Aún le faltaban dos ásperos kilómetros para llegar a la meta. A ambos lados de la acera, enjaulados por unas vallas amarillas, una multitud hirviente agitaba sus brazos y palmeaba con furia. Él únicamente podía escuchar sus gritos sordos. En realidad, solo estaba concentrado en el dorsal ciento cincuenta que se encontraba a unos cuarenta metros delante de él. La distancia entre ellos se había ido diluyendo en los últimos kilómetros. Al principio, apenas era un punto opaco. Después, ya comenzó a apreciar unos brazos y piernas musicales que se balanceaban con una cadencia de tambor. En esos momentos, bajo aquel sol ensordecedor, hasta distinguía el goteo salado que se le desprendía ciegamente de la barbilla.
Entraron casi juntos al estadio. El corredor estaba convencido de que tendría que estar escuchando ya sus pisadas codiciosas detrás de él. Sin embargo, con pesar, le aterrizó encima la certeza punzante de que no lograría alcanzarlo, la línea de meta se encontraba ya demasiado próxima. Disminuyó con una resignación templada el ritmo de su carrera, y entonces sí pudo disfrutar del ambiente del estadio, el jalear de los espectadores que le envolvía como una neblina esponjosa, el llamear de la bandera de su país, su nombre coreado por la muchedumbre ondulante.
Entonces, de repente, a escasos metros de la llegada, su oponente se tropezó y cayó al suelo. Le miró cuando pasó junto a él. El sudor se le agarraba a sus labios áridos. Ralentizó aún más el ritmo y se giró de nuevo. Vio cómo boqueaba como un pez moribundo cuando intentaba levantarse, pero volvió a caer. El corredor cerró los ojos y corrió todo lo rápido que pudo.
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años
No hay comentarios:
Publicar un comentario