Javier había conseguido
finalmente aplazar la reunión hasta el siguiente día y decidió volver a casa
antes de lo habitual para prepararla allí en lugar de en la oficina, siempre
más bulliciosa y propensa a distracciones. Al entrar en la casa, nada más abrir
la puerta, sintió en el ambiente un aroma propicio a puchero. Ya tenía hambre,
y por un momento sopesó la posibilidad de que Ángela estuviera guisando un
cocido, uno de sus platos predilectos. Sin embargo, percibió que el olor
provenía de la ventana abierta de su dormitorio, entrometiéndose en todas
partes como una niebla invisible. Dejó el maletín del portátil encima de la
mesa del comedor y se dirigió hacia su habitación. Ella se encontraba allí,
sentada a los pies de la cama, con las manos sobre las rodillas, mirando la
punta de sus zapatos de tacón azul, ésos que tan poco apreciaba él, le
incomodaba sentirse de menor estatura que su esposa. A su lado descansaban volcadas
dos maletas grandes de ruedas y una bolsa de deportes hinchada como un globo
deforme. Ángela levantó la cabeza y mantuvo los ojos cerrados unos segundos. Él
se acercó a la ventana y la cerró. Cesó súbitamente el sonido de la olla a
presión que trepaba como una araña desde los pisos inferiores y se introducía
en su habitación. Ella se levantó y se alisó con las dos manos la falda. Miró
el reloj.
−No creía que al final lo fueras a hacer–dijo él empujando contra la frente las gafas con el índice.
Volvió a interrogar
el reloj y puso en pie las dos maletas. Agarró las asas hasta que los nudillos
se le empalidecieron. Javier se acercó hacia ella y se sentó en la cama, en el
lugar que había ocupado Ángela hacía unos instantes. Las manos de ella se
relajaron y se mordió la cara interna de los carrillos. Volvió a sentarse a un
metro de donde se había situado él.
−Aún tengo más cosas ahí –dijo
señalando con la barbilla el armario empotrado.
−Puedes venir cuando te venga
bien. Puedo ayudarte, si quieres.
Sonó el timbre del
telefonillo de la puerta exterior, un zumbido insistente y machacón que parecía
que se solidificaba en el aire del dormitorio. Ella levantó la cabeza y los
ojos le resbalaron hasta el reloj. El movimiento rotatorio de los dedos de su
marido captó su atención.
−¿Quieres que te lo cosa? –dijo
estirando los brazos e incorporándose.
Javier
asintió con la cabeza y ella se levantó. Se dirigió a la cómoda y abrió un
cajón, de donde sacó una bobina. Se dio la vuelta y volvió a mirar la camisa.
Él se había puesto en pie y estaba desabrochándola lentamente, con cuidado de
no hacer caer definitivamente el botón. Dejó la bobina que había cogido
inicialmente y escogió otra. Se sentaron de nuevo sobre la cama y ella comenzó
a coserlo. El timbre de la calle volvió a sonar, hasta tres veces, cada llamada
más exasperante y hastiada que la anterior, pero ninguno de los dos, de nuevo,
hizo ademán de levantarse e ir a abrir.
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