Desde que despidieron a Jaime de la pastelería, no había conseguido ningún otro trabajo. Destinaba los días a fatigar todas las tiendas de la ciudad interrogando para ver si se requería cualquier tipo de ocupación. Durante las noches, revolvía los contenedores de basura, rescatando de cuando en cuando algo que pudiera serle de utilidad. Se sorprendía de la cantidad de ropa que la gente despreciaba, ropa incluso de buena calidad y sin ningún tipo de desperfectos, afirmaba mientras se contemplaba en el espejo de su casa. También hallaba objetos de lo más variado, desde peines cariados hasta radios afónicas, que los fines de semana disponía sobre una sábana en la calle Atocha.
Un miércoles helado, Jaime encontró el bolso de doña Margarita. No había sido encerrado en alguna bolsa de supermercado, ni siquiera lo habían sumergido en la panza del contenedor, sino que simplemente yacía sobre el lecho anaranjado. Era un bolso de cuero y cierre metálico. Las esquinas estaban ya despellejadas. Sonó un clic cuando lo abrió. Paseó con torpeza los dedos por el interior del bolso. Jaime vio sobres, fotos, y algo que parecía un billete de mil pesetas. Había oído que en el Banco de España aún podían canjearse por euros, por lo que lo guardó en el bolsillo y se propuso cambiarlo al día siguiente. En ese momento pensó que tal vez hubiera más dinero escondido dentro del bolso. Sintió miedo por si alguien le observara y dedujera erróneamente que lo había robado. Resolvió guardarlo en su mochila y regresar a casa, donde podría seguir inspeccionando con mayor tranquilidad.
Mientras calentaba con una resistencia eléctrica una sopa de sobre, comprobó que no se había equivocado: había monedas de veinticinco y cien pesetas, y un billete de cien, quinientas, mil, dos mil y hasta de cinco mil pesetas. Ese dinero, bien administrado, podía durarle bastante. Por el bolso podría sacar incluso seis euros, fantaseó. La sopa estaba asentándose en su estómago, le estaba sentando bien. Cuando la terminó, dobló en dos la almohada y se tumbó en la cama. Desparramó las fotos encima de la colcha. Cogió una de ellas al azar. Le sonreía una mujer de aproximadamente su edad, aunque la foto se veía ya antigua, los bordes estaban rajados. Llevaba unas gafas de montura cuadrada negra y una camisa de flores. El sol brillaba en su pelo. Detrás de ella había una casa de cal coronada por una placa con el número catorce. Tanteó la cama buscando más fotos. Cogió varias y las miró detenidamente. En todas ellas se encontraba aquella mujer cincuentona, siempre vestida de manera desenfadada y colorida, siempre con una sonrisa que se le derramaba de la boca. En casi todas, aparecía aquel pueblo de casas blancas y sol destellante. Jaime tuvo la impresión de que ese pueblo debía oler a aceitunas. Se incorporó de la cama y vació la cartera sobre la colcha. Cayeron más fotografías y un anillo con un sello rotundo. Se levantó y hurgando un cajón rescató un cigarrillo impotente. Mientras lo fumaba, siguió viendo esas nuevas fotos que habían aparecido. En éstas, el fondo había cambiado. Ya no se trataba de un paisaje campesino, sino que la inmensidad del mar lo dominaba todo. Jaime pensó que él nunca había visto el mar. En ellas, aquella mujer aparecía erguida con los brazos detrás de la espalda, siempre sonriendo. Llevaba un bañador azul que rivalizaba con aquellos cielos limpios de nubes. No llevaba gafas y Jaime descubrió que tenía los ojos verdes. Giró la fotografía y, con tinta roja, aparecía escrito: “Gandía, verano del ochenta”, así, escrito con letras en lugar de con números. Continuó observando las fotos. Ahora estaba en un apartamento de playa, dedujo Jaime. El agua del mar se colaba por las ventanas abiertas. Apartó una fotografía que mostraba únicamente sus piernas gruesas aprisionadas por unos shorts blancos. En otra fotografía había un hombre. Era un hombre calvo y muy delgado, de bigote rancio, que intentaba ocultar su rostro con un gesto de la mano.
Cuando terminó con las fotos, cogió el mazo de cartas ahorcado por una goma elástica verde. No tenían remitente, tan solo una inicial, una letra p mayúscula. El remite de todas ellas era “Margarita González Castro, calle San Antonio, 14 Andújar (Jaén)”. No llegaban a la media docena. Las leyó de un tirón, repasando algunos párrafos que no conseguía entender bien. La letra era inequívocamente masculina; eran trazos fuertes, en donde las tes sombrereaban toda la palabra. Le llamó la atención que ninguna i se hallara puntuada. Las releyó ordenándolas por las fechas del matasellos, No eran cartas de amor. Hablaban de un verano en la costa y de un invierno lluvioso en Bilbao. En las últimas, se desparramaba una desesperación por la falta de respuesta.
Aquella noche Jaime durmió mal. La noche del domingo regresó al edificio donde había encontrado la cartera de doña Margarita. Rebuscó en la basura, pero no vio nada de interés. Miró hacia arriba y en un balcón había un cartel de “Se vende”. Jaime regresó a su casa y volvió a calentarse una sopa de sobre. El fin de semana consiguió vender el bolso por ocho euros.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años