Desde entonces, no podía evitar sentir que la frente se le hundía en sudor cuando se sentaba frente a ella, a la mesa de interrogatorios. La voz le temblaba como una tela de araña en día de viento cuando le hacía preguntas con cadencia de autómata. Simulaba anotar las respuestas que ella le daba en su libretita de tapas azules, cuando, en realidad, lo que hacía era escribir una y otra vez el nombre de ella, con distintas grafías, con distintos tamaños. A veces se levantaba y paseaba por aquel cuarto. Caminaba por detrás de la silla de Elisa e inspiraba con fuerza, para intentar atrapar el aroma de su pelo negro. Alguna vez se encontró tentado a apoyar la mano sobre su cabeza y hacerla descender en una suave caricia por su cuello. El día en el que finalmente confesó y le dijo el nombre de la única persona que la había visto cometer el asesinato, el agente Carpio ya sabía lo que tenía que hacer.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años
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