martes, 27 de enero de 2015

Sopa de ajo

Depositó su gorro de lluvia sobre la mesa del bar. Las gotas de agua salpicaban las solapas del sombrero, formando innumerables perlitas que brillaban bajo la luz de la lámpara. Se secó la palma de las manos contra el pecho de su gabardina gris y sus pantalones de pana. Exhaló repetidamente el vaho contra sus manos y las frotó enérgicamente, apoyándolas en sus mejillas heladas. Poco a poco, notó cómo iba entrando en calor, en primer lugar su rostro, que pareció que iba a comenzar a incendiarse. Hacía unos meses que había regresado a su pueblo y aún no había logrado recuperar la experiencia de sobrellevar el frío. Cuando entraba en algún bar, acostumbraba a buscar las estufas y chimeneas, dirigiéndose hacía allí rápidamente. Pero, lo peor de todo, estimaba, era la lluvia. Sentía que se le oxidaban las articulaciones y sus movimientos se hacían más torpes. 

Recordaba cuando paseaba por su playa del Caribe, acariciando su piel blanca de sobrio castellano con ese sol que tanto le agradaba y le hacía disfrutar, caminando al lado de perros vagabundos que le seguían durante unos pasos erráticos para luego abandonarse con algún otro caminante o persiguiendo algún albatros para disputarle la comida que el mar ofrecía devotamente. Una vez, recuerda, apareció en la playa un muerto. Nadie lo conocía, debía ser algún ahogado que hubiera caído de una barca de pesca, sospechaban en el pueblo. Pidió una sopa caliente. Eso era lo que más había añorado de su pueblo, tal vez lo único. Abrazaba con sus manos el cuenco de barro que atesoraba un caldo espeso, como a él le gustaba, con sus migas de pan flotando, esa sopa de ajo que nunca había comido allí ni había logrado enseñar a cocinar a Zulema. Detestaba esa lluvia  que ni moja ni deja de mojar, nada comparado con las tormentas bíblicas que allí se producían. No debió registrar aquel cadáver, no debió recoger esos paquetes que llevaba en el interior de la mochila. Hubiera podido seguir allí, jugando con los perros vagabundos, Zulema seguiría cocinándole la yuca frita que a él tanto le gustaba, y, sobre todo, ella seguiría viva.

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