Ramón se sorprendió a sí
mismo cuando una fuerza extraña le obligó a dar un paso al frente y decir, con
una expresión grave en su rostro, como ensayada mil veces delante del espejo,
como una mísera imitación de película ínfima de sobremesa, la siguiente frase:
- He sido yo.
Paqui le miró con ojos atónitos, pero nada comparable a
la sorpresa primero y a la rabia después que desbordó la mirada de César. Paqui
y él habían estado jugando a lanzar escupitajos desde la terraza de la casa de
Ramón. Invariablemente ganaba él, lo cual tampoco era complicado pues, pese a
tener diez años y ella trece, no tenía su fuerza y, sobre todo, no tenía su
práctica. Ramón se divertía cada tarde de ese verano en practicar, cuando el
sol empezaba a agotarse, a escupir desde su terraza lo más lejos posible. Había
desarrollado ya una técnica con la que, auxiliado por un movimiento de tronco y
de cuello, conseguía lanzar salivazos más lejos que nadie en su calle.
Aquella tarde estaba jugando con Paqui. Sabía que, debido
a su dominio, ella jamás podría superarlo. Por esa razón decidió enseñarle
aquel secreto que tantas horas de experimentación había llegado a desarrollar.
Le dijo que apoyara las manos en la barandilla. Él se colocó detrás de la niña,
sujetándole con fuerza las manos. Le indicó cómo debía arquear la espalda hacia
atrás y reclinar el cuello, y después, cómo hacer aquel movimiento seco como de
catapulta. Lo repitieron varias veces, y en cada una de ellas, Ramón sintió
como un cosquilleo en la nariz al aspirar el aroma a sudor y jara de los
cabellos de Paqui.
Vieron bajar por la calle a César, montado en su
bicicleta roja. Ella volvió a doblarse con gracia y lanzó un escupitajo tan
lejano que jamás hubiera podido emularlo el propio Ramón. La saliva impactó
groseramente contra la cabeza de César. Miró hacia arriba y vio a los niños,
con dos pares de ojos abiertos como platos. Dejó caer la bicicleta y se acercó
corriendo hacia la terraza de Ramón.
- ¿Quién ha sido? –preguntó
tan furioso que parecía que los ojos le lagrimeaban.
Ramón miró los ojos abiertos como soles de Paqui y, dando
un paso al frente, dijo:
- He sido yo.
Aún quedaba una gotita de saliva bajo el labio inferior
de la niña. Paqui y César le miraron sorprendidos, pero más atónitos quedaron
cuando Ramón, tal y como había visto hacer en esas películas que daban en la
televisión a la hora de la siesta, agarró las manos de ella y la besó en los
labios.
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