domingo, 6 de junio de 2010

La estación

Soñó que ella lo esperaba en la estación. Él corría para llegar, pero sentía que no avanzaba, que se perdía por caminos extraños, que su ciudad se le había convertido en un laberinto y que no estaría a tiempo en la estación, que ella tendría que subir sola al tren y no la vería nunca más. El traqueteo del vagón le rescató de su terrible pesadilla. Se frotó los ojos con el puño y amagó un suspiro. En el asiento contiguo languidecía un periódico gratuito desmembrado al que le faltaba la primera página. Cuando lo cogió para ojearlo, ella se despertó.

jueves, 3 de junio de 2010

Lanzado

Empujaba sus caderas contra las de Ana a un ritmo cada vez más rápido. Le dio la vuelta y ella comenzó a chupársela. Hacía tiempo que ya no le distraían los murmullos en la sala, el campanilleo de los hielos en los vasos o el rebullir inquieto en las sillas. Sacó la polla de su boca, y cuando comenzó a correrse sobre su cara, se sintió audaz y decidió que esa noche, al salir del club, no vacilaría y sí se atrevería a pedirle a Ana una cita para tomar café al día siguiente.

lunes, 22 de marzo de 2010

domingo, 21 de marzo de 2010

El árbol de los recuerdos

Te recuerdo como aquella muchacha de ojos negros que llegó despacio, sigilosa, sin hacer ruido, igual que un vilano agitado por el viento. Y sin embargo, te recuerdo corriendo, no sé si huyendo hacia tu mundo, una tierra cubierta de un dorado mantel de hojas de sauce desde donde has señalado mi destino, marcándolo nítidamente. Ha nacido en mí el sentimiento del explorador, quien, hachazo tras hachazo, entre la maleza ha trazado su camino. He intentado trepar justo al sur de esa roca donde alzaste con cuarzo y esmeraldas un helado palacio para tu soledad, al que siempre contemplo con una mezcla de temor y deseo.

Nunca me recuerdo transcribiéndote versos de Neruda, sino los de aquel poeta callejero que una vez me buscó en el interior de un bar y me vendió su poema por una moneda, y en cuanto lo leí supe que algún día habría de encontrarte y que mi torpe voz llegaría a acariciarte con su música.

Te recuerdo entregándome las semillas del árbol de los recuerdos que tú plantaste en mi jardín, enterrando los cadáveres de esas rosas ya marchitas. Nos echábamos bajo su sombra y me bastaba con cerrar los ojos para imaginar que me convertía en el agua de un lavabo y que me perdía por su sumidero, y únicamente ansiaba que esas aguas desembocaran en tu playa cuando yo muriese. Y abría los ojos y te hallaba a mi lado, adorable, quién sabe si dormida, tal vez soñando que eras una nube cuya lluvia alimentaba nuestro árbol.

Recuerdo cuando llegaste, justo cuando pensaba que los problemas del mundo y los enigmas de la existencia se desentrañaban con un vaso de ron. Juntos obligamos a que la vida depusiera su insufrible vocación de niña caprichosa. Lo que yo nunca te dije fue que logré amarrar el destino y retorcerlo, y una vez domado me confesó que todo ese oro derretido que había vertido sobre mi corazón no era más que para fabricarte una corona. Pensando en lo que me había insinuado comprendí que no era una simple estratagema para conservar su vida, sino que realmente era cierto, y entonces pude abrir la mano y liberarlo con un soplo, pues sabía que giraría en torno a ti como una polilla alrededor del flexo que alumbra estas líneas.

Todas las noches me acuesto contigo y no hay mañana que no despierte a tu lado, y me digo que la Revolución puede esperar un día más y que no va a ocurrir nada si hoy no se descubre una cura para el cáncer, y descubro que el motor que me incita a abrir los ojos es el sentirte tan cerca mía, y rezo ardientemente para adquirir las fuerzas necesarias que me permitan agitar tu hombro y hacer que sea yo también tu última visión del día que muere y la primera del que nace.

Te recuerdo cuando me hiciste descubrir que Flaubert y Stendhal eran unos farsantes, que el amor no se pare sino que un día llaman a tu puerta y al abrir allí está, agazapado en un rincón del portal. Me enseñaste que el amor no es una cerilla sino que es la chimenea que caldea tibiamente el hogar. Contigo aprendí también que el amor no es una cuestión de semántica y que se puede descubrir mientras te estás lavando los dientes por las mañanas. No me hizo falta gritar e invocar al trueno para enamorarme de ti, y no agarré ninguna honda para abatir al halcón; solamente me bastó con respirar. Aunque hay cosas que nunca cambian, y es que vuelvo a ser el títere de algún duendecillo que juega a desquiciarme y que me obliga a atarme a la cama.

Y ahora, descansando bajo el árbol de los recuerdos, cierro los ojos, porque sé que en cualquier momento sentiré tus labios sobre los míos y te abandonarás a mí.

martes, 5 de enero de 2010

Nunca volverás a besarla

- Quiero que presencien el primer experimento con mi máquina – dijo el profesor Espinosa a sus compañeros.

Los profesores Rufus y Dreyer habían acudido ansiosos a la llamada del profesor Espinosa. Sabían que se hallaba muy cerca de construir un ingenio para viajar en el tiempo. Al entrar en el laboratorio la vieron en el centro de la sala: era una caja negra de dos metros de altura y un metro en las otras dos dimensiones. “En la cuarta dimensión es infinita”, pensó el profesor Rufus, ensayando una frase grandilocuente para el próximo congreso.

El profesor Dreyer se acercó hacia la máquina, pero le detuvo el inventor.

- Aún no, amigo. Se la mostraré después de haberla hecho funcionar. Seré el primer hombre que se desplace en el tiempo. Comenzaremos por un viaje de cinco minutos hacia el futuro.

El profesor Espinosa entró en la caja y cerró la puerta. Dreyer miró su reloj: eran las dos y catorce minutos de la mañana. Cuando levantó la vista de su muñeca la máquina había desaparecido. Los dos científicos se mantuvieron en silencio, reflexionando, incluso algo asustados, mirando de cuando en cuando el reloj, hasta que la máquina del tiempo volvió a las dos y diecinueve minutos. El profesor Espinosa salió sonriente de la caja negra y recibió el abrazo de sus colegas.

- Había preparado un coñac para este momento – dijo mientras servía abundante licor sobre tres copas.
- ¿Sería posible un viaje hacia el pasado? – preguntó el profesor Rufus.
- ¿Por qué no? – contestó el ufano Espinosa -. Lo comprobaremos ahora mismo.

El profesor volvió a entrar en su máquina y dijo desde dentro: “Diez minutos”.
Mientras Dreyer contemplaba un meteorito que cruzaba el firmamento, su colega observó que la máquina esta vez no había desaparecido.

El profesor Espinosa salió sonriente de la caja negra y recibió el abrazo de sus colegas.

- Había preparado un coñac para este momento – dijo mientras servía abundante licor sobre tres copas.
- ¿Sería posible un viaje hacia el pasado? – preguntó el profesor Rufus.
- ¿Por qué no? – contestó el ufano Espinosa -. Lo comprobaremos ahora mismo.

El profesor volvió a entrar en su máquina y dijo desde dentro: “Diez minutos”.

Mientras Dreyer contemplaba un meteorito que cruzaba el firmamento, su colega observó que la máquina esta vez no había desaparecido.

Seguidores