La
plaza en la que Félix se lamentaba de su suerte, sentado bajo una carpa
agobiante, estaba dolorosamente iluminada. Las farolas vertían una luz
desangrada sobre las baldosas irregulares de granito y las coloreaban de un
naranja mustio, dando la impresión de que se iban a derretir bajo los pies de
la gente. La ceniza pisoteada de las colillas se confundía con las vetas de la
piedra. Dos altos mástiles negros de metal sostenían dos potentes focos que con
su resplandor abrumaban la carpa y parecía que eran capaces de derribarla. Trazando
el perímetro había ocho árboles exánimes resecados por el invierno que eran
abrazados por unos cordones de los que pendían una serie de bombillas desnudas
que contribuían a magnificar la iluminación.
El vocerío era ensordecedor. En la
periferia de la plaza se escuchaba el rugir de algunos automóviles en todo
ajenos a la fiesta. Los gritos de los niños parecían trepar como agua hirviendo
en una cazuela hasta abrumar a los tres hombres que se encontraban sentados en
la carpa. Los padres, fuertemente abrigados, sujetaban con dificultad a sus
hijos, que luchaban por salir corriendo y saltarse todas las colas para llegar cuanto
antes a la caseta de los Reyes. En los aledaños de la plaza se demoraban
complacidos los niños que ya habían conseguido entregar su carta. Allí también
había, plantados como árboles, media docena de hombres mayores que, con las
manos en los bolsillos, sujetaban con una sonrisa condescendiente sus
cigarrillos mientras observaban la alegría sincera e inocente de los pequeños.
En el extremo opuesto de la plaza,
en un desnivel aliviado por cuatro escalones de piedra oscura, las autoridades
habían instalado un tiovivo. Las cuatro columnas que sustentaban la cubierta
estaban tachonadas por unas bombillas de colores verdes, amarillas y rojas que
se encendían y apagaban intermitentemente. Un pequeño amplificador adherido al
techo de la máquina pronunciaba una música que apenas era capaz de agarrarse al
griterío de la muchedumbre. Dos altavoces, grandes y negros como ataúdes,
colgaban de los balcones del ayuntamiento y arrojaban unos villancicos rancios
distorsionados por la poca calidad de los propios altavoces y de la grabación.
El suelo se hallaba salpicado de
envoltorios de caramelos que unos minutos antes habían lanzado unos hombres
disfrazados de pajes. Las baldosas de piedra parecían un tablero con lunares
multicolores: azul de anís, rojo de fresa, amarillo de limón y violeta de
moras.
La túnica roja caía pesadamente encima
de Félix. Incluso sentado como estaba, sentía su sólido peso sobre los hombros.
La peluca, compuesta por una innumerable cantidad desordenada de bucles blancos
le llegaba casi hasta los ojos. Cuando dos horas antes se estaba disfrazando,
se miró al espejo y advirtió su semejanza con uno de esos perros que parece que
no pueden ver nada y que solamente se guían por el olfato. Inmediatamente a su
derecha se encontraba el hombre negro vestido de rey Baltasar, y más allá,
rascándose continuamente el pecho, el que se había disfrazado de Gaspar. Los
tres estaban castigados por un foco inclemente que les martilleaba con su luz
impúdica. La caseta en la que se encontraban sentados recibiendo a los niños
era de planta hexagonal y se levantaba como una pirámide gracias a unas varas
metálicas que en su arranque parecían desear encontrarse en el cielo. Sin
embargo, a una altura de unos dos metros, el ímpetu de las aristas de la caseta
se suavizaba hasta converger todas en un punto elevado aproximadamente unos
tres metros. Sobresalía un pequeño mástil que mostraba orgulloso una bandera
con el escudo del pueblo. El color rojizo de la tela teñía levemente los
rostros de los tres hombres, y el canal dorado que la ribeteaba hacía aparecer en
sus caras y ropas unas tenues mariposas que aleteaban al compás del viento que
tremolaba la caseta.
La barba oscura de Félix se
enmarañaba y se mezclaba caprichosamente con la del disfraz. Continuamente se
la colocaba con disimulo para que no sobresalieran sus pelos negros. Había
pensado afeitarse para ese día, con el sentido absurdo de responsabilidad de un
actor mediocre, pero al instante había rechazado esa idea. Habían pesado por
una parte los veinte años que le había acompañado la barba, y por otro lado no
hubiera sabido explicárselo a Loli, y ya le había mentido bastante durante los
últimos meses, pensaba. Sentía un hormigueo en las piernas debido a las dos
horas que llevaba sentado sin moverse. Le parecía incluso que tenía
dificultades para respirar, una tos ronca de fumador le sacudía cuando trataba
de inspirar aire con fuerza. Intentaba consolarse recordando los sesenta euros
que le habían pagado por ese trabajo en la noche de Reyes. En el bolsillo
guardaba un puñado de caramelos que había cogido antes para dárselos a su hijo,
de limón, que eran sus preferidos. Tenía en esos momentos una niña pecosa de
unos seis años sentada sobre sus rodillas. Él la conocía, a la pequeña y a su
madre, Toñi. Ella regentaba la panadería situada a unos cincuenta metros de
donde él tenía el video-club. Era conocido moderadamente en ese pueblo de
inviernos helados y veranos sofocantes aquel burgalés de pocas palabras que había
llegado hacía ya once años, que se había casado con Loli, la muchacha con la
voz más hermosa de la coral del municipio, y que nunca había podido asumir ni
un ápice el acento andaluz. Procuró interponer entre Toñi y él a la chiquilla
para que no lo pudiese reconocer. La pequeña le estaba recitando el mismo
discurso que había estado escuchando durante toda la tarde. Félix cerró los
ojos y se aviseró el rostro con la mano intentando hacer creer que estaba
concentrado prestando mucha atención a lo que decía la niña y memorizando la
larga lista de regalos. Ella le tendió un sobre que olía suavemente a fresa y
mientras ella se levantaba lo arrojó sin cuidado a una caja grande de cartón de
color arenoso donde se almacenaban desordenadamente todas las cartas que les
habían entregado a los tres durante esa tarde.
Los guantes se le adherían
pegajosamente a las manos debido al sudor que manaba sin pausa de su piel. El foco
inmisericorde le atizaba con su fulgor en plena cara. Los rostros de los niños
se le desdibujaban borrosos e intentaba fijar los ojos miopes en sus rasgos
sonrosados por el frío. En el transcurso de la tarde había dejado de impostar
la voz y sólo volvía a retomar la simulación cuando se acercaba algún padre o
alguna madre que pudiera conocerle. En esos momentos enronquecía la voz para
intentar remedar la opaca voz de un viejo y exageraba el deje del esquivo
acento del lugar.
Francis iba agarrado a su madre
aguardando a duras penas la cola. Sus manos estaban enguantadas en unas
manoplas grises de las que pendían unas borlas de borreguito blanco algo
sucias. Llevaba puesto el abrigo rojo con capucha que le habían traído los
Reyes el año anterior. Cuando su madre se lo puso unos minutos antes de salir
de casa recordó la decepción que había sentido al extraerlo del papel de regalo
en que lo habían envuelto. Esperaba que ese año fuese distinto. Había sido el
mejor estudiante de su clase y durante esos días de vacaciones había hecho
muchos recados a su madre. Escribió pacientemente la carta con una cuidada
caligrafía en la que detallaba exactamente los regalos que deseaba. Su madre se
había ofrecido a llevarla unos días antes. El niño miraba de cuando en cuando
el bolso con recelo, imaginando que ella, tan despistada en ocasiones, la había
extraviado. Se encontraban detenidos. Francis apretaba intermitentemente la
mano de su madre como si fuera un pequeño corazón que late y se balanceaba sin
ritmo sobre sus tacones. Ella tenía el gesto serio y apenas había hablado nada
con su hijo. Él tuvo que ser muy pertinaz para convencerla de ir a ver a los
Reyes. Solamente después de su larga insistencia accedió a colocarse una
apresurada coleta con una goma negra, le peinó su flequillo rebelde de manera
enérgica y salieron de casa dando un fuerte portazo. Francis supuso que debía
estar enfadada aún por lo de la noche anterior. Cuando llegaron a la plaza,
mientras esperaban en la larga cola, ella pasó con suavidad la mano sobre la
cabeza de su hijo y le recolocó el pelo con las uñas.
Un chiquillo vestido con una
chaqueta vaquera forrada se acercó a Félix. Lo reconoció al instante: era
Marcos, el hijo de Raúl. Se preguntó si esa simple prenda le bastaría para
luchar contra el frío de ese gélido diciembre que se metía hasta dentro y
parecía que iba a quebrar los huesos. Lo acompañaba otro niño muy alto y una
pareja de unos cuarenta años. Tuvo que volver la cabeza hacia la derecha para
no toser en la cara del niño, que ya se había colocado sobre sus rodillas. Su
cuerpo se convulsionaba con violentas sacudidas. Razonaba que no podía ser
saludable la mezcolanza del frío del ambiente con el calor artificial producido
por el disfraz y los focos. Cada mañana Loli le pedía con la voz aún asida por
el sueño que dejara de fumar. El niño le recitó los regalos rápidamente, sin
pausas, con los ojos muy abiertos girados hacia la izquierda, una retahíla de
nombres aprendidos como una oración, nombres que Félix apenas escuchaba: un
coche teledirigido, una play-station, unos patines, el video de una película de
Walt Disney. Félix se buscó el mentón entre la barba y se lo pellizcó con los
dedos. Le habían ofrecido un buen dinero por la colección completa de esas
películas infantiles, pero en ese momento acababa de decidir que esa cinta no
la vendería, se la daría a Raúl. Raúl le comentó que él también había
hipotecado la casa e incluso había sacado del banco el dinero que había
heredado Rocío cuando su padre murió y que habían guardado para la universidad
de Marcos. Recordó el día en que se lo había contado, un minuto después de que
Castro se levantara de la mesa y se fuera del bar, y cómo, apurando una cerveza
y golpeando el vaso vacío contra la madera salpicada de quemaduras, con los
ojos ya algo brillantes de alcohol y de codicia, añadió que pronto lo
recuperarían todo con creces y que Marcos iba a estudiar la carrera en una de
esas universidades americanas de las películas. Félix rebuscó en su bolsillo,
sacó los caramelos y se los dio al niño.
-
Tienes que portarte muy bien con tus
padres y estudiar mucho –dijo mientras Marcos desenvolvía con impaciencia uno
de los caramelos de limón y se lo introducía en la boca.
Delante de Francis se tensaba una
fila con muchos niños y adultos, aunque no se encontraba ya demasiado lejos de
los Reyes Magos. Podía ver la caseta y distinguía a los tres Reyes. Los tres
tenían un niño sentado en las rodillas. Él esperaba que pudiera entregar la
carta a Melchor, que era su preferido. Aunque no lo había confesado, le tenía
algo de miedo a Baltasar. En la escuela muchos compañeros hablaban mal de los
negros que trabajaban en la fresa, decían que robaban a los del pueblo y que se
peleaban en los bares. El día anterior por la tarde había visto uno, cuando
salía del invernadero. Francis vio la brasa de un cigarrillo incendiarse a tres
metros de él. La luna plateó los ojos abiertos e inflamados del negro. Echó a
correr y no se detuvo hasta llegar sofocado a la puerta de su casa. Algunos de
los niños se encontraban acompañados por sus padres, aunque había otros que
estaban solos. Reconoció con envidia a Sole, Martinico y Alberto, compañeros de
clase. Francis se soltó de la mano de su madre y se parapetó ligeramente detrás
de su falda. El tiovivo giraba cansinamente a su izquierda. Estimó que después
de visitar a los Reyes podría montar en él. Tenía pequeñas motos, cochecitos,
un camión de bomberos, una especie de locomotora y platillos volantes. En esos
momentos tan solo había dos niñas subidas, que agitaban con fuerza sus cabezas
para ondear los cabellos y simular que giraban a gran velocidad. El que más le
gustaba a Francis era un cochecito de policía, que en ese momento no estaba
ocupado. Su boca exhalaba pequeñas nubes de vaho, y, cuando su madre no miraba,
simulaba con la mano que le quedaba libre que iba fumando un cigarrillo, un
Marlboro de los que fumaba su padre, un tabaco de hombres. Se notaba la nariz
helada y sorbía constantemente el agüilla que comenzaba a reptarle de modo
tímido de la nariz. Se quitó la manopla e introdujo la mano en el bolsillo
derecho del abrigo y comprobó con alivio que ahí seguía el paquete. Palpó el
papel suave en que lo había envuelto y clavó una de sus esquinas en el dedo
índice. Su padre había comprado una parcela en las afueras del pueblo donde iba
a cultivar fresas. A veces, había reñido con su madre, ella decía que el
terreno era muy malo, que allí no podría recoger nada, que porqué se pensaba
que había invernaderos para las fresas, que haber hipotecado todo no había sido
una buena idea. Francis tuvo que buscar en el diccionario el significado de la
palabra hipotecar. Él sí confiaba en su padre, él no estaba preocupado. Pese a
todo, la noche anterior se entristeció porque su madre lloró mucho y gritaba,
aunque no puedo entender bien lo que decía.
Félix sintió cómo una gota de sudor
le recorría la espalda. Con las manos enguantadas se rascaba la barbilla,
atravesando con los dedos la jungla artificial blanquecina. En ocasiones
pensaba que le iban a atacar duros calambres en la pierna. Giró la cabeza a la
derecha y miró a sus compañeros. No conocía al que interpretaba a Baltasar.
Sería, razonó con seguridad, uno de los inmigrantes que trabajaban en los
invernaderos. Félix intuyó que apenas hablaría unas cuantas palabras en
castellano. A lo largo de la tarde había percibido que los niños se le
acercaban algo asustados. Recordó que él sentía algo similar cuando era
pequeño, siempre le gustó más Gaspar. Aquel hombre apenas hablaba, tan solo sonreía
mostrando sus dientes blanquísimos que el foco refulgía y movía
comprensivamente la cabeza hacia arriba y hacia abajo. Al otro hombre, sin
embargo, sí que lo conocía: se llamaba Quinín y era un vagabundo. Lo había
visto en ocasiones arrastrando bolsas inmensas saturadas de periódicos y
papeles usados y hablando solo en voz baja. Se trataba de un hombre mayor, de
unos sesenta y tantos años, de pelo cano y grandes ojos azules. Hablaba mucho y
reía abiertamente con los niños que se le acercaban.
Las bocinas de los coches se
escapaban desde lejos y procuraban superponerse a la voz picoteada de Raphael
que regurgitaban los altavoces. Luis ya le había hecho una oferta razonable por
su coche. La tarde anterior había conducido hasta unos veinte kilómetros del
pueblo. Aparcó al lado de una excavadora que reposaba en silencio y apagó el
motor, aguardando a que el carraspeo del coche se disolviera en la noche como
un azucarillo en una taza de café. La luna bruñía las máquinas paradas y les
otorgaba una apariencia helada y fantasmal. Algún otro día había pasado por allí
cuando las apisonadoras, grúas, volquetes llenos de tierra y obreros estaban en
plena ebullición, allanando el terreno para la nueva autovía. La quietud que
emanaba esa tarde le sobrecogió. Sin bajar del coche, con las luces apagadas, depositó
con cuidado sus gafas en el salpicadero y fumó un cigarrillo con los ojos
cerrados. Cuando lo terminó bajó la ventanilla y lo arrojó haciendo palanca con
el índice como si le diera un capirotazo. Arrancó el coche y atravesó todo el
pueblo, sobrepasándolo en otros veinte kilómetros en sentido opuesto. Se detuvo
al llegar a los terrenos yermos que había comprado junto con Raúl. Un cuervo
graznaba desde las ramas de un famélico olivo. Bajó del coche y anduvo
arrastrando los pies sobre el polvo. En cuclillas, cogió una ramita y dibujó
con ella figuras aleatorias sobre la tierra. Al levantarse, borró sus trazos
caprichosos con la puntera de sus zapatos y lanzó lo más lejos que pudo el palo
mientras maldecía a Castro. Al llegar a casa entró con pasos vacilantes y se hundió
en el sillón.
Félix tenía en esos momentos unas
ganas irrefrenables de fumar un cigarro. Los focos le castigaban con saña, y el
traje de Rey Mago, la barba postiza y la corona de cartón piedra le producían
un calor terrible. Se encontraba ya agotado de repetir las mismas palabras y de
esbozar constantemente una sonrisa impostora. Afortunadamente, pensó, ya no
quedaban apenas niños. Se acercó uno vestido con un abrigo rojo y que llevaba
un sobre en la mano. Félix le miró, y miró también a la mujer que lo acompañaba.
Ella le vio e intentó dirigir al pequeño.
-
Ve con Baltasar, Francis, que no le visitan muchos niños.
Miró de soslayo al hombre de color y
se sentó casi de un salto en las rodillas de Félix haciendo rápidas palmadas
sordas y con una sonrisa tan grande que se le escapaba de la cara. Jugueteaba
con el sobre, dándole vueltas dificultosamente debido a las manoplas. Félix
procuraba no mirar a Francis, intentaba buscar en Loli alguna solución. Por
segunda vez en menos de veinticuatro horas se mostraba impotente ante su mujer.
Ella se encogía de hombros, con una mezcla de sorpresa, temor e indignación.
Con sus dos manos se pellizcó los mofletes abriendo mucho los ojos. Félix
intentó recolocarse de nuevo la poblada barba blanca procurando disimular los pelos
rebeldes que le emergían. Cada vez le picaba más la cara y mecánicamente se
rascaba las mejillas procurando ocultar lo más posible su rostro.
-
Toma, ésta es mi carta –dijo Francis tendiendo el sobre a su padre.
Félix lo cogió y lo observó. Las
esquinas estaban algo dobladas y notaba pese a sus finos guantes una humedad
que rezumaba el papel. Leyó con ternura el nombre de su hijo, escrito con unas
letras perfectas y redondeadas. Colocó el sobre con cuidado en el cajón donde
se amontonaban caóticamente el resto de las cartas.
-
¿Por qué la pones ahí? ¿Es que no vas a leerla?
Félix miraba por encima de la cabeza
de Francis a Loli. Estaba cruzada de brazos ofreciendo la coleta a su marido y
la boca se encontraba parcialmente fruncida.
-
Luego más tarde la leeré, junto con la de todos los niños –respondió procurando
enmascarar lo más posible su voz.
-
Si quieres te la leo yo, o te digo mis regalos.
-
No es necesario –rehusó Félix. Comenzó a morderse la cara interna de la mejilla
hasta que logró arrancar una pequeña hebra de piel húmeda y áspera. Movió la
mandíbula a izquierda y derecha intentando aliviar el picor de la barba. Un
nuevo ataque de tos le asaltó por sorpresa y lo camufló tapándose la boca con
la palma de la mano.
Francis le miró a los ojos y le
sonrió.
-
Sí, te lo cuento. Quiero un Monopoly, dos Action-Man: el soldado con las
metralletas grandes y el otro rubio, el que lanza machetes. Además un balón de
fútbol, la equipación del Recre y un sombrero de paja.
-
¿Un sombrero? –se extrañó Félix.
-
Mi padre ha comprado un campo para plantar fresas, y así en el verano le puedo
ayudar y con el sombrero no me molestará el sol. Aunque lo del sombrero no está
en la carta, se me ocurrió anoche, pero si te lo digo dará igual, ¿no?
Alzó la vista y miró a Loli. Abrió
su bolso y de su interior sacó un pañuelo de tela azul claro que acercó con
cuidado a la parte baja de los párpados. Unos muchachos se habían estado
divirtiendo unos minutos antes haciendo explotar petardos con el fin de asustar
a los niños más pequeños. El olor grisáceo a pólvora se elevaba
parsimoniosamente del suelo y se había ido instalando por toda la plaza y
parecía como si arañase las narices y los ojos. Félix ni siquiera era capaz de
recordar todos los regalos que le había enunciado su hijo. Hacía dos días que
Loli le leyó la carta y carcajeaba con esa risa tan limpia que ella tenía
mientras él, sentado en el sillón se inclinaba hacia delante frotándose muy
despacio las manos. Se sintió indignado al ver los precios que colgaban de las
etiquetas de los juguetes. Únicamente había comprado el balón, aunque no era de
reglamento. Creyó que se le dormían las piernas. Estimó que Francis ya era un
muchacho lo bastante mayor como para creer en esas tonterías de los Reyes
Magos. Recordó cuando él era niño y sus padres apenas tenían para comprarle
nada. Él era listo y enseguida comprendió que los Reyes no podían existir, y
tampoco le supuso nada grave el asumirlo.
-
Baja un momento de las rodillas, que ya me estoy haciendo mayor.
El niño descendió mientras Félix
estiraba y flexionaba repetidamente la pierna.
-
¿Me vas a traer todo?
Observó a su mujer que tenía las
manos metidas en los bolsillos y la cabeza hacia arriba. La plaza comenzaba a
despoblarse. El hombre disfrazado de Baltasar le estaba mirando y él giró la
cabeza.
-
No sé, hay muchos niños, y hay que darles regalos a todos.
-
Yo sé que sí, que tú me vas a regalar todo lo que he pedido.
-
No lo sé, te he dicho.
Una ligera brisa agitó el rubio
flequillo de Francis e hizo rodar por el suelo los envoltorios de los
caramelos. Tal vez la juguetería que hay detrás de la plaza siga abierta, pensó
Félix recordando los sesenta euros que guardaba en su cartera. Metió la mano en
el bolsillo y recordó que había dado los caramelos al hijo de Raúl. Miró al negro
y le gesticuló con las manos y silabeaba con fuerza y con grandes aspavientos
la palabra caramelo. El hombre se encogió de hombros y negaba con breves
movimientos de cabeza. Unas grandes gotas de sudor le poblaban la frente como
si fueran violentas erupciones. Hinchó las inmensas aletas de la nariz, miró al
niño, espiró con fuerza y sacó de su bolsillo un huevo de chocolate. Félix lo
cogió y se lo dio a su hijo.
-
¡Anda! ¡Un huevo de chocolate, y con sorpresa! –exclamó Francis agitando el
dulce arriba y abajo escuchando el cloquear que producía el regalo en su
interior.
Loli se acercó y agarró al niño del
brazo.
-
Venga, vamos, que es tarde.
-
Espera –dijo Francis librándose de la mano de su madre-. Yo también tengo un
regalo. Para mi padre. ¿Se lo darás tú? Está ya envuelto. Es que creo que él no
os escribe cartas.
Del bolsillo del abrigo sacó un
paquete poco mayor que una caja de cerillas de cocina. Estaba envuelto con un
papel rojo con dibujos del ratón Mickey. Félix cogió la caja que le tendía su
hijo. La mujer volvió a agarrar de la
mano a Francis y le obligó a que la siguiera. Se alejaban rápidamente, pero el
niño se volvió y agitó la mano en señal de despedida. Félix los vio
empequeñecerse poco a poco. Francis señalaba con el dedo el tiovivo, pero ella
no le miró y aceleró el paso. Guardó la caja en el bolsillo izquierdo de su
disfraz.
El operario del tiovivo desconectó
la maquinaria y los pequeños coches y motos se fueron deteniendo poco a poco
hasta quedar inmovilizados y las bombillas de colores se apagaron súbitamente.
La plaza había quedado desierta, tan solo permanecían como testigos una gran
cantidad de papeles y de envoltorios de caramelos, como si fueran las víctimas
de una batalla incruenta. Parecía que sobre la plaza había caído desplomada una
noche muy profunda, sólo herida por los villancicos emitidos por los altavoces,
que todavía no habían sido desconectados. Únicamente aparecía iluminada una
caseta prefabricada a la que un policía de perilla recortada y piernas gruesas
conducía a los tres hombres que habían interpretado a los Reyes Magos. Ése era
el lugar donde unas horas antes se habían cambiado de ropa. Antes de salir, el
policía conectó un herrumbroso radiador eléctrico cuya resistencia iba
adquiriendo lentamente un tono anaranjado que apenas era capaz de verter algo
de calor. El vaho se arremolinaba alrededor de sus bocas inflándose como un
globo cada vez que respiraban. Félix se despojó a toda prisa del disfraz y sacó
del bolsillo el pequeño paquete que Francis le había entregado. Con una
camiseta de tirantes oscura mojada de sudor y unos calzoncillos de rayas
verticales ya grisáceas, sentado en un taburete blanco que se encontraba
helado, comenzó a desenvolver el papel de regalo que abrazaba la cajita. Frotó
las gafas contra la camiseta y se las colocó con cuidado. Arrojó el papel al
suelo hecho una bola y posó la caja sobre sus dos manos extendidas. Sonrió al
constatar que la había fabricado el niño con un cartón marrón, unas grapas y un
poco de celofán. Finalmente, se atrevió a abrirla. En su interior había una
cuartilla cuadriculada doblada en dos mitades, un poco de tierra y una fresa.
Cogió el papel y lo abrió. Bisbiseando leyó en voz baja, emitiendo mientras lo
hacía una especie de silbidos: “Querido papá. Ayer por la tarde entré en un
invernadero y cogí una fresa y algo de tierra. La tierra es buena, y yo creo
que si la echas en tu parcela y plantas la fresa harás una buena cosecha. Te
quiero mucho”, y firmaba con un escueto Francis extendiendo la parte inferior
de la letra ese de modo que subrayara todo el nombre. Félix, aunque lo intentó
con todas sus fuerzas, no logró sofocar un sollozo estrepitoso que rebotó
contra las paredes de la caseta y provocó que el hombre de color y el vagabundo
le miraran sobresaltados. Se vistió a toda prisa y recogió la cajita que había
dejado en el taburete. Con la punta del dedo índice aplastó unas motas de
tierra que habían caído en el suelo y llevando la mano encima del paquete
deslizó el pulgar repetidas veces hasta hacerlas caer en el interior de la
caja. Salió de la caseta mientras intentaba recomponer el pequeño paquete con
el celofán.
Francis y Loli volvían hacia casa
con pasos apresurados. Ella se detenía continuamente para sacar un pañuelo de
papel de su bolso que arrojaba al suelo después de sonarse las narices y
estrujarlo. Francis tiraba con vehemencia de la mano que tenía agarrada. Quería
llegar cuanto antes a casa, cenar su cola-cao caliente con magdalenas
azucaradas y acostarse temprano. No le importaba que su madre no le hubiera permitido
montar en el tiovivo. Una sonrisa se le desmayaba reposada en la boca. Por fin
comprendió lo que le había dicho Víctor el otro día al salir de clase, el día
en que la maestra había sacado a su amigo a la pizarra y no había sabido
resolver la división. Recordó que le dijo, después de escupir con desdén al
suelo, que era un gilipollas, que no sabía que su padre era los Reyes Magos. En
ese momento acababa de adivinar que todo lo que había pedido en su carta se lo
regalarían. Al llegar a casa cenó a toda velocidad y se metió en la cama,
intentando dormirse rápidamente y rezando para que la noche transcurriera en un
solo segundo, de modo que al despertarse encontrara al lado de sus zapatos
lustrados de betún negro el balón de reglamento, la nueva versión del Monopoly,
los dos soldados, la vestimenta del Recreativo de Huelva y un sombrero de paja
como el que había visto en una película para ayudar a recoger las fresas de su
padre.
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