre la piel. Una vena le recorría la
sien como una serpiente jadeante. Se encontraban a unos veinte metros de la
casa e incluso a esa distancia el calor era tan abrasador como lo había sido
ese mediodía de verano. Las llamas terminaron por reventar las ventanas y
agitaban febrilmente sus tentáculos hacia el exterior. Ella estaba jugando en
el suelo de su habitación con sus muñecos cuando escuchó los gritos de su
madre. Intentó recoger todos sus juguetes, pero su madre la agarró con fuerza
del brazo y la arrastró hacia la puerta. Cuando estaban saliendo de la casa se
le escapó de las manos Bruno, su payasito de trapo de boca carmesí. Trató de
voltear para rescatarlo, pero su madre ya la había sacado fuera de la casa. Desde
el corral reventaba el rebuzno rabioso de la mula, que parecía que rasgaba la
noche huérfana de estrellas. Algunas gallinas habían conseguido escapar y
correteaban alocadamente alrededor de las piernas de los vecinos que habían
acudido a observar el incendio con ese sentimiento agridulce de las desgracias
ajenas, con ese pálpito de tragedia rumiada desde hacía tiempo.
-Qué
hijo de puta –masculló su padre.
Ella nunca lo había escuchado hablar así, ni en los peores momentos de las disputas recurrentes con don Dámaso, exacerbadas en los últimos tiempos. Esa palabra malsonante la iba repitiendo una y otra vez, cada vez a un volumen más alto, como una letanía enfervorizada, y al pronunciar las pes una miríada de gotitas de saliva le explotaban en la boca y se encendían de naranja, hasta desaparecer.
-Voy
a matarlo. Coge a la niña.
Su madre se giró. Unas gruesas gotas se le deslizaban por las mejillas, y Carmen no supo discernir si eran de sudor o lágrimas. No dijo nada, solamente sacudía la cabeza levemente hacia arriba y hacia abajo, con la boca tan apretada que parecía un tajo en una naranja.
Cogió el hacha de cortar la leña y se dirigió a grandes zancadas a la casa de don Dámaso, ésa que tenía un enorme cocodrilo disecado en el salón. Carmen lo había admirado hacía unas dos años, a través de una de las ventanas que se extendían hasta el suelo, espiando escondida detrás de unos rosales exuberantes. Vio también a su padre, con el sombrero de paja en la mano, girándolo como si fuera un volante, escuchando con la cabeza baja a su patrón, que le decía algo con una copa de vino de color sangre en la mano. Don Dámaso giró la cabeza hacia la ventana y la sorprendió. Carmen agachó rápidamente la cabeza y se ocultó entre las flores, pero no pudo evitar sentir el pinchazo furioso de sus ojos grises, idénticos a los de su madre que incendiaban el fuego que consumía la casa.
Carmen se imaginó a su Bruno, retorciéndose por unas llamas que le evisceraban sus entrañas de trapo, y pensó si no se estaría arrepintiendo del momento en el que le dijo, moviendo su boquita roja, que encendiera las cerillas.
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