Corres. Nunca en tu vida has corrido más, más distancia, más rápido.
Nunca pensaste que Madrid pudiera ser tan grande. En estos momentos te maldices
por no llevar siempre contigo el botecito blanco del antídoto, al igual que
siempre portas religiosamente tu documentación, tus tarjetas de crédito, tu
carné del videoclub, tu aspirina, tus támpax de varios tamaños, tu estampita de
Santa Gema Gálgani. Estás cansada, terriblemente cansada. Lo darías todo ahora
mismo por poder coger un taxi, el autobús o el metro, pero sabes que es
demasiado peligroso: ellos lo controlan todo. Tu frente y tu espalda son una
amalgama de sudores, sudores ardientes por el esfuerzo de esta carrera
desquiciada y sudores gélidos al pensar que en este preciso momento te estén
observando, que tal vez esto no sea más que un juego perverso y que en
cualquier momento tres de esos hombres que te inyectaron el veneno te corten el
paso y no te dejen continuar. En ese momento caerías al suelo y llorarías de
rabia, de impotencia, de pena, y cuando la ponzoña dominara todo tu cuerpo, el
llanto se te solidificaría sobre tus mejillas como lágrimas de cera
cristalinas. Piensas con temor en esta última posibilidad, que se trata de un
juego, que de otro modo te hubiera sido imposible escapar de ese ático en el
que te habían encerrado. Casi puedes oír la carcajada burlesca de ese hombre.
Corres. Tu falda se adhiere con fuerza a tus piernas, se retuerce sobre ellas,
parece que las abraza, o peor aún, que las sujeta para que no puedas llegar a
tu casa, para que no puedas abrir el cajón de la mesita de noche, para que no
puedas desperezar el estuche donde guardabas tu anillo de boda y que ahora
custodia el antídoto. Miras al cielo y sonríes porque nunca has visto en la
ciudad un cielo más hermoso, más azul, más luminoso. Corres. Percibes que la
gente te observa de una manera extraña, puedes deducir en sus ojos una mirada
de estupor, de inquietud. Puede que se deba a lo insólito de ver a una mujer de
mediana edad aceptablemente vestida tan urgida, con la mirada desbocada. Pero
puede ser que se hayan percatado, tal y como tú lo haces en este momento, de
que los dedos de tus manos comienzan a crisparse y a agarrotarse como si fueran
los garfios de un pirata. Caes. Te intentas levantar pero descubres que tus
manos ya no pueden ayudarte, que están rígidas como si fueran de granito.
Haciendo un extraño escorzo con el cuerpo logras enderezarte y persistes en tu
carrera. Sin embargo, te das cuenta de que ya no corres tan rápido como antes.
Piensas que se trata tan solo de cansancio, que debes hacer un último esfuerzo,
que tu casa ya no están tan lejana, que volverás a besar los labios de Pierre.
Pero no es únicamente el agotamiento, es el veneno que ha llegado a tus
piernas. Andas. Por fin, ves el portal de tu casa, ves a Gerardo recogiendo en
su furgoneta la fruta que le ha sobrado, la fruta que intentará vender mañana,
esas manzanas verdes, tan ácidas y tan brillantes que a ti tanto te gustan,
esas manzanas que, descubres con terror en este momento, jamás volverás a comer,
y la consciencia de este nimio hecho te parece la pérdida más irreparable que
te puede acarrear la muerte, incluso más que el desconocer ya irremediablemente
si tu hijo habrá aprobado o no el último examen que le quedaba para
licenciarse. El mosaico de colores de la frutería va perdiendo su fulgor hasta
que ya sólo ves pequeñas bolas grises. Caes. Pero ahora no te incorporas, no
puedes. Te retuerces como si fueras una tortuga girada, pero todos tus
esfuerzos son inútiles. Ahora ya no puedes mover ni un músculo de tu cuerpo, el
veneno solamente te permite apenas parpadear. Escuchas. Escuchas en una radio
próxima una canción, un bolero que te encanta pero que no recuerdas su nombre,
un bolero del que vas olvidando su letra, un bolero que oyes a un volumen cada
vez más bajo. El cielo ya no es azul ni hermoso, sino que va tomando un color
ceniza y hórrido que paulatinamente se va oscureciendo. Piensas. Ves en tu
mente el rostro barbilampiño de Pierre, con ese aspecto que posee de extranjero
en cualquier lugar. Pien. Pi. P..
Crítica: Los enamoramientos. Javier Marías.
Hace 9 años
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