Yin Hi despertó
con la suave caricia de los rayos solares y encontró a pocos metros de donde se
encontraba, como era habitual, el cuenco de arroz. Jamás había conseguido
averiguar cómo aparecía allí. En ocasiones había fingido dormir para intentar
sorprender a quien lo alimentaba, pero finalmente el sueño le conquistaba y al
recuperar la vigilia siempre aparecía cerca de él la comida. Llegó a creer que
en el arroz o en el agua se hallaba algún potente narcótico que le infundía un
profundo sueño, por lo que optó por no comer ni beber con el fin de vencer a la
noche y descubrir a aquél que lo sustentaba. Sin embargo, no conseguía nada,
pues los párpados finalizaban abatiéndose y no lograba otra cosa que padecer
los tormentos del hambre y la sequía.
Cuando terminó el arroz arrojó el
cuenco contra el suelo y se hizo añicos. Practicaba esa costumbre con el fin de
contrariar a su carcelero, de modo que éste reaccionase de alguna manera, que
se manifestase de alguna forma, aunque fuera castigándole sin alimentarle. Yin
Hi no obtenía ningún resultado: al despertar encontraba invariablemente
próximos a él un cuenco con arroz, otro con agua y algunas ciruelas.
Dejó de contar el tiempo que llevaba
en la prisión a los cuatro años. Desde entonces, muchas veces había visto
sucederse al sol y a la luna. Incluso es posible que hubiese muerto ya el viejo
emperador que le encarceló. “¡Ah, necio Yuan! No supiste sacrificar tu reinado
por la felicidad de los hombres”, pensaba Yin Hi. Él aseveraba que si del Tao
habían surgido el yin y el yang, si a la noche le sucede el día, si al frío el
calor, si al ruido el silencio, de la misma manera al Mal le debía continuar el
Bien. Predicó su sofisma al principio en su aldea, después en las circundantes;
acabó en la capital Lu-yi. Miles de adeptos encontró el capricho de Yin Hi en
la ciudad del emperador. La locura se apoderó de sus habitantes. El saqueo fue
espantoso; los crímenes cometidos, inenarrables. El emperador Yuan hubo de
levantar a sus soldados y lanzarlos contra la ciudad. La batalla transmutó a
los generales en carniceros. Un reducido número de acólitos de Yin Hi
sobrevivió al ataque del ejército, entre ellos el propio Yin Hi. El emperador
dictó su sentencia: todos los discípulos de aquella infame moral sufrieron los
rigores de la espada y su líder fue encerrado en una de las prisiones de la
rosa.
Yin Hi, cansado de su paseo
matutino, se sentó en el suelo y recostó la cabeza sobre el frío muro. Había
oído que caminando siempre a la izquierda podía hallarse, con algo de
paciencia, la salida de un dédalo; él había desechado aquella idea, había
descubierto que era falsa. Antes de ingresar en cautiverio fue dormido por la
acción de ciertas plantas, y al despertar ya se encontraba en aquel lugar,
solo. Él sabía de dos cárceles de esas características: una cerca de Xiangyang
y otra en las tierras lejanas de Samarkanda, aunque estaba convencido de que
debían de existir muchas más, aún vacías. Recibían el nombre de prisiones de la
rosa porque su geometría laberíntica recordaba a los pétalos de esa flor. Allí
sólo había cabida para dos cautivos y un único carcelero que les mantenía. Yin
Hi desconocía el modo en que el carcelero podía localizarle siempre. A veces
creía que moraba en el subsuelo y escuchaba sus pisadas sobre la superficie;
también suponía en otras ocasiones que aquellos muros, grises e infranqueables
para él, eran diáfanos y transitables para aquél que lo alimentaba.
No podía precisar si había llegado
ya su compañero de suplicio: sufría desde tiempo atrás el mal de la soledad.
Yin Hi había oído hablar de él por viajeros que habían recorrido los desiertos
sin compañía alguna. La mente les empieza a flaquear e imaginan que no se
encuentran solos. Conversan con sus sueños y la enfermedad va creciendo en ellos
de modo que cesan de discernir si se trata de ilusión o realidad; ingresan
entonces en el dominio de la locura. Yin Hi ya había recibido la visita de
varias fantasías. En los comienzos las reconocía muy fácilmente, pues eran
seres absurdos: hombres de estatura infinita, de cabellos rojizos y ojos como
el cielo e incluso mujeres. Hasta llegó a gozar de una de ellas, y el placer
fue tan grande que dudó de que no fuese más que el resultado de su imaginación.
Su último compañero había sido
Li-Kun. Lo encontró sentado en el suelo, con la mirada perdida. La nobleza de
su aspecto le provocó tal respeto que en varios días no se atrevió a acercarse.
Durante todo ese tiempo aquel hombre no movió un solo músculo y sus ojos no se
apartaban de cierta rugosidad del muro. Por fin, Yin Hi venció su temor y se
aproximó. Durante su primera conversación con él le relató la historia más
increíble que jamás había escuchado. Dijo que su nombre era Li-Kun y que el
emperador Wu le había encargado la búsqueda del secreto de la inmortalidad. Yin
Hi conocía al emperador Wu, el último de los
Tchao, y sabía que su reinado había finalizado hacía más de
cuatrocientos años. Junto con cinco soldados y su perro habían fatigado China
para encontrar aquellas aguas que diesen la vida eterna. Los alquimistas ya
habían conseguido transformar el cinabrio en oro, el metal más perfecto. Por
esta razón, Li-Kun supuso que debía disolver cinabrio en el agua apropiada para
conseguir su propósito. Por fin, encontraron lo que buscaban: se trataba de un
riachuelo en la isla de P´ong Lai. Recogieron un cuenco de agua de ese río y
vertieron sobre él polvo de cinabrio. El primero en beber fue su fiel perro, el
cual cayó muerto. Li-Kun pensó que tal vez el goce de la inmortalidad no podía
estar destinado a un animal y el intento le había provocado la muerte. Ninguno
de sus guerreros osó probar de aquellas aguas, por lo que él mismo lo hizo. Un
simple sorbo le bastó para fallecer. Los otros cinco hombres optaron por vivir
unos pocos años más y se alejaron de la isla. Le despertaron los lametones de
su perro. Descubrió que la vida le había sido devuelta después de transcurrir
cierto tiempo en los reinos oscuros de
la muerte. Resolvió no regresar inmediatamente con su hallazgo ante el
emperador, pues consideraba a Wu un gobernante poco sensato que no era
merecedor del don de vivir por siempre. Li-Kun viajó hacia donde el sol se
retira con la intención de conocer otros pueblos y otras culturas. Admiró
edificios colosales, frutas de sabor desconocido, mujeres con la piel del color
de la luna. Hubo un ajuste cósmico y a los Tchao le sucedieron los Hia. Cien
años tuvieron que transcurrir para que Li-kun se decidiese a volver a su
tierra, pero para entonces ya había comprendido cosas que un simple hombre no
podría entender en su corta vida, y sentenciaba que los dioses debían castigar
a quien osase intentar perpetuar la miseria de los humanos.
Durante una pelea fue atravesado por
un puñal, pero gracias a su condición de inmortal el acero emergió de sus
carnes limpio de sangre. El prodigio recorrió la ciudad de Tai K´nei y llegó a
los oídos del emperador Tan. Éste hizo apresar a Li-Kun pues sospechaba que
podía tener el don de la vida imperecedera. “El muy iluso también la ansiaba”,
le dijo a Yin Hi. No reveló el lugar en el que se hallaban las aguas malditas,
y al no poder matarlo el emperador lo encerró en aquella cárcel laberíntica.
Llevaba allí más de trescientos años.
Yin Hi no creyó una sola palabra de
aquella insólita narración. Pensaba que la falta de trato humano durante su
encierro había abismado al pobre infeliz hacia la demencia. Poco después caviló
que tal vez Li-Kun el inmortal fuese el fruto del mal de la soledad. Al
principio tenía un cierto temor a ese hombre que de cuando en cuando se
ensimismaba durante días con un simple grano de arroz. Afirmaba que no
encontraba diferencia alguna entre un segundo y un año pues ambos duraban lo
que un latido. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a sentir un sincero afecto
por Li-Kun. Su profunda voz le serenaba y su conversación era agradable;
además, gozaba de un excelente sentido del humor. Entre ambos confeccionaron
unas rudimentarias piezas de ajedrez con las que suavizaban su penoso
cautiverio. Un día Li-Kun le preguntó si conocía el llamado mal de la soledad.
Explicó que durante sus viajes había conocido a hombres que la habían padecido
y le habían contado cómo tras carecer durante un tiempo prolongado de abandono
la fantasía les conquistaba. A Yin Hi este discurso le hizo sospechar que aquel
hombre era falso, que nunca había existido. Decidió verificarlo esa misma
noche. Aguardó con impaciencia y nerviosismo a que Li-Kun se durmiera. Se
acercó con sigilo y le clavó un puñal en el pecho. Al sacarlo observó que la
hoja se hallaba inmaculada. Li-Kun le miró sin sorpresa y le dijo que sabía que
nunca le había creído. Yin Hi durmió tranquilo pues había certificado que su
amigo no existía excepto dentro de su imaginación. Le alegró significar que aún
discernía la realidad de lo que no lo era.
Aquel descubrimiento modificó las
relaciones entre ambos. Aunque Li-Kun conservaba su jovialidad y buen humor,
Yin Hi encontraba su conversación tremendamente cansina. Las partidas de
ajedrez dejaron de interesarle y procuraba en lo posible hablar lo mínimo con
él. Yin Hi percibió que el otro había apreciado el cambio. En ese momento
decidió olvidarse de él. Antes de retirarse a descansar le dijo: “Eres inmortal
porque tu vida se reduce a mi imaginación, que es infinita”. Li-Kun no objetó
nada a aquella afirmación. Cuando Yin Hi despertó a la mañana siguiente se
halló de nuevo solo.
Pronto se arrepintió de haber hecho
desaparecer a Li-Kun. Con él había ocupado placenteramente las tediosas mañanas
y las calurosas tardes. Además se sentía seguro al poder distinguir entre
realidad e ilusión: sabía con certeza que aquel hombre no existía y tenía miedo
de no lograrlo con la siguiente persona que apareciese.
Muchos días transcurrieron hasta que
volvió a dirigir una palabra a alguien. Este hombre era bastante parecido a él
pero mucho más joven. Su nombre era Lai-Tsé y relató que había sido encerrado
por haber promovido el caos en el reino de Xian. Afirmaba que no había
influencia alguna entre el hombre y los sucesos, es decir, que las acciones de
las personas no afectaban nada en el transcurrir de los hechos. Por esta razón
sus seguidores y él se entregaron al libertinaje y a la depravación, pues nada
de lo que hicieran podría condicionar el futuro, y el presente no existe.
Muchos días y noches invirtieron en discusiones. Yin Hi refutaba la teoría de
Lai-Tsé, pues según el Libro de las Mutaciones los surcos que efectúan los
agricultores con sus arados sobre la tierra modifican la línea de los astros,
porque todo ello estaba ordenado por el Creador. Lai-Tsé negaba incluso la
existencia del Creador pues las cosas se producen a sí mismas espontáneamente;
si hubiese un Creador, éste no sería más que una cosa entre tantas, y ¿cómo un
Creador podía crearse a sí mismo? Cuando finalizaban sus debates ninguno
convencía al otro, pero eso no era lo que más preocupaba a Yin Hi: lo que
verdaderamente le atormentaba era desconocer totalmente la naturaleza de su
amigo.
También él le habló del mal de la
soledad. Según Lai-Tsé, Ulises, el vencedor de Troya, la había sufrido. Tras
haber sido liberado por Mercurio de las redes de Calipso, Ulises naufragó y
arribó a la tierra de los feacios. En realidad, los feacios nunca existieron:
la isla estaba completamente desierta y tras vivir allí largo tiempo en soledad
Ulises soñó con Nausica y con su regreso a Itaca. Él jamás partió de aquella
isla y murió con el convencimiento de que había vuelto con su esposa. Yin Hi
recordó una frase que le dijo en cierta ocasión Li-Kun: “Estas paredes para ti
configuran un laberinto; para mí el mundo entero es un laberinto”. Yin Hi le confesó
que no podía tener certeza de su existencia. Lai-Tsé aseguró que él era real.
Le enseñó su cuenco de arroz y le pidió que comiera de él. Yin Hi le replicó
que también podía imaginar sabores. Entonces Lai-Tsé arrebató el cuenco de Yin
Hi y lo vació en el suyo. “Tampoco significa nada -dijo Yin Hi-. Podría
imaginar que te doy mi arroz y sin embargo me lo como yo todo. O incluso podría
no haber nada en mi cuenco y soñar que sigue lleno”. Lai-Tsé guardó silencio.
Al día siguiente Yin Hi se convenció de que había perdido completamente la
razón cuando al despertar volvía a encontrarse solo, esta vez sin haberlo
deseado.
El carcelero Che-Huang entró en el
laberinto llevando en las manos un cuenco inexistente. Anduvo unos pasos y lo
depositó en el suelo. Miró hacia el cielo y decidió marcharse ya pues pronto
los rayos solares acariciarían con suavidad el rostro de su preso imaginario y
despertaría.