Camilo no recordaba a la primera mujer con la que se acostó. En realidad, no tenía ni idea de quién había sido la segunda ni la tercera ni la cuarta. Pero sí que permanecía en él un recuerdo esculpido en piedra de la quinta. Se llamaba Clara Monzón Arrieta. Vivía en la calle Doctor Fourquet de Madrid, y su padre se llamaba Venancio y su madre Clara, como ella. Sabía todos esos datos porque, mientras Clara dormía profundamente después de esa noche de sexo y cocaína, Camilo se había levantado de la cama y había hurgado en su bolso. De la cartera sacó el carné de identidad. Miró la foto y constato que Clara se había teñido el pelo de rubio, y se sorprendió de que la sonrisa boba que mostraba la foto le pareciera adorable. En el interior del bolso también había un bolígrafo, un cuadernito de tapas duras de colores y un cucurucho arrugado con castañas asadas. Del piso de al lado vinieron las campanadas de un reloj de pared. Camilo contó hasta cuatro, aunque perdió la cuenta y no estaba seguro si no habría sonado alguna más. Sacó dos billetes de veinte euros de la cartera y cerró el bolso. Se acercó a la cama y metió los billetes debajo del almohadón. Al apoyar la cabeza crepitaron como la leña que arde en la chimenea. No se dio cuenta de cuando se durmió. Cuando se despertó, la luz del día ya anegaba la habitación. Clara seguía tumbada a su lado. Tardó unos segundos en descubrir que estaba muerta. Camilo se incorporó de un salto, aunque no llegó a gritar. La almohada cayó al suelo y los dos billetes de veinte euros se mostraron arrugados. Recogió la ropa que agonizaba en el suelo y se vistió apresuradamente. Cogió los billetes y los guardó en el bolsillo hechos una bola. Antes de salir de la casa, giró sobre sus pasos y volvió a meter el dinero en la cartera de ella. Por un momento, valoró la posibilidad de avisar a Venancio.
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