martes, 19 de junio de 2012

Atónitos


Ramón se sorprendió a sí mismo cuando una fuerza extraña le obligó a dar un paso al frente y decir, con una expresión grave en su rostro, como ensayada mil veces delante del espejo, como una mísera imitación de película ínfima de sobremesa, la siguiente frase:

- He sido yo.

Paqui le miró con ojos atónitos, pero nada comparable a la sorpresa primero y a la rabia después que desbordó la mirada de César. Paqui y él habían estado jugando a lanzar escupitajos desde la terraza de la casa de Ramón. Invariablemente ganaba él, lo cual tampoco era complicado pues, pese a tener diez años y ella trece, no tenía su fuerza y, sobre todo, no tenía su práctica. Ramón se divertía cada tarde de ese verano en practicar, cuando el sol empezaba a agotarse, a escupir desde su terraza lo más lejos posible. Había desarrollado ya una técnica con la que, auxiliado por un movimiento de tronco y de cuello, conseguía lanzar salivazos más lejos que nadie en su calle.

Aquella tarde estaba jugando con Paqui. Sabía que, debido a su dominio, ella jamás podría superarlo. Por esa razón decidió enseñarle aquel secreto que tantas horas de experimentación había llegado a desarrollar. Le dijo que apoyara las manos en la barandilla. Él se colocó detrás de la niña, sujetándole con fuerza las manos. Le indicó cómo debía arquear la espalda hacia atrás y reclinar el cuello, y después, cómo hacer aquel movimiento seco como de catapulta. Lo repitieron varias veces, y en cada una de ellas, Ramón sintió como un cosquilleo en la nariz al aspirar el aroma a sudor y jara de los cabellos de Paqui.

Vieron bajar por la calle a César, montado en su bicicleta roja. Ella volvió a doblarse con gracia y lanzó un escupitajo tan lejano que jamás hubiera podido emularlo el propio Ramón. La saliva impactó groseramente contra la cabeza de César. Miró hacia arriba y vio a los niños, con dos pares de ojos abiertos como platos. Dejó caer la bicicleta y se acercó corriendo hacia la terraza de Ramón.

- ¿Quién ha sido? –preguntó tan furioso que parecía que los ojos le lagrimeaban.

Ramón miró los ojos abiertos como soles de Paqui y, dando un paso al frente, dijo:

- He sido yo.

Aún quedaba una gotita de saliva bajo el labio inferior de la niña. Paqui y César le miraron sorprendidos, pero más atónitos quedaron cuando Ramón, tal y como había visto hacer en esas películas que daban en la televisión a la hora de la siesta, agarró las manos de ella y la besó en los labios.

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