miércoles, 18 de abril de 2012

El agente Carpio

El agente Carpio se miró en el espejo después de lavarse la cara con unos fuertes manotazos, como si quisiera hacerse desprender el firmamento de pecas que le tutelaba la cara. El agua se le agarraba al vello anaranjado que le iba cubriendo el mentón desde hacía una semana aproximadamente. Se acercó más hacia el espejo y con los dedos índices hizo claudicar los párpados inferiores, y vio cómo unos riuachelillos rojos le rodeaban amenazadoramente las pupilas. Unas sombras malvas le subrayaban los ojos. Llevaba varios días durmiendo poco y mal, despertándose acosado por las pesadillas, justo desde el día en que la vio por primera vez, el día en que introdujo esposada en el coche patrulla, con una delicadeza inverosímil, a Elisa.

Desde entonces, no podía evitar sentir que la frente se le hundía en sudor cuando se sentaba frente a ella, a la mesa de interrogatorios. La voz le temblaba como una tela de araña en día de viento cuando le hacía preguntas con cadencia de autómata. Simulaba anotar las respuestas que ella le daba en su libretita de tapas azules, cuando, en realidad, lo que hacía era escribir una y otra vez el nombre de ella, con distintas grafías, con distintos tamaños. A veces se levantaba y paseaba por aquel cuarto. Caminaba por detrás de la silla de Elisa e inspiraba con fuerza, para intentar atrapar el aroma de su pelo negro. Alguna vez se encontró tentado a apoyar la mano sobre su cabeza y hacerla descender en una suave caricia por su cuello. El día en el que finalmente confesó y le dijo el nombre de la única persona que la había visto cometer el asesinato, el agente Carpio ya sabía lo que tenía que hacer.

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