domingo, 21 de junio de 2015

El libro verde


Marcos sostenía entre sus manos el libro que acababa de encontrar en el interior de una caja del trastero, naufragado entre un montón de fotos viejas en las que él apenas reconocía a nadie, incomprensibles recortes de periódicos y descoloridas estampitas de santos de las que solía usar su madre para rezar cada tarde mientras paseaba arriba y abajo por el pasillo. Recordaba cómo su padre lo leía de manera concentrada bajo la luz tenue de la lámpara del salón, con la pipa descuidada colgando de la boca, inundando todo con el aroma dulzón del tabaco. De cuando en cuando cambiaba de postura para aliviar el dolor de la espalda y proseguía con su lectura ávida. Había conservado desde la niñez la costumbre de seguir con el dedo índice las líneas que iba leyendo. A veces, cuando se enfrentaba ese libro, Marcos le veía apretar el ceño o incluso parecía que una gota de sudor le nacía de la frente pelada. En otras ocasiones, sin embargo, una sonrisa melancólica se le intuía en la comisura de los labios, y era lo más parecido a un gesto de alegría que su hijo le recordaba.
El libro que tenía delante suya era idéntico a aquel que había devorado su padre cuarenta años atrás, encuadernado en piel verde con unas manchitas moradas oscuras. Pasó la palma de la mano sobre él y lo acercó a la nariz, como si de ese modo pudiera recuperar el olor del tabaco de pipa o la loción para después del afeitado que acostumbraba a usar. No había nada escrito ni en la portada ni en la contraportada, ni el título de la obra ni su autor. En realidad, él nunca había sabido cuál era ese libro con el que tantas y tantas horas lo había visto. Cuando le preguntaba, arrugaba la nariz y ambiguamente hacía gestos circulares con la pipa, como emplazándole a una conversación venidera que jamás se produjo.
Se sentó en el sillón, tal y como había visto hacer a su padre miles de veces, con un vaso de whisky y un cigarrillo entre los dedos, dejando reposar el libro cerrado sobre su regazo hasta que terminara de fumar. La primera página estaba en blanco. Se humedeció el índice con la lengua y pasó la hoja. El libro estaba escrito a mano y comenzaba con su nacimiento, en el hospital de Benalmádena, una tarde correosa de junio. Lo que más le sorprendió a Marcos es que reconociera en esas líneas su propia letra tortuosa. Suspiró recuperando sus primeros años de escuela y se admiró con sucesos que él había olvidado ya, como la dificultad que le había entrañado memorizar las tablas de multiplicar o el color carmesí de las mejillas suaves de Manuela. Los rayos de sol se iban deshilachando a través de la ventana, pero él continuaba atosigando más y más páginas del libro. Llegó a los años de universidad y al día de su boda con Marta. Se avergonzó cuando se tropezó con el pasaje en el cual le fue infiel con una mujer extranjera que conoció en un restaurante. Los ojos se le humedecieron al poder recordar con detalles más nítidos el nacimiento de sus dos hijos. Detuvo su lectura al llegar al momento en el que encontraba el libro verde en una caja olvidada del trastero y se sentaba a leerlo en el sillón del salón.
Encendió un cigarro y se acercó a la ventana. Las farolas se habían prendido ya y de cuando en cuando el rumor de un coche rasuraba el atardecer. Entonces comprendió que su padre todo ese tiempo estuvo leyendo su propia vida en aquel libro, y sintió no haber podido espiar por encima de su hombro mientras se encontraba ensimismado para comprender la razón por la cual apenas le había visto reír nunca. Encendió la lámpara y continuó con su lectura. Descubrió que antes de cuatro años se divorciaría de Marta por algún motivo que no llegó a saber pero que siempre sospechó. Su hijo llegaría a ser un traumatólogo de estimada reputación en la provincia de Málaga y se asombró por el hecho de que su hija llamaría Marcos a su primer varón. Descubrió cómo iba a morir y que, poco antes de eso, guardaría en una caja que dejaría en el trastero aquel libro verde, temiendo y deseando que algún día su hijo lo hallara.

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