Miré el reloj por cuarta vez en los últimos diez minutos y resoplé. Iba a llegar, una vez más, tarde al curro. Bronca asegurada. Resignado, apoyé la cabeza contra la fría ventanilla. Total, una cagada más, qué importaba ya a estas alturas. Tamborileé los dedos sobre el respaldo del asiento de delante y rasqué con la uña un trozo pelado que dejaba asomar una nube anaranjada. Giré los ojos hacia afuera. Insultantemente, las personas que marchaban por la acera se movían con placidez, casi con gozo, pese a la lluvia cabezona que caía. Entonces, la vi. Tuve esa extraña sensación de que su mirada acababa de desprenderse de mi rostro como una melaza pegajosa. Llevaba un impermeable rojo y un bolso tipo bandolera que yo le había regalado dos años atrás. Me dio la impresión de que aceleraba el paso. El alarido de los claxons enrabietados me estaba empezando a cabrear. Me levanté y el periódico que descansaba en mi regazo se deslizó hasta el suelo. Ella se iba alejando. Adivinaba ese nostálgico movimiento rotundo del culo por debajo de su impermeable. Con poca pericia logré abrir la ventanilla y saqué la cabeza. Las gotas de lluvia me picoteaban como pájaros traviesos los dedos enganchados a la goma del borde. Me pareció que ella doblaba la esquina, aunque no podría asegurarlo. El autobús arrancó y comenzó a moverse con unos acelerones tartamudos. Con un golpe seco cerré la ventana y me senté de nuevo. Recogí el periódico del suelo y lo abrí por la página de deportes.
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