− ¿Y
qué quieres de mí? –le preguntó sin mirarle a la cara mientras se raspaba el
dedo índice con la uña del pulgar.
En realidad, Samuel no tenía ninguna
duda acerca de lo que Gabi deseaba, eso que no se había atrevido nunca a
materializar con palabras, rondando como una polilla alrededor de una lámpara,
como una araña que se acerca sigilosa a la mosca que ha quedado atrapada en su
tela. Samuel se reafirmó que tendría que decírselo de manera directa. Estaba
harto de medias palabras y sobreentendidos pueriles. Por eso él tampoco miraba
a Gabi, no quería ponérselo tan fácil. Barruntaba que si sus ojos se
encontraban, su hermano no sería capaz de echarse toda esa carga encima y
callaría, como en tantas otras ocasiones, o diría cualquier incongruencia o,
simplemente, carraspearía, se aclararía la garganta y, sujetando la gabardina
con el brazo doblado, se marcharía murmurando una despedida.
−Ponlo
en el pan.
Samuel se sorprendió esa respuesta.
No era desde luego lo que él hubiera esperaba, o no al menos de ese modo.
−Pero
eso es incontrolable –le respondió después de pensar un par de segundos.
Gabi se limitó a encogerse de
hombros, aunque detuvo el movimiento reclinando el cuello hacia atrás. Se mesó
la barbilla y negó con la cabeza, primero despacio, luego con más rapidez.
−Lo
puedes hacer. No me jodas.
Y era cierto: Samuel podía hacerlo.
−Quiero
verla de nuevo –dijo señalando con el índice la habitación contigua.
Se levantaron del sofá y se acercaron con caminar cauteloso
a la puerta. Samuel apoyó la oreja en la madera pulida y, con cuidado, fue
girando el picaporte. Introdujo la cabeza despacio. La habitación estaba mal
ventilada, olía a agrio de muerte. Cuando sus ojos se acostumbraron a la
penumbra, la vio.
Estaba tumbada sobre la cama. Los cabellos
blancos y desmadejados arañaban el embozo. Su pecho apenas se movía con cada silbido
de su respiración. Sin embargo, no dormía. Su mirada de plata líquida mojaba el
rostro de Samuel.
−Tú –dijo
levantando una voz ronca y áspera que rasgaba el aire viciado del dormitorio.
Intentó bajar de la cama y cayó al
suelo. Se arrastró hacia Samuel como una culebra ebria. Gabi cerró la puerta y
apoyó su mano velluda en la espalda de su hermano.
−Mañana
–respondió Samuel después de tragar saliva.
Mientras salía de la casa, Samuel
sintió cómo un escalofrío le correteaba por la espalda al escuchar el sonido de
unas uñas rotas rascando la puerta del dormitorio.
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