−
Nos hemos perdido –dijo Tom tras quitarse la gorra de lana y pasársela por la
frente y las mejillas.
Yo venía sospechando que íbamos
dando vueltas desde hacía tiempo, me parecía reconocer algunos árboles y
algunas piedras que íbamos encontrando por el camino. Quise autoengañarme,
afirmándome que, en el fondo, todos las rocas y todas las plantas son muy
parecidas entre sí. Me senté sobre una piedra plana y estiré las piernas.
−
¿Qué hacemos ahora? –pregunté, aunque ya sabía lo que iba a responderme.
− No
lo sé. De momento, nos vendría bien descansar un poco.
Tom se sentó sobre unas raíces y
sacó del bolsillo un mapa bastante deshecho y cuarteado que colocó sobre las
piernas, alisándolo con la palma de las manos. Fingió estudiarlo con
detenimiento, apoyando el índice en algunos puntos del plano y mirando a un
lado y a otro, como queriendo cotejar insensatamente los relieves que aparecían
en el papel con algún punto del bosque en el que nos encontrábamos.
− Me
parece que estamos por aquí –me dijo mostrándome un punto en el plano que
golpeteaba con el dedo.
Saqué del bolsillo un cigarro y lo
encendí. Guardé el paquete en un bolsillo del plumas después de expulsar el
humo y ver cómo iba inmiscuyéndose entre las ramas esqueléticas del árbol pelado
que tenía encima.
−
Podemos fumar un cigarro primero y continuar andando después. La casa no debe estar ya muy lejos.
−
¿No debe estar o no está?
Tom sacó un cigarrillo y la sujetó
con sus labios carnosos. Me miró adelantando levemente la cabeza. Le ofrecí
fuego en silencio.
− En
mi próxima novela meteré una escena como ésta. Dos amigos salen a pasear por el
bosque una mañana gélida y terminan extraviándose.
Asentí con la cabeza mientras con el
pie empujaba unas hormigas que comenzaban a treparme por la bota. Algunas de
ellas se retorcieron pareciendo que encogían de tamaño.
−
Vamos –dijo levantándose de las raíces sobre las que se encontraba sentado y
sacudiéndose el culo de tierra-. Es por ahí.
Comencé a andar con rapidez y Tom me
siguió a un par de pasos detrás de mí. Aceleró hasta colocarse a mi altura y sacó
dos latas de cerveza de su mochila, tendiéndome una.
−
Podías haberlas sacado antes, cuando estábamos sentados. No sabía que aún te
quedaran.
−
Hace mucho frío, en movimiento las bebemos mejor.
− No
me gusta beber mientras ando.
−
¿Prefieres que nos sentemos?
Continué andando dando grandes
tragos a la lata. El gas de la cerveza me trepaba por el interior de las
narices, obligándome a contener algunos eructos. Cuando la terminé, la estrujé
y la dejé caer al suelo.
− No
debiste tirarla, se contamina el bosque.
−
Tampoco debiste tirarte tú a Pili.
Seguimos caminando un buen rato. El
aire helado me pellizcaba la cara sin afeitar y me consolé pensando que al
menos no corría viento. Únicamente se escuchaba el quejido de las hojas secas
que triturábamos con nuestras botas. En ese momento me di cuenta de lo
silencioso que puede llegar a ser el frío. No existía ningún ruido más allá de
nosotros mismos. Tom se detenía de cuando en cuando y sacaba el mapa. Volvía a intentar
descifrarlo, entornando los ojos y bisbiseando algo imperceptible con sus
labios gordos como salchichas cocidas. Su ceño se agrietaba como si una
cuchilla lo estuviera rajando.
−
Parece que está oscureciendo.
− No
son las seis aún, nos queda tiempo de luz todavía –murmuró él.
Los rayos de sol se dejaban caer exangües
sobre la corteza reseca de los árboles. Al lado de uno de ellos, algo brillaba.
Era una lata de cerveza estrujada. Me detuve y me senté en el suelo. Al otro
lado del camino se veían alejarse las huellas de pisadas de dos personas. Se
sentó a mi lado y sacó su paquete de tabaco. Me levanté después de coger una
piedra de tamaño algo mayor que un puño. Ya ni siquiera se escuchaban nuestras
pisadas.
− ¿Y
cómo termina tu novela, Tom?
Con la mano echó hacia atrás su
gorra de lana y levantó la vista mientras me ofrecía un cigarrillo.