domingo, 3 de mayo de 2015

Pequeñas mentiras


Adela se sentó en la sala de espera del hospital. Una enfermera de mirada somnolienta, después de una breve exploración, le había dicho que no tardarían en llamarla. Frente a ella, un hombre de unos cuarenta años se sujetaba el brazo izquierdo con un pañuelo que se había anudado con poca pericia alrededor del cuello. Una mancha ovalada de sangre tintaba de rojo la tela blanca a la altura del codo. Ella seguía presionando con fuerza la bolsa con hielos contra la frente, tal y como le había indicado minutos antes la enfermera. El hombre tenía la cara de un color tostado, como si el sol lo hubiera pincelado con suavidad. De vez en cuando arrugaba la frente durante un instante mientras se removía en su silla y se recolocaba con cuidado el brazo herido. Adela observó que la mancha de sangre se iba extendiendo con cautela por el pañuelo, llegando incluso a apelmazarse en el brazo velludo. Giró la cabeza para ocultar la ya indisimulable hinchazón que se le estaba formando en la sien.
− ¿Qué le ha pasado? –le preguntó el desconocido después de carraspear ligeramente y pellizcarse los pelos más periféricos de su bigote. 
         El timbre de su voz era agudo, como de cantante de bachatas. A ella le agradaban así, sentía que todas sus palabras deberían estar hechas de eternos susurros y caricias tenues.
− Me golpeé. Con un armario.
       Le daba vergüenza contarle que lo que realmente había ocurrido era que su hijo, mientras ella dormía la siesta, le había golpeado la cabeza con una calabaza. Tampoco quería decirle que tenía un hijo. El hombre la escuchó mirándola fijamente con sus ojos azules, mientras parecía asentir apretando suavemente los labios.
− ¿Y a usted? –preguntó ella. 

            El hombre se acarició el bigote con la mano libre.
− Me he cortado. Con un cristal.

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